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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (4 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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—Pues lo mismo que tú, que te quejas de todo.

—Ya.

—Ya.

Y vuelta a la carga.

—Es que a mí me gustaría quedármelo.

—Pues mira que lo siento, Marga, porque me lo llevo yo y punto.

El mismo día que lo metió en casa se arrepintió de haber mantenido ese duelo con Marga, como si se disputaran el amor de María José en vez de un perro que lo primero que hizo al entrar fue mearse en la pata de la mesa y lo segundo buscar una cama debajo de la que esconderse. Mientras le perseguía por toda la casa Pilar le levantó el brazo para arrearle un guantazo, y el perro la miró con una mirada que por un momento le pareció humana, y ella bajó la mano hasta su hocico y, en lugar de pegarle, le acarició. Pobrecito, le dijo. Esa misma mirada fue la que le puso a María José cuando se lo encontró.

—Yo pensaba que lo había comprado, como es un dálmata.

Marga la sacó del error.

—Qué va a ser dálmata, es un chucho guapo, pero chucho al fin y al cabo.

Y entonces fue cuando le contó lo de la enésima pelea con Joaquín (él había tenido la cena de empresa de Navidad y no había llegado hasta el día siguiente, todavía borracho como una cuba), lo de la huida a la playa (buscando alguna huella de la felicidad), lo de que se sentó en la arena fría para llorar sin que nadie la viera (a María José le daba vergüenza llorar en público y ver llorar a los demás), y por fin lo de que se le acercó un cachorro moviendo el rabo y le lamió la cara y luego la mano y se quedó a su lado hasta que se levantó y la siguió al coche y la miró sentarse y encender el motor y lo de que, cuando le puso esa mirada, la humana, María José se bajó y lo metió en el asiento del acompañante y el perro no dejó de chupetearle las piernas en todo el trayecto, y entonces María José se echó a llorar con desespero (hacía tiempo que nadie le hacía una caricia).

—¿Así que se separaron por eso? ¿Porque Joaquín salía mucho y no le hacía caso? ¿Porque no era cariñoso con ella?

—No, sólo por eso, no.

—¿Por qué, entonces? María José siempre estuvo enamorada de él, desde que era una cría. Algo debió de pasarles.

—No siempre tiene que pasar algo, Pilar.

—Eso es lo que tú te crees.

—…

—¿Qué les pasó, Marga?

Marga la miró y miró a su amiga, y luego volvió a mirar a la madre de su amiga y le dijo que no, que no les había pasado nada en realidad. Pilar insistió en sus preguntas, que si hubo otra mujer, otro hombre, que si hubo juego, putas u otros vicios, mentiras, trampas, deudas, deslealtades, y la otra insistió en su mutismo, que no, Pilar, que no hubo nada. Pilar, a lo suyo: algo tuvo que haber. Marga al final perdió la paciencia y le contestó de mala manera: algo hubo, pero si no te lo dijo tu hija, no te lo voy a decir yo.

El resto de la tarde transcurrió en silencio. Bueno, eso es un decir. Pilar se mantuvo callada y Marga siguió con la perpetua conversación con la mano de María José entre las suyas. Tocaron sospechas. Sospechaba de los hijos (creía que Fernando había empezado a masturbarse porque había encontrado manchas en las sábanas y se sentía vieja de repente), del marido (había una compañera de trabajo de la que hablaba sin parar y ella estaba empezando a preguntarse si escondería algo detrás de tanta cháchara), de la asistenta (le había desaparecido un billete de cincuenta euros que tenía en el cajón de la entrada y no podía pensar que nadie de la casa se lo hubiera llevado), y de su jefe (temía que la empresa iba a reducir personal y veía en peligro su trabajo).

Después de cada confesión, se daba un instante de tregua (y se lo daba al resto de las personas que estaban en la habitación), se callaba y miraba a María José, como si esperase respuesta, y a continuación se respondía ella misma sobre los hijos (era normal que el crío tuviera curiosidad, todos lo hemos hecho), sobre el marido (tal vez sólo estaba impresionado), sobre la asistenta (seguramente ella misma había cogido el billete para pagar una faja que se compró de la teletienda que, por cierto, era una maravilla porque le reducía dos tallas, le levantaba el culo y no se marcaba en la ropa), y sobre su jefe (era obvio que no iban a quedarse con media plantilla). Pilar pasaba las hojas de las revistas con evidente mal humor. Resoplaba, farfullaba y se revolvía en el asiento, y de vez en cuando se levantaba y se acercaba a la cama para tocar la frente de su hija, o para tomarle el pulso justamente en la mano que Marga le tenía cogida, o para acariciarle ella también el brazo, como reivindicando la propiedad de María José.

Se hicieron las nueve. Llegó Cleopatra. Cleopatra es una cubana de treinta y un años que aparenta cuarenta y que pasa las noches en el hospital con María José. Habla poco, siempre huele a canela, tuvo un padre obsesionado por el mundo egipcio que bautizó a sus hijos con nombres de faraones (Ramsés, Amenhotep, Akenatón, Nefertiti, Amenofis, y ella misma, Cleopatra Pérez Rangel), y siempre parece a punto de echarse a llorar. Llegó Cleopatra, pues, y las dos recogieron sus cosas y se despidieron de María José; Pilar, con un roce de sus labios en la frente y un hasta mañana, hija, y Marga con un abrazo y una lluvia de besos sonoros en la cara. Bajaron juntas al aparcamiento, sin hablarse. Pilar, que se las daba de educada, le dijo un buenas noches que más que una despedida parecía un insulto (buenas noches, pedazo de guarra). Marga, que los miércoles por la noche no tenía capacidad para más sentimiento que el de la pena inmensa por la amiga que dejaba en el hospital, se volvió hacia ella, dio su brazo a torcer y le dijo: María José se separó porque la vida no había resultado ser como ella se había imaginado.

¿Y qué vida resulta ser como la que uno se imagina? Pilar, ese miércoles, no pudo dormir. La pregunta le martilleaba las sienes como un dolor de cabeza. ¿Quién tiene la vida que se había imaginado? Daba vueltas en la cama, inquieta, molesta, puede que triste, y se rozaba con el cuerpo de Paco como si el cuerpo de Paco, rechoncho, calvo y con pelos en la espalda, fuera la respuesta. No la mía, desde luego.

Paco roncaba, muy suavemente, muy poco, muy de vez en cuando, pero ella era inflexible y le daba codazos cada dos por tres, aunque no fuera preciso, y sin mucho aprecio le empujaba para que se girase hacia el otro lado. En la mesilla, había un
spray
repugnante que le obligaba a ponerse todas las noches cinco minutos antes de acostarse para que dejase de roncar. Él protestaba, porque el líquido sabía peor que olía, y porque las quejas de su mujer le hacían sospechar que no era todo lo efectivo que prometía la publicidad. Pues, si no me quita el ronquido, ¿para qué me lo sigo tomando? Te lo tomas y punto. Y Paco, que odiaba discutir y su matrimonio era la prueba evidente, seguía poniéndoselo noche tras noche sin imaginarse que, en realidad, para Pilar sólo era una excusa para mortificarle. Que se fastidie, pensaba. Peor me saben a mí todos los días a su lado. La culpa tampoco era de Paco. Es más, aquella noche, después de la confesión de Marga (la vida no había sido lo que ella esperaba), empezó a pensar en él de otra manera. No con ternura, porque eso habría sido demasiado pedir después de los casi cuarenta años que llevaban juntos, pero sí con algo de compasión, algo, no mucho, un poco nada más, lo suficiente para que se preguntara qué tal andarían sus cuentas con la vida. ¿Habría sido lo que imaginó que sería, cuando era joven, cuando se paseaba con ese MG rojo con asientos de piel negra que le compró su padre porque salió con vida después de una peritonitis aguda (si no te mueres, te compro el coche que quieras)? Seguramente, no. La vida de Paco estaba llena de promesas cuando la conoció (dinero, éxito, mujeres), y no se le había cumplido ninguna. Ella también le había hecho unas cuantas (prometo quererte, cuidarte, respetarte, serte fiel). El antirronquidos era la prueba de dónde habían ido a parar todas aquellas buenas intenciones.

Alguna vez se sentía mala persona. Se preguntaba qué motivo tenía ella para incordiar así a su marido, por qué le hacía comidas que no le gustaban, o le negaba el sexo cada vez que él le sugería hacer el amor hasta que consiguió que dejara de proponérselo, o estaba todos los días con cara avinagrada y de mal humor, o le hablaba con mal tono fuera cual fuese el pie que Paco le diera. Se preguntaba si no le valdría la pena separarse de él, empezar de nuevo. Qué va, qué va. La idea se le iba de la cabeza en un santiamén. Qué va. ¿Adónde voy yo sola, con treinta y ocho años? Entonces, al pensarlo por primera vez, le parecieron muchos, treinta y ocho, pero cuando a los treinta y ocho se le fueron sumando otros (cuarenta, cuarenta y seis, cincuenta, cincuenta y cuatro, sesenta y dos), lo que le pareció una idea absurda fue haberlos dejado pasar. No. No es verdad. La verdad es que no hizo falta que llegaran los sesenta y dos. De su error tomó conciencia la tarde que se le cumplió un sueño por segunda y última vez en su vida: encontrarse con Fermín.

Llevaba fantaseando con esa idea desde que él se marchó a Mallorca para buscar fortuna en el mundo de la hostelería, es decir, veinticuatro años con la misma matraca (Dios mío, por favor, por favor te lo pido, que al torcer a la derecha me dé de bruces con Fermín), sin que al ir a la derecha (o a la izquierda) estuviera el amor de su vida. Por costumbre, por pereza, tal vez por amor, mantuvo intacta esa letanía incluso cuando Fermín le dejó claro que él tampoco iba a cumplir ninguna de las promesas que le había hecho antes de marcharse (ganaré dinero, volveré, me casaré contigo, te querré toda la vida), y siguió después de la tarde que entró en La Belle a comprar algunos encargos de sus clientas, y en lugar de una dependienta le atendió un muchacho alto, moreno, de ojos oscuros y labios carnosos que no tenía absolutamente nada que ver con Fermín, sin duda mucho más bajo y mucho más rubio y mucho más feo, y que le despachó impasible mientras, a su lado, otro dependiente más mayor no hacía más que incomodarla con un torpe flirteo (¿vienes mucho por aquí?, estos potingues no serán para ti, porque tu belleza es natural, ¿qué haces después?, ¿no te gusta este chico tan bien plantado?). Pilar estuvo a punto de marcharse sin su compra hasta que supo que no eran empleados de La Belle, sino sus propietarios.

A partir de ese instante, Pilar, que ya entonces odiaba a los hombres aunque no lo sabía, se dejó querer por el dueño con caídas de ojos y sonrisas que parecían tímidas, y aceptó su oferta de que su hijo Paco la llevase a casa con el pretexto de que una señorita no debía cargar con tanto peso. En el coche, Paco le pidió perdón por el comportamiento de su padre, avergonzado. Le contó que había estado enfermo, que su padre había creído que se quedaba sin hijo y que por eso ahora trataba de encontrarle novia, para que recuperara el tiempo perdido. Dijo eso, se puso rojo como un tomate y ya no volvió a abrir la boca hasta que se despidió de ella, después de haberle dejado las cajas en el portal.

Al día siguiente, Pilar volvió a la tienda con la excusa de que había olvidado comprar un perfume para su madre, y como no encontró a Paco fue regresando a La Belle cada dos por tres, con el propósito de volver a verle.

¿Qué pretendía Pilar? Ahora ya no lo recuerda. Bueno, no es que no lo recuerde, es que no lo quiere recordar. Pero lo que quería era volver a ser feliz, volver a ilusionarse, que la quisieran, querer, olvidarse de que Fermín le había partido el corazón. Volveré, me casaré contigo, te querré toda la vida. No. Su vida no había resultado ser como ella había imaginado.

¿Y la de Paco? En la mesilla hay una foto de él con su hija en brazos. La abraza tanto, tan fuerte, que parece que se vaya a fundir con la pequeña. Paco lleva una camisa blanca y unos pantalones oscuros. Está guapo. No dejó de serlo, guapo, hasta hace unos años, cuando la amargura también dejó huella en su cara. Con el brazo izquierdo sujeta el culo de María José, y con el derecho la coge por la espalda. Ella tiene la carita pegada a la de su padre. Miran a la cámara, detrás de la cual debía de estar ella retratándolos. Sonríen. Le sonríen a ella.

¿Y la de Paco? Pilar se hizo muchas veces esa pregunta esa noche. La de Paco, tampoco, a menos que él hubiera imaginado una vida al lado de una mujer que no le amaba, que todas las noches soñaba dormida y despierta también con el hombre que la abandonó, que cada vez que iba a cambiar de calle rezaba en silencio, por favor te lo pido, Dios mío, que me encuentre con Fermín al volver esta esquina, hasta que la vida decidió tratarla mejor y se lo encontró.

Desde ese miércoles, Pilar intenta tratar mejor a Marga. No es que de pronto le caiga bien, o que se haya dado cuenta de que se ha pasado la vida siendo injusta con ella (como con casi todo el mundo). Es que quiere que le cuente más cosas sobre María José. Lo decidió mientras depilaba a una clienta que iba a su gabinete una vez al mes y siempre se hacía lo mismo (enteras, axilas, cejas y bigote), y no dejaba de parlotear mientras los pelos se le iban detrás de la banda de cera. Pilar ponía la misma cara a todas las clientas, ésa de pero qué cosas más interesantes me cuentas, y de vez en cuando decía claro, o sí, o no me digas, o vaya, hombre, pero tenía la cabeza en otro lado. Así urdió el plan de hacerse amiga de Marga, en su salón.

El salón de belleza de Pilar se llamaba así, «DePilar». Ella estaba orgullosísima de ese alarde de imaginación. Se le ocurrió a María José. Hasta entonces no había tenido ningún nombre. La gente decía voy a casa de Pilar desde que era soltera y vivía con sus padres y peinaba también a domicilio por cuatro perras. Cuando emigraron a Francia y se instalaron en un pueblecito (Panazol) tampoco se llamaba de ninguna manera. Seguía siendo lo de Pilar, donde Pilar, a casa de Pilar, porque sólo trabajaba con otras españolas, inmigrantes como ella. Cuando regresaron a España y dejó la peluquería por la estética, siguió con lo mismo (donde Pilar, a casa de Pilar). Hasta que María José se casó y le sugirió que hiciese una reforma en el piso y que utilizase su habitación como gabinete y el antiguo gabinete como sala de espera. Se dio de alta como autónoma (hasta entonces todo había sido en negro) porque de repente le apeteció ser empresaria, encargó un letrero que colgó en el balcón con el nombre que se inventó su hija e insertó publicidad en algunos periódicos. No llegaron clientas nuevas, pero aun así mantuvo la ilusión de que había dado un giro copernicano a su vida. Ahora se arrepiente. No por el dinero que invirtió, ni por la desilusión que sobrevino después, sino por haber desmontado el cuarto de la niña. Le gustaría tenerlo como estaba cuando se marchó, con esa cama de noventa que se le quedaba tan estrecha y ese escritorio juvenil que María José había querido conservar intacto, con pegatinas de cantantes sobre los restos de otras de dibujos animados, y estrofas de poemas y estribillos de canciones mezclados y escritos a boli en latín (
ubicumque eris tecum ero
), en valenciano (
no hi havia a València dos amants com nosaltres
), en castellano (
después de todo qué complicado es el amor breve y en cambio qué sencillo el largo amor
) y en francés (
et la mer efface sur le sable les pas des amants désunis
), aun después de dejar atrás a la adolescente que las escribió.

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