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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (10 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Fue en un club de carretera, cerca de Barcelona, de vuelta de Polonia (por las naranjas). Nunca lo había hecho antes, y no por falta de ganas, sino por miedo a que Pilar lo descubriera, a que le contagiaran ladillas o algo peor (una enfermedad), a que le pusieran droga en la Coca-Cola (no bebía otra cosa), a que le robaran el dinero, la carga, el camión entero, pero esa vez, esa única y última vez, se armó de valor y entró en el Ipanema, más que nada porque iba vacío y porque había varios camiones y algún buen coche aparcado en la puerta y eso le dio tranquilidad. Paro, me tomo un refresco, veo cómo es y me voy, se dijo, pero cuando se le acercó una mulata que llevaba un vestido negro con los bordes fucsias que le dejaban los pechos prácticamente al aire, le dijo que se llamaba Lorelay (con i griega) y le preguntó si quería algo más, se sorprendió (sí, de verdad, se sorprendió) al oírse decir:

—Bueno…, sí…, esto…, quiero… —Carraspeó—. Esto…, sí, que me la chupes.

Y ella le contestó:

—Pero claaaaaaro, papito, por supuesto que te la chupo y cualquier cosa que se te ocurra. Lorelay no dice a nada que no. ¿No quieres nada más? Porque Lorelay lo hace todo, francés, griego… Y una amiga puede venir con nosotros. ¿No te gusta? Eso seguro que no te lo hace tu mujer… Pero Lorelay hace lo que quieras.

Paco, hombre de pocas aspiraciones, le dijo que no, que básicamente lo que quería era aquella mamada. Estuvo a punto de decirle que para él sería una novedad porque su mujer decía que eso (refiriéndose a su pene) le daba asco, que olía mal y le preguntaba si acaso era preciso hacerlo para consumar el matrimonio, pero le dio vergüenza y se mantuvo en silencio mientras Lorelay le llevaba a un cuarto frío y medio vacío (una cama, una mesilla, un lavabo). Una vez allí, le pidió que se quitara la ropa y que se lavara, le tumbó en la cama, se sentó junto a él y empezó a manosearle mientras le decía guarradas que no venían a cuento, porque estaba claro que a ella la polla de él le daba lo mismo, que no se moría de ganas de metérsela en todos los agujeros, que su leche caliente se la traía al pairo, que todos esos ayyyy, hummm, síííí, ohhhh, eran fingidos y bastante mal, por cierto. No había manera. Paco le retiró la mano y le pidió que, por favor, se limitara a hacer lo que le había pedido en la barra (más por deseo de que se callase que de lo otro), pero tampoco hubo forma. Lorelay, que seguro que se llamaba de otra manera, le puso un condón. Paco apenas se dio cuenta porque no hacía más que pensar joder, pero ¿qué estoy haciendo?, y la imagen de Pilar se le venía a la cabeza una y otra vez, con un gesto extraño que no sabía si definir como amenazante o apenado. Total, que no culminó. Lo recordaba así (no culminó), quizá para quitarle ridiculez al momento que continuaba de la siguiente manera: la prostituta le dijo como quieras, pero me tienes que pagar igual; entonces, sin saber por qué, a él le entró la imperiosa necesidad de amortizar su dinero, así que le dijo bueno, pues enséñame las tetas, y ella se bajó el vestido hasta la cintura y se las enseñó, grandes, turgentes, bien plantadas, morenas. ¿Qué?, ¿te gustan? Él dijo la verdad (que sí). ¿Quieres tocarlas? Él dijo la verdad (que sí). Pues venga, tócalas. Las tocó y las encontró suaves, aunque algo sudadas. Dejó la mano ahí, quieta, unos segundos hasta que ella se subió el vestido y le dijo hala, vístete, que tengo más clientes. Paco se fue malherido en su amor propio, avergonzado, arrepentido, derrotado, triste.

Hasta que le vio el pecho a Cleopatra no había vuelto a pensar en el cuerpo de una mujer, ni siquiera en el de Pilar. Bueno, en el de Pilar menos que en ninguno, porque ella no tenía más cuerpo que la boca y no es que la usara para nada sexual, sino para quejarse por todo lo humano y lo divino, especialmente si tenía que ver con él.

Paco creía (de verdad) que quizá no había sido sólo culpa de Pilar, que a lo mejor él había tenido algo que ver en el hecho incuestionable de que su vida amorosa fuese un desastre. ¿Y si había sido demasiado brusco? ¿Y si no había esperado lo suficiente para pedirle, por ejemplo, que cambiasen de postura? Quizá Pilar no estaba preparada para dejar el misionero cuando él lo sugirió, o tal vez él no era lo bastante cuidadoso con su higiene como para que ella quisiera acercarse ahí abajo, o puede que le avergonzase mostrarse desnuda delante de él o hablar de sus fantasías de vez en cuando (eres un cerdo, ¿cómo puedes imaginar algo así?). Sí. Seguramente ella habría sido más feliz si él hubiese sido de otra manera, más paciente, más convencional.

Si hubiese sido otro, si hubiese sido Fermín. Me cago en tus muertos, Fermín. Al principio, el exabrupto era por celos. Luego, por lástima de su vida. Me cago en tus muertos, ¿por qué no te la llevaste, cabrón?

¿Y él? ¿Habría sido él más feliz si Pilar hubiera sido distinta, si no hubiese sido Pilar? No lo sabía. O mejor dicho: no lo supo hasta que le vio el pecho a Cleopatra. Era redondo, pequeño, algo caído, y estaba rematado por un pezón grande, oscuro, rugoso, que, de repente, tuvo ganas de meter dentro de su boca. ¿Cuánto duró, ese momento? No lo sabe. Poco, porque acabó demasiado pronto. Mucho, porque tuvo tiempo de imaginarse acariciándolo con suavidad, recorriéndolo con la yema de los dedos, abarcándolo con la palma de su mano. Paco lo lamió, lo besó y lo mordisqueó mientras Cleopatra dejó caer la cabeza hacia atrás y enredó los dedos entre su pelo y luego buscó la boca de él para besarle, un beso largo, cálido, húmedo, lleno de promesas. Ay. Paco notó una repentina erección que le avergonzó. Soltó la mano de su hija. Se levantó. Fue hacia la ventana. Quiso abrirla, tirarse, terminar con todo en ese vergonzoso instante, pero de nada habría servido porque no estaba lo suficientemente alto como para matarse del golpe, así que tiene que conformarse con vivir con su indignidad, y con mirar de reojo la puerta del cuarto de baño cada vez que ella se ducha por si acaso tiene la inmensa suerte de que un día, cuando menos se lo espere, vuelva a quedarse entreabierta. No. Definitivamente, Paco no odia a Cleopatra.

María José no conoció el odio hasta que cumplió los quince años. O quizá no los había cumplido todavía. Pero era jueves, eso seguro, porque los jueves ponían en la tele «Norte y Sur», una serie que le gustaba cantidad, y se quedó sin ver el día en que Joaquín la besó en la boca y ella le odió con todas sus fuerzas. ¿Por qué le odió, si había pasado años (miles de años) soñando con la boca de Joaquín sobre la de ella? Pues precisamente por eso, porque lo había soñado y la realidad tuvo poco que ver con su sueño. En su fantasía, imaginaba que Joaquín la besaba porque la quería, porque se había dado cuenta de que sin ella no podía vivir, porque había comprendido que las demás no valían la pena y que era ella la única con la que quería estar, en ese momento y para siempre jamás. Pero la realidad fue tan diferente que no tuvo más remedio que odiarle. Un poco por todo lo que llevaba sufrido, un poco por lo que le quedaba por sufrir, un poco por el beso, un poco por la falta de cariño, un poco por lo de «Norte y Sur».

Su padre llamó a la puerta y la abrió muy despacio. ¿Puedo pasar? No. ¿Estás llorando? No. ¿No vas a ver esta noche «Norte y Sur»? No. Si me hubieras avisado, te lo habría puesto a grabar. Pero ¿cómo iba a decírselo, si ella no sabía que justo esa tarde Joaquín iba a darle un beso? Orry y Madeleine Fabray también se besaron en el único capítulo que se perdió de toda la serie. No se besaban mucho, porque el suyo era un amor imposible. El de ese episodio fue un beso largo, suave, dulce, tierno. Orry cerró los ojos (siempre lo hacía cuando la besaba) en un gesto que al mismo tiempo era de alegría (por el beso), de tristeza (porque el suyo era un amor imposible), de placer (por el beso) y de angustia (porque el suyo era un amor imposible). Madeleine también cerró los ojos (siempre lo hacía cuando le besaba), en un gesto parecido pero diferente porque ella se debatía entre el amor que sentía por Orry desde que le conoció y el sentimiento de culpa porque, aunque su marido era un ser despreciable, ella era una mujer casada. Pero María José no vio ese beso porque se encerró a llorar en su cuarto (tan hecha polvo, tan humillada, que no quiso ni ponerse al teléfono cuando la llamó Marga), así que sólo pudo pensar en otro, en otro beso, en el de ellos.

¿Cómo fue? Fue pegajoso, húmedo, rápido, mucho peor que los besos fríos que le devolvía la fuente del patio del colegio cuando ella bebía agua después de él. Olía a cerveza. Sabía a tabaco y un poco a vómito, y en su cabeza, después, le vino un sabor mucho peor, a derrota: a segundo plato, a te beso a ti porque no puedo besar a otra, a me da igual que seas mi amiga, a me da lo mismo que mañana no me acuerde de nada, a me importa un pito si te duele, a si tú me rechazas iré y besaré a esa que está ahí enfrente comiendo pipas (Marga), esa que nos mira con cara de pero qué fuerte, qué fuerte, es que no me lo puedo creer, ¿la ves?, pues a ésa.

Quiso cerrar los ojos, en parte para no ver lo que estaba pasando y en parte porque le parecía más romántico, pero sólo consiguió unos segundos de oscuridad e inconsciencia, porque la boca de Joaquín la devolvió a la realidad descortésmente. María José, que entonces no sabía que con el tiempo acabaría harta de los besos de Joaquín, y no sólo eso, sino que además los encontraría insípidos, pensó dos cosas: una, que no sabía qué hacer con su propia lengua porque la de Joaquín lo ocupaba todo, y dos, que aceptaba su boca como los mendigos aceptan las limosnas. María José, que entonces ignoraba que los besos de Joaquín nunca mejorarían y que años más tarde su madre también oiría a alguien dentro de su cabeza, oyó una voz que la animaba a dejar el melodrama y a disfrutar del momento, pero a ella le pareció que aquello era totalmente indisfrutable: Joaquín le sobó las tetas y le restregó el paquete por encima de la falda sin dirigirle la palabra ni una sola vez. No la había mirado, no le había hecho ninguna caricia en las mejillas, no la había abrazado. María José se preguntó qué vería cualquiera que los sorprendiese en ese momento, y la respuesta la espantó. Él parecía un perrito frotándose en un cojín (un almohadón más bien), y ella, una mojigata que no movía ni un músculo y, al mismo tiempo, una puta que se dejaba hacer todo aquello en un parque a la vista de todo el mundo. Como para no ponerse melodramática.

¿Cómo empezó todo? ¿Cómo llegaron hasta ahí? Empezar, empezar, empezó cuando subieron juntos en el ascensor y ella cayó loca de amor por él, pero el beso en concreto comenzó a gestarse esa misma tarde. Marga y ella habían quedado para estudiar, pero a Marga la física se le atragantó y convenció a María José para que bajasen al parque a tomar el aire y a comer pipas (venga, que es pronto). Allí se encontraron con Joaquín y unos amigos, que venían de hacer la típica competición adolescente de a ver quién bebe más cerveza, que la mayoría de las veces se solapaba con la de a ver quién mea más lejos. Cuando le vieron, Joaquín andaba cabizbajo porque no había ganado ninguna de las dos (aunque se había esforzado) y porque físicamente no podía levantar la cabeza, y María José se dispuso a hacer lo que mejor le salía cuando estaba con él (animarle, jalearle, aplaudirle, reírle las gracias, etcétera). ¿Seguro que no te han hecho trampa? ¿Seguro que no has bebido más, que no has meado más lejos?¿Seguro? Joaquín se reía con una risa floja y tonta, perdía el paso de vez en cuando y daba la sensación de estar a punto de echarse a llorar. Parecía triste, pero en realidad sólo estaba borracho.

—Dime qué puedo hacer para que te sientas mejor —dijo María José.

—Nada —contestó Joaquín.

—No, de verdad, dime qué puedo hacer. —Él hizo un gesto con la cabeza que equivalía a repetir nada, y María José insistió—: Hombre, no seas tan negativo, seguro que algo habrá…

Joaquín la miró fijamente (o eso intentó), levantó el dedo índice, la señaló con él, bajó el dedo índice, señaló hacia el suelo, volvió a mirarla fijamente (o eso intentó), acercó su cara a la de ella y la besó. Joaquín tenía entonces catorce años, se había cortado el pelo y le había cambiado la voz. Ya no le veía tanto como antes. Por desgracia (para ella), él seguía en el colegio mientras María José pasó al instituto. Menudo drama. No le gustaba, el instituto. No pegaba en él. En realidad, sentía que no pegaba en ningún sitio, pero en el colegio, al menos, todos estaban acostumbrados a verse las caras, y estaba Joaquín. El instituto, sin embargo, era un mundo nuevo, diferente, más amargo sin Joaquín para dulcificarlo. No le pasaban ni una.

El primer día que le tocó clase de gimnasia se le pegaron las sábanas (como siempre) y no pudo prepararse la bolsa de deportes. Da igual, le dijo a su madre, me voy con el chándal puesto y así gano tiempo. Sí. Tiempo ganó, porque entró en clase justo cuando el profesor de francés se disponía a cerrar la puerta, pero lo que más ganó ese día fueron miradas burlonas, gestos despectivos, bromas a sus espaldas. De reojo vio cómo sus compañeros se daban codazos unos a otros o se tapaban la nariz cuando ella pasaba, total, porque el olor a sudado se le quedó pegado a la camiseta el resto de la mañana. Pues no huele tanto, le dijo Marga, y eso que para evitar el desastre intentó convencerla para que hablase con la profesora de gimnasia, que se llamaba Alicia y que había sido gimnasta profesional antes de dedicarse a la enseñanza.

—Seguro que te deja que no des la clase si no puedes cambiarte de ropa.

—Pero es que sí llevo ropa.

—Ya. Me refiero a
otra
ropa.

María José no comprendía dónde estaba el problema, así que no habló con la ex gimnasta profesional y no le dijo a nadie que no tenía nada más que ponerse después de saltar el potro, hacer abdominales y correr el equivalente a dos kilómetros dando vueltas alrededor del patio. Se estuvieron burlando de ella hasta el día en que Rosa Nieto se olvidó de ponerse las bragas después de ducharse y tuvo que quedarse sentada toda la mañana porque cada vez que se movía de la silla le levantaban la falda para verle el culo. María José le agradeció a Rosa aquel olvido más de lo que nadie pudo imaginarse jamás, pero siguió sin encajar en el instituto. Casi todas eran guapas. La que no era guapa era lista. La que no era lista era graciosa. La que no era graciosa era rica. La que no era rica era guapa. Era un círculo vicioso que sólo se rompía con unas pocas que eran varias cosas a la vez (Marga, por ejemplo, no era rica pero sí era guapa, lista y graciosa, pero como era su amiga no se lo tenía en cuenta), y de remate, muchas de ellas se enrollaban con Joaquín cada fin de semana y lo comentaban sin reparos.

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