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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (5 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Nunca se había fijado. Lo ha leído después del accidente, porque María José se llevó el mueble cuando se casó, y también lo trasladó cuando se separó y lo colocó en una habitación que hacía las veces de cuarto de la plancha y de despacho donde guardaba los papeles de Hacienda, las facturas, los documentos médicos, todo ordenado dentro de carpetas transparentes que estaban dentro de archivadores de cartón con un rótulo en el lomo para saber lo que había dentro (piso, renta, divorcio, otras cosas, etcétera). Es por deformación profesional, como en la asesoría, decía María José.

Pilar tiene las llaves del piso, aunque nunca antes se había atrevido a usarlas. Desde el accidente, sin embargo, va de vez en cuando para comprobar que todo sigue en orden, para regar alguna planta, para retirar el correo y la publicidad del buzón. La mayoría de los papeles que llegan acaban en la bolsa de la basura. María José recibe poca cosa, sólo anuncios de tiendas de muebles, de pizzas a domicilio o de fontaneros que atienden urgencias. Guarda las cartas del banco (cada vez envían menos porque su hija, por desgracia, ya no usa la tarjeta) después de abrirlas para cerciorarse de que no hay ninguna notificación de embargo, por ejemplo. Eso se dice, pero en realidad las abre para saber qué hacía María José cuando estaba viva, en qué tiendas compraba ropa o zapatos, cuánto gastaba en el supermercado.

A ella no le contaba gran cosa. Nunca le fue con un problema, ni con una alegría. Quizá su boda. Sí. Su boda sí se la anunció contenta, casi emocionada. Mamá, papá, que me caso con Joaquín. Pasaba de largo de los treinta, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Paco se levantó del sofá y le dio un abrazo. Ella se quedó sentada porque le temblaban las piernas. Su María José, casada. Y con un hombre, además. Ese detalle era importante, porque durante mucho tiempo llegó a pensar que su hija era lesbiana porque nunca hablaba de chicos ni parecía salir con ninguno. No habría pasado nada, ojo, que a ella le daba lo mismo, con tal de que la niña fuera feliz. Lo que le preocupaba, lo que le dolía, era que no se lo contase. Pero de repente había un Joaquín. Y no un Joaquín cualquiera, sino uno que había sido vecino toda la vida. Paco la abrazó fuerte, muy fuerte, y le dijo enhorabuena, hija, enhorabuena, y ella hundió la cara en el pecho de su padre, y él añadió ¿lo ves, hija?, al final no ha tenido más remedio que darse cuenta, y ella le contestó, con una sonrisa, sí pero han pasado más de veinte años, y Paco le acarició el pelo y le dijo pero ahora ya está, ya no tienes que esperar más. Eso la fulminó. Paco lo sabía, y ella no. Paco, que estaba todo el tiempo como ausente, no sólo sabía que su hija no era lesbiana, sino que también estaba enterado de que había pasado media vida enamorada de un chaval que vivía tres pisos más arriba del suyo. Habría dicho algo, pero se calló porque le dio vergüenza pensar que ella había estado la mayor parte de esos años preparándose para el momento en que su hija se decidiese a presentarle a su novia.

Ahora ya sabe casi todas esas cosas que entonces no sabía. Sabe que María José se enamoró de Joaquín a los trece años, que sabía que ese amor era imposible porque Joaquín era el chico más guapo (el-chico-más-gua-po) del mundo, que le escribía poesías (pido, ruego y necesito un susurro, una mirada…), que se conformaba con ser su amiga, que renunciaba al amor de otros hombres, que estaba dispuesta a vivir siempre en casa de sus padres (aunque su madre era insoportable), al menos hasta que Joaquín se marchase de casa de los suyos, que se aficionó al fútbol porque Joaquín era delantero en el Don Bosco y así tenía algo de que hablar con él cuando coincidían en el ascensor, que adelgazaría (lo juro) porque le había oído decir que le gustaban las chicas delgadas, que barajó la idea del suicidio cuando le vio besándose con una chica pero que la descartó porque volvió a uno de los planteamientos iniciales (conformarse con ser su amiga), y porque la muerte le daba miedo y porque aún tenía muchos años por delante para conseguir que él se enamorase de ella.

Todo eso lo sabe Pilar porque una tarde encontró los diarios de su hija en uno de los cajones del escritorio y los leyó de cabo a rabo, con el estómago encogido, en parte porque sentía que estaba haciendo algo deshonesto y en parte porque las páginas en las que Joaquín no era el protagonista estaban dedicadas a ella, que era una histérica, una egoísta, una malpensada, una cotilla y, sobre todas las cosas, una amargada que no era capaz de ser feliz ni de hacer felices a los que estaban a su lado, o sea, a ella y a su padre, que era un tío cojonudo que si tuviera lo que tenía que tener se habría separado de su mujer hacía ya mil años por lo menos.

Esa tarde, Pilar se enfadó y luego se entristeció, y luego se enfadó otra vez y por último se puso a llorar. Se preguntó si esa niña de dieciséis años que se creía que sabía mucho de la vida no tendría algo de razón cuando escribía lo que escribía (no lo referente a Joaquín, sino lo que tenía que ver con ella), si no debería haber sido más tolerante y no haberle montado todas aquellas broncas que estaban en el diario, broncas absurdas, todas, todas por tonterías que no tenían la importancia que Pilar les dio, ahora es consciente. Qué más daba si María José no fregaba los platos nada más cenar, qué más daba si no le entraba en la cabeza que el gazpacho se llamaba gazpacho y no sopa fría, qué más daba si María José no se levantaba en cuanto sonaba el despertador, qué más daba si María José llegaba cinco minutos tarde sin avisar, qué más daba si quería un ordenador en su cuarto, si llamaba por teléfono a Marga en cuanto entraba en casa aunque acabara de estar la tarde entera con ella, si no le daba un beso cuando llegaba y otro cuando se marchaba, si era de izquierdas, si no le gustaban las acelgas, qué más daba todo. Pero así había sido, cada día una pelea, una riña, un enfado. Ahora era cuando lo veía claro, qué absurdo, ahora que ya no tenía remedio, ahora que todo era como una mala película de las que ponen en la tele los sábados por la tarde después de comer. Con el diario en la mano, lloró. Un poco. Pilar no sabe llorar de otra manera. Es su carácter. O es el carácter que se ha fabricado a lo largo de los años, sesenta y dos. Su madre también era así, reservada, sobria, estricta. ¿Se quejó alguna vez su madre? No. Su lema era: si nadie conoce tus sentimientos, no podrán hacerte daño. Ella nunca los conoció, sus sentimientos, ni cuando vivían en Orán, ni cuando sorprendió a su marido con otra, ni en el
Virgen de África
, que los llevó a Cartagena, lleno de mujeres y hombres que lloraban de miedo y de angustia porque lo habían perdido todo. En todo, ahí estaba su madre, agarrándole muy fuerte la mano, con la mirada hueca, como si no le importara. Eso había mamado ella, ese silencio, esa contención.

¿Es justo echarle la culpa ahora a su madre, como hacía María José en su diario? Tal vez no, pero es así. Pilar creció con esa frase como dogma de fe (que nadie conozca tus sentimientos), y la vida le había demostrado cuánta razón tenía su madre, porque sólo se los había enseñado a una persona en toda su magnitud (Fermín) y todavía lo estaba lamentando. Y a María José, al principio, también se los mostró, le enseñó su alegría, su felicidad, su amor. La distancia entre las dos también la consideró una evidencia de la razón que tenía su madre en guardárselos bien adentro. Así los tenía ella, encerrados y sólo se permitía llorar de vez en cuando, unas pocas lágrimas, casi siempre viendo una película, una mala noticia en televisión.

Cuando la llamaron para decirle su hija ha tenido un accidente, está ingresada en el Hospital General, y ella dijo ¿es grave?, y le contestaron ahora no podemos darle esa información, señora, es mejor que venga, no lloró. Fue a su gabinete de estética y se sentó en la silla donde las clientas dejaban plegada la ropa que no colgaban en el gancho que estaba tras la puerta, con dos pensamientos dándole vueltas en la cabeza a la velocidad de la luz (se ha muerto y no me lo quieren decir, no, no se ha muerto porque, si estuviera muerta, no tendría que ir al hospital, se ha muerto, no, no se ha muerto, se ha muerto, no, sí…), pero no lloró. No es que no tuviera ganas, es que tenía miedo a derramarse, a no poder parar, a desbordarse como un río, a perder la capacidad de reacción. Tenía tanto miedo que llamó a Paco para no enfrentarse sola a la situación. Él sí lloró. Lloró en el teléfono, lloró en el taxi (no se atrevió a conducir), lloró cuando el médico les explicó la situación (su hija está en coma, no sabemos si se recuperará). Pilar le envidió sus lágrimas aunque, fiel a sus principios, no se lo demostró.

El desprecio, sí. Le dijo deja de llorar, sé un hombre, éste no es el momento de llorar, y Paco, entre sollozos y palabras ininteligibles, le dijo pues si no es éste, ¿cuál va a ser?, y ella le respondió, lo más secamente que supo, ahora no, ahora tenemos que tirar para adelante, María José es fuerte y no se va a morir de ésta. No le consoló, y habría querido hacerlo, sólo que no supo cómo.

María José escribió varios diarios desde los doce hasta los diecisiete años. Su vida quedó detenida en una noche de noviembre en la que anotó: hoy en el instituto he tenido examen de química. Marga ha cortado con Enrique; mejor, así podré volver a salir con ella. Sé que suena egoísta y seguramente lo es, pero Marga es mi mejor amiga y Enrique es un gilipollas, así que me alegro por ella y por mí. Marga me ha dicho muchas veces que por qué no salgo con alguno de los amigos de los tíos con los que ella sale. No sé por qué me lo pregunta, si sabe de sobra la respuesta y todavía. Así terminan cinco años de citas regulares con su diario: y todavía. Fin del diario.

Pilar se pregunta qué pudo pasar esa noche. Probablemente, una llamada de Marga, o una película que empezaba, o ella, que le pedía que apagase la luz de una vez, quién sabe. Puede que nada, o puede que le diera pereza volver a escribir lo que había escrito tantas veces (y todavía no he perdido la esperanza de conseguir a Joaquín). A Pilar le da rabia no saberlo, haber tenido tan cerca a su hija y al mismo tiempo tan lejos. Se pregunta qué estaría haciendo ella mientras María José dejaba a medias esa página, y también las noches que decidió no escribir más. Ese pensamiento también le da ganas de llorar porque le hace evidente que, cuando su hija se muera, hará ya mucho tiempo que ella la había perdido.

Así que decide recuperarla, y uno de los miércoles que Marga va a ver a María José le propone que vayan juntas al piso la mañana que ella quiera. Puedo llevar a Jim, así le ves y compruebas que le trato bien. Pilar sonríe mientras dice esas palabras y la sonrisa le dulcifica la mirada. A Marga la oferta y la sonrisa la cogen por sorpresa y dice que sí, que el viernes podrían quedar después de que ella lleve a los niños al colegio. Quedan. Nada más entrar, Marga se echa a llorar. Perdona, Pilar, siento mucho ponerme así, ya sé que para ti debe de ser infinitamente peor que para mí. Pilar le pone la mano en el hombro y le dice que no pasa nada, que ella también lloró cuando entró en la casa, al sacar del lavavajillas la taza del desayuno y el plato y los cubiertos de la cena de la noche anterior y lavarlos para que no cogieran olor, porque pensó en esos gestos cotidianos, cenar, desayunar, meter los cacharros en la máquina, cerrar la puerta, que su hija había hecho sin saber que sería la última vez en mucho tiempo. En mucho tiempo, repite Marga, y parece que vaya a echarse a llorar otra vez. Pilar guarda silencio.

Marga deja el bolso encima del sofá. Es blanco, el sofá. El bolso de Marga, de colores, está a punto de caerse varias veces mientras ella juguetea con
Jim
. El perro le lame las manos y la cara, la llena de babas y después se va, de cuarto en cuarto, olisqueándolo todo. Acaba pronto, porque la casa es pequeña. María José alquiló el piso cuando se separó. Tiene dos habitaciones, una de matrimonio y otra más pequeña que quiso usar como despacho y que acabó bautizando como la habitación de Diógenes, porque a ella iban a parar todos los trastos que acumuló en los pocos meses que vivió allí, amontonados pero ordenados; la cocina es estrecha y alargada, el salón es amplio, pero el baño no tiene luz natural. Los muebles iban con la casa; son pocos y funcionales, seguramente de esas tiendas suecas en las que te lo tienes que montar todo tú mismo y que a Pilar la horrorizan porque no tiene ni idea de bricolaje y porque ni siquiera sabe pronunciar bien su nombre. Ikei, dice. María José se reía al oírla.

En la cocina, el perro se acerca a la esquina en la que María José le dejaba los cuencos con el agua y la comida, y en la galería pega la nariz al suelo más todavía, buscando seguramente su manta. Pilar la tiró y le compró una nueva que está en su casa y en la que el perro no ha querido dormir ni una sola noche. Prefiere echarse en el piso, aunque alguna vez, cuando ella se levanta para ir al baño lo sorprende bajándose del sofá. Se lo cuenta a Marga y ella se ríe. Los ojos se le vuelven a llenar de lágrimas.

—María José era una gran mujer que no tuvo suerte en la vida —lo dice así, de repente.

Pilar quiere decirle ya lo sé, pero no puede, porque no lo sabe. Se sienta en el sofá. Más que sentarse, se deja caer como un fardo. Se tapa la cara con las dos manos. Es lo único que se le ocurre hacer para parecer una digna hija de su madre, para que nadie conozca sus sentimientos, para que Marga no la vea llorar.

María José era una gran mujer que no tuvo suerte en la vida. Le había pasado siempre, desde pequeña (la bronconeumonía y demás), pero el remate de tanta mala fortuna le sobrevino la primera vez que subió en el ascensor con su vecino y el niño le preguntó a qué piso vas, como si no lo supiera, y ella, muerta de vergüenza, le contestó al quinto y era mentira.

María José vivía en el primero, pero le fatigaba subir la escalera. Su madre se lo tenía prohibido, subir en el ascensor. Así haces ejercicio, le decía, y añadía con sorna que falta te hace, hija mía, pero María José no le hacía caso. Algún día vas a tener un disgusto, le anunciaba. Ella lo advertía pensando en una avería, y no al tipo de disgusto que se llevó María José cuando el vecino la miró de aquella manera, con esa extraña mezcla de lástima y burla, como si comprendiera que no subía por la escalera porque pesaba demasiado y no pudiera evitar que esa extravagancia de su vecina la gorda le hiciera gracia. María José, cabizbaja, hizo ademán de salir de allí; apoyó la mano en la puerta, para abrirla, pero el chico la detuvo quién sabe por qué. No te vayas, no te vayas, no pasa nada porque subas al quinto, le dijo. María José se colocó en un rincón, lo más lejos que pudo de él, teniendo en cuenta que en el ascensor cabían cuatro personas más o menos flacas, y mantuvo la boca cerrada hasta que llegaron a su destino. Adiós, le dijo él. Ella trató de sonreírle, pero le salió una mueca absurda. Al cerrarse la puerta, supuso que él había apretado el botón del cuarto, que era el suyo, y lo imaginó riéndose de ella ahora que se había quedado solo. Por imaginarle, lo imaginó contándoselo a sus amigos, jajaja, no os figuráis la última de la foca del primero, y, derrotada, empezó a bajar a pie los cuatro pisos que la separaban de su casa, de su dormitorio, de su refugio, de su teléfono para llamar a Marga y defenderse del ataque, tía, lo que me ha pasado, qué vergüenza, el capullo de mi vecino, no sabes lo que me ha hecho…

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