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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (6 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Pero ¿qué era lo que le había hecho? Ser tan guapo, eso lo primero. De repente, tan guapo que se parecía a Luis Miguel y todo. Ay. Y dejar de ser ese crío idiota que se pasaba el día jugando a paralizar a la gente que pasaba por la calle con un aparato ultrasónico fabricado con piezas de su Lego, zas, paralizado, no puedes moverte, que no te puedes mover, he dicho. Y ser tan rubio, y tener el pelo así, ni liso ni rizado, y los ojos tan grandes, tan verdes, y los labios, el de arriba fino y el de abajo más gordo, con esa pelusa que anunciaba el bigote encima de la boca. Y las manos, qué grandes. Y el silencio, qué oportuno. Eso le había hecho, callarse. No burlarse de ella en su cara. Fingir que no pasaba nada porque no le diera la gana de subir a pata veinticuatro escalones. Es que no pasa nada, le dijo Marga cuando se lo contó. Es que no tiene nada de malo, ni es tan raro, ni estás tan gorda. Después de un cuarto de hora hablando tuvieron que colgar porque la madre de María José entró en la salita para decirle voy a cortar el teléfono, te lo juro por Dios, y a ella no le dio tiempo a contarle a su amiga que le parecía que se había enamorado de él.

Era sólo una suposición, pero cuando volvió a verle al día siguiente en el patio del colegio, se dio cuenta de que estaba en lo cierto. A ver. Ella no se había enamorado nunca, pero tenía mucho estudiado sobre ese tema (y sobre cualquiera, en general, porque le encantaba leer y se pasaba todas las tardes con un libro entre las manos y comiendo galletas de chocolate). Los síntomas, en la teoría, eran: estar todo el tiempo pensando en la persona amada, notar un pellizco en el estómago al verla, tener problemas de concentración para cualquier otra cosa (el trabajo o los estudios, según la edad de los protagonistas), perder las ganas de comer, pasarse las horas escuchando baladas de amor, tramar maneras de encontrarse con él/ella y luego no saber qué decirle, quedarse mudo y/o decir tonterías, sudar, temblar, sentirse estúpido. La lista era interminable, pero ella cumplía todos los requisitos excepto lo del hambre, porque a ella el amor le había dado por zampar como una loca y los primeros meses engordó tanto que su madre dejó de tener en la despensa galletas, dulces y bollería industrial.

Mientras tanto, sus progresos eran lentos pero firmes. Le espiaba en el patio a la hora del almuerzo y procuraba ir a la fuente a beber agua al mismo tiempo que él, y así se sonreían o se decían hola, o la rozaba al dejar el grifo, o ella fantaseaba con la idea de que le besaba al poner sus labios en el mismo lugar en el que él acababa de colocar su boca; al salir de clase se iba corriendo a casa y se agazapaba en el patio hasta la hora en la que él solía llegar, y entonces fingía que estaba sacando cartas del buzón, o que se estaba anudando un cordón de la zapatilla. A veces, subía por la escalera. Otras, se atrevía a meterse con él en el ascensor, pero ahora ya se bajaba en el primer piso.

De cuando en cuando, hablaban. Ella dio el primer paso para eso, cuando le preguntó por el partido del domingo (para entonces, podría haber hecho un dossier completo sobre él). Concretamente, le dijo ¿cuántos goles metiste ayer, Joaquín? Era una pregunta retórica, porque sabía de sobra la respuesta (dos), pero también sabía el efecto que causaría en él, es decir, la satisfacción de compartir espacio con una fan. Joaquín se puso a hablar por los codos, que si el árbitro, que si los defensas, que si el entrenador, que si el portero. Siguió hablando con ella aunque el ascensor llegó a su piso (el primero) en tres segundos, pero mantuvo abierta la puerta con su pie mientras ella le escuchaba embelesada en el rellano, hasta que un vecino desalmado empezó a golpear la puerta desde abajo al grito de pero ¿qué coño pasa con el ascensor?, ¿baja o qué? Desde entonces hablaban, sobre todo si era lunes. Ella se aprendió las alineaciones de los equipos que le gustaban, los nombres de los entrenadores y las medias de juego de los jugadores. Se tiraba todo el domingo con un transistor pegado a la oreja, escuchando la SER, dando respingos cada vez que marcaban un gol en algún campo de fútbol y el locutor parecía enloquecer. Su madre lo tomó como una más de sus manías. Ahora le ha dado por el fútbol, protestaba. Su padre se dio cuenta de lo que pasaba. Esta niña se nos ha enamorado. ¿Y qué sabrás tú del amor?, le dijo Pilar. Antes sabía, refunfuñó él.

El padre tenía razón. María José se había enamorado. Tanto. Parecía mentira que un amor tan grande pudiese caber dentro de una sola persona. Debo de tener un corazón tan enorme como mi culo, le decía a Marga. Lo que debes de ser es idiota, le contestaba su amiga, que no había leído tanto como María José sobre el tema en concreto pero que intuía que a esa pareja le faltaba uno de los requisitos fundamentales: que el otro sintiera más o menos lo mismo. Para Marga, Joaquín tenía todos los defectos del mundo: era más joven que María José, era más bruto que María José, sacaba peores notas que María José y era infinitamente más guapo que María José, lo que suponía el mayor problema de todos. En su opinión, la relación que soñaba su amiga nunca sería realidad y, si lo fuera, el sueño se volvería pesadilla porque la pobre María José se pasaría el día temiendo que viniese otra y se lo robase. En otras palabras, tal como decía su hermana mayor, siempre que veía una pareja en la que él era mucho más guapo que ella, sería como tener el coche de James Bond aparcado en la calle de un barrio marginal.

—No te ofendas —le dijo un día—, pero Joaquín nunca se va a fijar en ti.

—Ya, yo también lo creo… Si fuera más guapa…

—No, no es por eso. Es sólo que él es futbolista.

—¿Y qué tiene eso que ver?

—¿Tú no has visto con qué tipo de mujeres se casan los futbolistas?

—Pero entonces sí que es porque no soy suficientemente guapa.

—Noooooooo. No es por eso, que no te enteras, tía. No es porque seas guapa o fea. Tú eres normal, del montón. El problema es que eres lista. Tú vas a estudiar una carrera, y ganarás cantidad de dinero, y tendrás mogollón de éxito por tu inteligencia.

María José guardó silencio. Un instante.

—Bueno, de todas formas a mí eso no me importa. Yo le quiero, ¿sabes? Y me da igual lo que él sienta por mí.

—Pero las cosas no son así. Tienes que querer a alguien que también te quiera.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Pues porque, si no, no serás feliz. Eso sale en cualquier novela, hija.

—¡Porque tú lo digas! Las novelas están llenas de amores imposibles, y la vida real también. Hay cantidad de personas que no consiguen casarse con el amor de su vida y tienen que irse con el primero que pasa —dijo María José, sin saber que tenía una de esas parejas en su misma casa—. Yo sé que Joaquín no me va a querer nunca, pero a mí me da lo mismo. Le quiero y ya está.

Marga, que no podía ni imaginar que en aquella discusión era María José la que estaba en lo cierto y que al cabo de los años conseguiría el amor de Joaquín, sentenció:

—Algún día se te pasará.

Pero no. No sólo no se le pasaba, sino que cada día ese amor infantil iba en aumento. María José era la reencarnación de Juana la Loca y, en efecto, perdió la cabeza por Joaquín. En las vacaciones de Navidad, el turrón se le atragantó porque llegó con las notas: cinco suspensos. Su madre puso el grito en el cielo, ¿en qué estás pensando?, esto no puede seguir así, vamos a tomar medidas drásticas, los estudios son tu futuro, no te lo voy a consentir. El padre se reafirmó en su idea (la niña está enamorada), y aunque trató de mirarla con cariño a través de la bronca de su madre e intentó mediar con un débil tengamos la fiesta en paz, aún le queda medio curso por delante para remontar, no quiso enfrentarse a la ira de su mujer, primero porque la temía, y segundo porque en realidad Pilar tenía razón y si pinchaba en octavo no quería ni pensar lo que pasaría cuando llegase al instituto.

Verla así, callada, culpable, avergonzada y de remate enamorada, le hizo sentir una ternura inmensa hacia su hija, igual que cuando tenía siete meses y cogió una faringitis terrible que la tuvo dos noches con cuarenta de fiebre. Pilar y él se turnaban para consolarla y para dormir, y hubo un momento en el que él la tenía en los brazos y ella le miró con esos profundos ojos negros, como diciéndole venga, papá, confío en ti, me pongo en tus manos, bájame esta fiebre de una vez, y él creyó que iba a reventar de amor por ese trozo de carne. También le trajo otros recuerdos. Las piernas de Pilar, tan bien depiladas, sobre la tapicería de su MG, o la risa de Pilar cuando iban a tomar mejillones y a beber sifón a ese bar que estaba en el barrio del Carmen y que se llamaba como ella, o el silencio cómplice de Pilar cuando él se acercó a besarla por primera vez, muerto de miedo por si le rechazaba, la primera vez que hicieron el amor, unos meses antes de la fecha de la boda, ese cuerpo desnudo que él creyó que le esperaba avergonzado, aunque con el tiempo se dio cuenta de que confundió el pudor con el fastidio. El amor de Pilar duró bien poco. Él también se había enamorado, hacía mil años, cuando él era otro hombre y ella era otra mujer y la vida era otra vida.

Paco no solía rezar, aunque cuando María José era pequeña se acercaba a su cuna y juntaba las manos y tuteaba a Dios para decirle por favor te lo pido, que nunca le pase nada a mi hija que yo no sea capaz de evitarle, y si le pasa, que no sea nada que yo no pueda consolar. Así que, si de verdad estaba enamorada, sí podía ayudarla, porque él sabía de amor. Y si le salía mal, le sería más útil todavía, porque en el desamor tenía mucha más experiencia.

Pilar se pasó todas las Navidades refunfuñando, sin perdonarle ni la cena de Nochebuena, y le demostraba su enfado entre gamba y gamba, con unas miradas heladas que María José trataba de encajar sin echarse a llorar. Antes de que terminasen las vacaciones se había recorrido medio barrio buscando una profesora, una buena chica que ya fuera al instituto y que hubiera sacado unas notas decentes, que le diera clases particulares a un módico precio, pero tanto esfuerzo fue en vano porque María José recuperó enseguida el gusto por los estudios, para regocijo de Pilar. En el primer partido del año, un defensa quiso parar a Joaquín, que subía por la banda izquierda dispuesto a servirle en bandeja un gol a Pérez, el delantero que estaba mejor situado, y consiguió su objetivo porque le partió la rodilla y le quebró la rótula. Pobre Joaquín, decía todo el mundo, aquí se acaba su carrera como futbolista. María José coreaba la cantinela (pobre Joaquín), pero en su interior estaba encantada de la vida, no porque su amor no acabase jugando en la selección (aunque, en el fondo, temía que Marga tuviera razón con lo de las mujeres de los futbolistas), sino porque la lesión le tendría un par de meses sin salir de casa, es decir, en su reino.

Subió a visitarle a los cuatro días, un tiempo que a ella le pareció eterno pero que era el justo, según Marga, para que no pareciera desesperada por verle. Se puso un suéter de lana blanco y azul que le había regalado su abuela por Reyes; lo había tejido ella misma, con los calentadores a juego, y aunque el conjunto (jersey, vaqueros y calentadores) le hacía un poco tapón, se lo puso de todas formas para demostrarle que estaba a la moda, que se ponía lo que le daba la gana y que a ella el físico le importaba un pimiento. Joaquín ni se dio cuenta. Parecía más niño que nunca, con un pijama de
Spiderman
y unas zapatillas en forma de perro, con sus orejas y todo. Estaba triste, desencantado, hastiado de la vida que le esperaba desde ese momento porque estaba claro que su futuro como futbolista había llegado a su fin.

—Si no soy futbolista, no quiero ser nada.

—¿No hay nada más que te gustaría ser?

—…

—¿Nada? Algo habrá. Yo, por ejemplo, desde siempre he querido ser azafata, pero por si acaso no podía también me gustaba ser veterinaria. Y fíjate, que ahora lo que más me apetece es lo de los animales.

—Yo no, yo sólo he querido ser futbolista.

—Siempre puedes ser entrenador.

—Futbolista o nada, así que no seré nada.

—No te lo tomes así, hombre —le dijo María José—. A los doce años no se le acaba la vida a nadie.

Al decirlo, a los doce años, se dio cuenta de que en realidad Joaquín no era más que un niño. Le dio vergüenza quererle como le quería, y en el fondo de su año de ventaja se preguntó si no estaría enamorada de la idea del amor, o algo parecido (seguramente, no fueron ésas las palabras, aunque sí fue así como ella lo recordaría años después), pero de todas formas salió de aquella visita con dos victorias: la primera, se comprometió a llevarle la lista de tareas todas las tardes, a darle clases de repaso, y a estar con él otra hora mientras él hacía los deberes y ella hacía los suyos. Para eso, tuvo que convencer a su madre de que aprobaría todos los exámenes, y Pilar, que no había encontrado profesora particular, cedió. Al salir de la casa entró en la cocina con el pretexto de beber agua y desde allí se coló en la galería, donde estaba el tendedero. Desde entonces, todas las noches, antes de dormir, sacaba de debajo del colchón el segundo premio de aquella tarde. Oficialmente se había llevado una camiseta, que fue lo que le enseñó a Marga, pero con lo que ella dormía apretado contra su pecho eran unos calzoncillos de Joaquín que robó de las cuerdas tan atemorizada por si la sorprendían que ni se entretuvo en quitarles las pinzas. Eso ni Marga lo habría resistido.

María José cumplió su parte del trato. Todas las tardes, subía a casa de Joaquín con los ejercicios que tenía que entregar al día siguiente y con los temas que debía estudiar que le habían dado los profesores de Joaquín. Se quedaba allí hasta que su suegra entraba y le decía no es hora de que vuelvas a casa, y ella captaba la indirecta y se marchaba. Al principio, sólo hablaban de las clases, de las matemáticas, de la geografía o de la lengua pero, poco a poco, la relación fue avanzando hacia otros temas. Tampoco nada del otro jueves, los amigos, los juegos, las películas, los tebeos, los libros que había leído María José el año anterior y que le recomendaba a Joaquín sin que él le hiciera mucho caso. Cuando él terminó su convalecencia, los pelos de su bigote se habían hecho más oscuros, la voz se le había vuelto ligerísimamente más grave y estaba empezando a valorar la posibilidad de que su vida de adulto no fuera a convertirse en una auténtica mierda porque María José le había sacado de la biblioteca pública una enciclopedia de profesiones en las que estaban descritos todos los trabajos del mundo. Por orden alfabético, le gustaban: aviador, botánico, conductor (de trenes, barcos, aviones, motos, coches, camiones, etc.), dentista (ya que no podía ser defensa de fútbol), encofrador, funámbulo (ya que no podía ser futbolista), gasolinero, historiador, inventor, jardinero (ya que no podía ser jugador de fútbol), lijador, marinero, navegante (que era lo mismo que marinero, ya lo sabía), oficial (de cualquier tipo de ejército), peluquero canino, quesero (le encantaba el queso), ratero, soldado (a poder ser, prefería ser oficial), torero, ufólogo (si conseguía demostrar que había vida extraterrestre sería infinitamente mejor que ser delantero de la selección), veterinario (como a María José), zoólogo. Algunas eran inalcanzables, ya lo sabía, pero le gustaban de todas formas. María José se sentía feliz de verle feliz. Fue su cumpleaños, trece. Ella le regaló un barco dentro de una botella.

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