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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (34 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Ha levantado la vista, inexpresiva, y Max sigue la dirección de su mirada. Tres pisos arriba, bajo los arcos de las terrazas del edificio contiguo, Jorge Keller y la muchacha se asoman contemplando el paisaje. Llevan albornoces blancos y parecen recién levantados. Ella tiene asido un brazo del joven y se apoya en su hombro. Al cabo de un momento advierten la presencia de Max y Mecha, y agitan las manos en su dirección. Responde él mientras la mujer permanece inmóvil, mirándolos.

—¿Cuánto tiempo duró tu matrimonio con su padre, el diplomático?

—No mucho —dice ella tras un instante de silencio—. Y te aseguro que lo intenté. Supongo que tener un hijo hizo que me lo planteara… A fin de cuentas, en algún momento de su vida toda mujer es víctima temporal de su útero o de su corazón. Pero con él no era posible nada de eso… Sólo era un buen hombre al que hacía insoportable no su exceso de cualidades, sino su insistencia en no renunciar a ninguna. Y en hacer gala de ello.

Se interrumpe mientras una sonrisa extraña le cruza los labios. Apoya la mano derecha sobre el mantel, junto a la mancha de una pequeña gota de café. Hay otras marcas similares en el dorso de su mano. Motas de años, de vejez, sobre la piel marchita. De pronto, el recuerdo de aquella piel, tersa y cálida hace treinta años, se vuelve insoportable para Max. Para disimular su desasosiego, se inclina sobre la mesa y comprueba el contenido de la cafetera.

—Nunca fue tu caso, Max. Siempre supiste… Oh, demonios. Varias veces me pregunté de dónde sacabas tanta serenidad. Toda aquella prudencia.

Él hace ademán de ofrecerle más café y ella niega con la cabeza.

—Tan guapo —añade—. Por Dios. Eras tan guapo… Tan prudente, tan canalla y tan guapo…

Incómodo, él examina con atención el contenido de su taza vacía.

—Háblame más del padre de Jorge.

—Ya te dije que lo conociste en Niza: aquella cena en casa de Suzi Ferriol… ¿Lo recuerdas?

—Vagamente.

Con ademán fatigado, Mecha retira despacio la mano del mantel.

—Ernesto era educadísimo y distinguido, pero le faltaban el talento y la imaginación de Armando… Uno de esos hombres que tienes al lado y sólo hablan de sí mismos, utilizándote a ti como pretexto. Puede que sea verdad que te interese lo que dicen, pero ellos no tienen por qué saberlo.

—Eso ocurre a menudo.

—Pues nunca fue tu caso… Tú siempre supiste escuchar.

Hace Max un ademán mundano, de humildad profesional.

—Tácticas del oficio —admite.

—El caso es que las cosas se torcieron —continúa ella—, y acabé aplicando ese mezquino rencor de que somos capaces las mujeres cuando sufrimos… En realidad yo sufría muy poco, pero eso tampoco tenía él por qué saberlo. En varias ocasiones intentó escapar de lo que llamaba la mediocridad y el fracaso de nuestra relación; y como la mayor parte de los hombres, lo más lejos que logró llegar fue a la vagina de otras mujeres.

No sonaba vulgar en su boca, advirtió Max. Como tampoco tantas otras cosas registradas en su memoria. La había oído usar palabras más fuertes en otro tiempo, con la misma frialdad casi técnica.

—Yo sí había llegado muy lejos, como sabes —continúa Mecha—. Me refiero a cierta clase de inmoralidad. La inmoralidad como conclusión… Como conciencia de lo estéril y pasivamente injusto de la moralidad.

Mira otra vez la ceniza del suelo, indiferente. Después alza la vista hacia el camarero que, tras informarles de que está a punto de cerrar el servicio de desayuno, pregunta si desean algo más. Mecha lo mira como si no comprendiera lo que dice, o se encontrara lejos. Al fin niega con la cabeza.

—En realidad fracasé dos veces —dice cuando el camarero se aleja—. Como mujer inmoral con Armando y como mujer moral con Ernesto. Fue mi hijo quien, por suerte para mí, lo cambió todo. Su existencia me ofreció otra posibilidad. Una tercera vía.

—¿Recuerdas más a tu primer marido?

—¿Armando?… ¿Cómo podría olvidarlo? Su famoso tango me ha perseguido toda mi vida. Como a ti, en cierto modo. Y ahí sigue.

Max deja otra vez de contemplar su taza vacía.

—Con el tiempo supe lo que aún no sabíamos en Niza —comenta—. Que lo mataron.

—Sí. Un lugar llamado Paracuellos, cerca de Madrid. Lo sacaron de la cárcel para fusilarlo allí —encoge los hombros de forma casi imperceptible, asumiendo tragedias ocurridas hace demasiado tiempo, cicatrizadas hasta lo conveniente—. Un bando sacó en procesión al pobre García Lorca, canonizándolo, y otro a mi marido… Eso también agrandó su leyenda, naturalmente. Consagró su música.

—¿No volviste a España?

—¿A ese lugar triste, rencoroso y con olor a sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre?… Nunca —mira hacia la bahía y sonríe con sarcasmo—. Armando era un hombre culto, educado y liberal. Un creador de mundos maravillosos… De seguir vivo, habría despreciado a esos militares carniceros y a esos matones de camisa azul y pistola al cinto, tanto como a los analfabetos que lo asesinaron.

Tras un silencio se vuelve hacia él, inquisitiva.

—¿Y tú? ¿Cómo fue tu vida esos años?… ¿Es verdad que volviste a España?

Compone Max un gesto de circunstancias que sobrevuela tiempos intensos, ocasiones entre nuevos ricos ávidos de lujo, pueblos y ciudades reconstruidos, hoteles devueltos a sus propietarios, negocios florecientes al amparo del nuevo régimen y mucha oportunidad disponible para quien sabía olfatearla. Y ese gesto discreto es su manera de resumir años de acción y posibilidades, toneladas de dinero circulando de un lado a otro, a disposición de quien tuviese talento y valor para perseguirlo: mercado negro, mujeres, hoteles, trenes, fronteras, refugiados, mundos que se derrumbaban entre las ruinas de la vieja Europa, de un conflicto a otro aún más pavoroso, con la certeza febril de que nada sería igual cuando todo hubiese acabado.

—Alguna vez. Durante la guerra mundial anduve de un lado a otro, entre España y América.

—¿Sin miedo a los submarinos?

—Con todo el miedo del mundo, pero no había elección. Ya sabes. Negocios.

Ella sonríe de nuevo, casi cómplice.

—Sí, ya sé… Negocios.

Inclina él la cabeza con deliberada sencillez, consciente de la mirada de la mujer. Los dos saben que la palabra negocios es una forma de resumir las cosas, aunque Mecha ignore hasta qué punto. En realidad, durante los años de guerra en Europa, la península ibérica fue para Max Costa un rentable territorio de caza. Con su pasaporte venezolano —gastó mucho dinero en adquirir esa nacionalidad, que lo ponía a salvo de casi todo—, aplicó su desenvoltura social en restaurantes, dancings, tés de media tarde con orquesta, bares americanos y cabarets, deportes de invierno, temporadas de verano, lugares de intensa vida social frecuentados por mujeres hermosas y hombres con carteras provistas. Para entonces, su aplomo profesional había llegado a refinarse hasta extremos exquisitos; y el resultado fue una racha de contundentes éxitos. Los tiempos del fracaso y la decadencia, los desastres que acabarían llevándolo al pozo oscuro, todavía estaban lejos. Aquella nueva España franquista daba de sí: varias operaciones lucrativas en Madrid y Sevilla, una elaborada estafa triangular entre Barcelona, Marsella y Tánger, una viuda muy rica en San Sebastián y un asunto de joyas en el casino de Estoril con remate apropiado en una villa de Sintra. En este último episodio —la mujer, no demasiado atractiva, era prima del pretendiente a la corona de España, don Juan de Borbón— Max había vuelto a bailar, y mucho. Incluidos el
Bolero
de Ravel y el
Tango de la Guardia Vieja
. Y debió de bailarlos endiabladamente bien; porque, una vez acabado todo, la víctima fue la primera en exculparlo ante la policía portuguesa. Imposible dudar de Max Costa, afirmó. De ese absoluto caballero.

—Sí —comenta Mecha pensativa, mirando otra vez la terraza de la que se han retirado los dos jóvenes—. Armando era diferente.

Max sabe que no habla de él. Que la mujer sigue pensando en esa España que mató a Armando de Troeye, donde ella no quiso regresar nunca. Aun así, siente cierto resquemor. Un rastro de antigua irritación hacia el hombre al que, en realidad, trató durante unos pocos días: a bordo del
Cap Polonio
y en Buenos Aires.

—Ya lo has dicho antes. Era culto, imaginativo y liberal… Aún recuerdo las marcas de golpes en tu carne.

Ella, que ha advertido el tono, lo observa con censura. Después vuelve el rostro hacia la bahía, en dirección al cono negruzco del Vesubio.

—Ha pasado mucho tiempo, Max… Es impropio de ti.

No responde. Se limita a mirarla. Entornados los párpados de la mujer por la claridad del sol, el gesto multiplica el número de pequeñas arrugas en torno a sus ojos.

—Me casé muy joven —añade Mecha—. Y él hizo que me asomase a pozos oscuros de mí misma.

—Te corrompió, en cierto modo.

Ella niega con la cabeza antes de responder a eso.

—No. Aunque puede que el matiz esté en lo de
en cierto modo
. Todo estaba ahí antes de conocerlo… Armando se limitó a ponerme un espejo delante. A guiarme por mis propios rincones oscuros. O tal vez ni siquiera eso. Quizá su papel se redujo a mostrármelos.

—Y tú lo hiciste conmigo.

—Te gustaba mirar, como a mí. Recuerda aquellos espejos de hotel.

—No. Me gustaba mirarte mientras mirabas.

Una risa súbita, sonora, parece rejuvenecer los ojos dorados de la mujer. Ella sigue vuelta en dirección a la bahía.

—No te dejaste, amigo mío… Nunca fuiste un chico de ésos. Al contrario. Tan limpio siempre, pese a tus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en tus mentiras y traiciones. Un buen soldado.

—Por Dios, Mecha. Eras…

—Ahora ya no importa lo que era —se ha vuelto hacia él, súbitamente seria—. Pero tú sigues siendo un embaucador. Y no me mires así. Conozco esa mirada demasiado bien. Mejor de lo que imaginas.

—Estoy diciendo la verdad —protesta Max—. Nunca creí que te importara en absoluto.

—¿Por eso te marchaste de aquella manera en Niza? ¿Sin esperar el resultado?… Dios mío. Estúpido como todos. Ése fue tu error.

Se ha echado atrás en el respaldo de su silla. Permanece así un momento, cual si buscara memoria exacta en las facciones envejecidas del hombre que tiene delante.

—Vivías en territorio enemigo —añade al fin—. En plena y continua guerra: sólo había que ver tus ojos. En tales situaciones, las mujeres advertimos que los hombres sois mortales y vais de paso, camino de un frente cualquiera. Y nos sentimos dispuestas a enamorarnos de vosotros un poquito más.

—Nunca me gustaron las guerras. Los tipos como yo suelen perderlas.

—Ahora ya da lo mismo —ella asiente con frialdad—. Pero me gusta que no hayas estropeado tu sonrisa de buen muchacho… Esa elegancia que mantienes como el último cuadro en Waterloo. Me recuerdas mucho al hombre que olvidé. Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre… ¿Tienes muchas certidumbres, Max?

—Pocas. Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren.

—Debe de ser eso. Es la duda la que mantiene joven a la gente. La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.

Ha vuelto a poner la mano sobre el mantel. La piel moteada de vida y años.

—Recuerdos, has dicho. Los hombres recuerdan y mueren.

—A mi edad, sí —confirma él—. Ya sólo eso.

—¿Qué hay de las dudas?

—Pocas. Sólo incertidumbres, que no es lo mismo.

—¿Y qué te recuerdo yo?

—A mujeres que olvidé.

Ella parece advertir su irritación, porque ladea un poco la cabeza, observándolo con curiosidad.

—Mientes —dice al fin.

—Demuéstralo.

—Lo haré… Te aseguro que lo haré. Dame sólo unos días.

Mojó los labios en el gin-fizz y observó al resto de los invitados. Habían llegado casi todos, y no superaban la veintena. Era una reunión de corbata negra: smoking los caballeros y espalda desnuda la mayor parte de las mujeres. Joyas escasas y discretas en casi todos los casos, conversaciones educadas que por lo común transcurrían en francés o español. Eran amigos y conocidos de Susana Ferriol. Había algunos refugiados a causa de la guerra, pero no del género que solían mostrar las imágenes de los noticiarios; el resto estaba compuesto por miembros de la clase internacional asentada de modo permanente en Niza y alrededores. Con aquella cena, la anfitriona presentaba a sus amistades locales al matrimonio Coll, una pareja de catalanes que había logrado salir de la zona roja. Por suerte para ellos, aparte de un piso en un edificio de Barcelona construido por Gaudí, una torre en Palamós y algunas fábricas y almacenes ahora gestionados por sus trabajadores, los Coll tenían en bancos europeos el dinero necesario para aguardar a que las cosas volviesen a ser lo que fueron. Minutos antes, Max había asistido a una animada conversación de la señora Coll —caderas anchas y ojos grandes, menuda y pizpireta—, en la que ésta contaba a varios invitados cómo ella y su marido habían dudado al principio entre Biarritz y Niza, decidiéndose por ésta a causa de las bondades del clima.

—La querida Suzi ha sido tan amable de buscarnos una villa para alquilar. Aquí mismo, en Boron… El Savoy estaba bien, pero no es igual. Una casa propia siempre es una casa propia… Además, con el Tren Azul tenemos París a un paso.

Dejó Max la copa vacía en una mesa, junto a uno de los grandes ventanales por los que podía verse el exterior de la casa iluminado: el camino de grava menuda y la rotonda con grandes plantas verdes ante la entrada principal, los automóviles alineados bajo las palmeras y los cipreses, relucientes a la luz de los faroles eléctricos, con los chóferes agrupando brasas de cigarrillos a un lado de la escalinata de piedra —Max había llegado en el Chrysler Imperial de la baronesa Schwarzenberg, que ahora estaba sentada en el salón contiguo charlando con un actor de cine brasileño—. Más allá de los árboles que poblaban el jardín, Niza se asomaba a la bahía en un arco iluminado en torno a la mancha oscura del mar, con la pequeña cuña reluciente de la Jetée-Promenade incrustada en ella como una joya.

—¿Otro cocktail, señor?

Negó con la cabeza, y mientras el camarero se alejaba dirigió una mirada en torno. Una pequeña jazz-band tocaba en el salón, recibiendo a los invitados entre el aroma de ramos de flores puestos en jarrones de vidrio azul y rojo. Faltaban veinte minutos para la cena. En el comedor, que podía verse a través de la puerta acristalada, había cubiertos para veintidós personas. Según la cartulina puesta en un atril a la entrada, al señor Costa le correspondía un lugar casi al extremo de la mesa. A fin de cuentas, allí su único aval era ser acompañante de la baronesa Schwarzenberg; y eso, socialmente, no suponía gran cosa. Al serle presentado, Susana Ferriol le había dedicado la sonrisa precisa y las palabras justas, propias de una anfitriona eficaz y consciente de sus obligaciones —qué placer tenerlo aquí, muchísimo gusto—, antes de hacerlo pasar, presentarle a algunos invitados, situarlo cerca de los camareros y olvidarlo por el momento. Susana Ferriol —Suzi para los íntimos— era una mujer morena y muy delgada, casi tan alta como Max, con unas facciones angulosas, duras, en las que destacaban unos intensos ojos negros. No vestía de noche de modo convencional: llevaba un elegante conjunto-pantalón blanco rayado de plata que favorecía su extrema delgadez, y sobre el que Max habría apostado uno de sus gemelos de nácar a que en algún lugar del forro interior llevaba cosida una etiqueta de Chanel. La hermana de Tomás Ferriol se movía entre sus amigos con una afectación lánguida y sofisticada de la que, sin duda, era consciente en exceso. Según había comentado la baronesa Schwarzenberg, recostada en el asiento trasero del automóvil mientras venían de camino, la elegancia podía adquirirse con dinero, educación, aplicación e inteligencia; pero llevarla con naturalidad plena, querido —el resplandor de los faros iluminaba su sonrisa maliciosa—, requería haber gateado de niño sobre alfombras orientales auténticas. Un par de generaciones, por lo menos. Y los Ferriol —el padre hizo su primer dinero durante la Gran Guerra como contrabandista de tabaco en Mallorca— sólo eran riquísimos desde hacía una.

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