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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (7 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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—Por si te decides por la marina —le dijo.

Él le dio un beso rápido y tímido en la mejilla.

—Eres una buena amiga —le contestó, y la miró como si fuera a revelarle su secreto más profundo. A María José se le encogió el corazón, y la miró como si fuera a revelarle su secreto más profundo—. Ojalá fueras un chico…

—¿Un chico?

—Sí…, así iríamos juntos a todos los sitios, y yo te contaría quién es la chica que me gusta y todo eso.

—Pero ahora no te gusta ninguna, ¿no?

—No, ahora no, pero me ha dicho Manolo que dentro de poco empezarán a gustarme.

El tal Manolo tenía razón: poco después, Joaquín andaba loco detrás de cualquier chica, excepto de María José. Tampoco es que tuviera que perseguirlas, porque María José había tenido buen ojo y Joaquín se convirtió en el niño más popular de todo el colegio. Natural. Era el más guapo de todos con diferencia. Eso lo veía María José, lo veía Marga y lo veía Vanesa y lo veía Paola y lo veía Íngrid y lo veía Marta y…, vamos, que lo veía todo el mundo, y Joaquín no desaprovechaba la oportunidad. En unos meses, dejó atrás al niño que había sido cuando María José se enamoró en el ascensor antes que nadie. Empezó a fumar para hacerse el mayor, y por el mismo motivo, a beber litronas los fines de semana y a pasearse con la chavala de turno pasándole el brazo por el hombro.

—Pero si acabas de cumplir tienes trece años —se quejaba María José.

—Ya te decía que deberías ser un chico…, entonces me comprenderías.

María José, que no era chico, no sólo no le comprendía, sino que no era capaz de concebir cómo iba con todas esas guarras si ni siquiera le gustaban, por qué se emborrachaba si hasta entonces había sido un deportista, y cómo era que fumaba si su padre se había muerto de cáncer de pulmón. Pero hizo de tripas corazón y prefirió no decirle nada de eso, ser lo más parecida a un hombre que pudiera para mantenerse cerca de su amor, aunque eso la convirtiera en la heroína de cualquier novelucha de tres al cuarto, de esas que aman al vecino durante años en silencio y a escondidas y al final se lo llevan al altar o, en su defecto, a la cama. A María José, que era una gran mujer con mala suerte en la vida, le quedaba mucha vida, desgraciada y triste, por delante para llegar a cualquiera de esos dos momentos.

Pilar recuerda lo que le cuenta Marga. No todo. No con el detalle que le gustaría, porque lo que le gustaría es verlo de nuevo, ahora que sería capaz, y no como entonces, que todo pasaba delante de sus ojos de amargada (María José tenía razón) sin que se diera ni cuenta. Pero lo recuerda. Recuerda a su hija empecinada en darle clases particulares al vecino de arriba, se recuerda a sí misma despreciándola, tú, pero ¿de qué vas a dar clases, si no me has aprobado nada? Recuerda también las largas tardes de cuchicheos con Marga, encerradas las dos en su habitación, y los infructuosos esfuerzos de María José por perder peso. Era capaz de pasarse tres días haciendo la dieta de la piña y luego lloraba a moco tendido en la cocina porque al llegar el cuarto no había podido resistir la tentación de zamparse un bocadillo de pan con chocolate y lo mandaba todo a la porra, la dieta, los kilos, el amor propio.

—Pero ¿por qué quieres adelgazar? —le preguntó una vez, fingiendo ser una mezcla entre Elena Francis y una amiga, dos papeles que no le iban en absoluto.

—Pues porque estoy como un tonel, ¿por qué va a ser?

Ese día, extrañamente, Pilar estaba de buen humor y no se dejó amilanar por el mal tono de su hija.

—No te pongas a la defensiva… Te lo pregunto porque, si sabes por qué quieres hacer algo, lo que sea, si lo tienes claro, es más sencillo que puedas conseguir tu objetivo.

María José la miró con indiferencia. Entonces ignoró su mirada y continuó hablando (tienes que hacerlo por ti misma y no porque en clase se metan contigo, bla-bla-bla). Hoy no sería capaz de hacerlo. Hoy se callaría. Es más, hoy cogería el chocolate del armario azul y blanco de formica de la cocina y haría un par de bocadillos más, uno para ella y otro para su hija, y bromearía sobre sus michelines y le confesaría que ella estuvo hecha una vaca hasta los diecinueve años, que recuerda perfectamente la edad porque estaba enamorada como una burra (lo mío era el mundo animal, le diría, para arrancarle una sonrisa de los labios enfurruñados) de un chico que estaba loco por ella y por sus curvas, y que se quedó flaca cuando él dejó de quererla, o quizá la siguió queriendo, quién sabe, pero el caso es que la dejó por otra, el muy cobarde, el muy hijo de mala madre, María José, me dejó por otra, y le diría que lo único bueno que le trajo ese abandono fue, que de haber seguido con él, habría tenido otros hijos que no hubieran sido ella, que ella es lo mejor que le ha pasado en la vida, que desde entonces ha estado delgada porque el abandono de aquél chico, Fermín se llamaba, le dañó para siempre jamás dos órganos fundamentales de su organismo, el corazón y el estómago. Uno se lo rompió en mil pedazos y el otro se lo dejó cerrado, inútil para reconocer más sabor que el de la bilis, que era lo que llevaba tragando desde entonces, bilis pura y dura, amarga y dolorosa. Ya ves, hija, le diría, incapaz de amar y de saborear lo bueno de la vida, que al fin y al cabo es lo mismo.

Le diría eso. Se lo diría. Sí, lo haría, se lo dice varias veces (lo haría, lo haría, lo haría si pudiera), y entonces es cuando oye una vocecita dentro de su cabeza que le dice pero ¿y por qué no?, y ¿por qué no decírselo ahora? Pilar piensa que está perdiendo el juicio, pero la voz no desaparece ninguna de las tardes que va a hacerle compañía a su hija, e incluso le habla en latín (quid pro quo, le dice la voz, y luego le hace una traducción libre: tú has leído su diario y ella debería saber de ti), y Pilar piensa que esa voz debe de ser real, que no es suya porque ella, que habla francés porque al fin y al cabo cuando nació era francesa, de latín no tiene ni repajolera idea, así que no le queda más remedio que aceptarla, que escucharla, y una tarde acerca la silla a María José, y mira de reojo al hijo de la mujer de la cama de al lado, la 126 B, el cura, que lee absorto el ABC y levanta las cejas de vez en cuando, escandalizado por alguna noticia (¿Adónde vamos a ir a parar, Virgen del Carmen?).

La profesora duerme. Pilar le coge la mano a su hija y traga saliva antes de hablar, porque le da vergüenza hacer lo que hace Marga, lo que supone que hace Paco, lo que hace todo el mundo cuando visita a sus parientes, lo que hicieron los compañeros de aquel chico cuando grabaron el vídeo para sacarlo del coma (Caaaaaaaarloooooos, despieeeeeerta). La voz insiste, hazlo, hazlo, quién sabe si reaccionará algún día y te dirá que te oyó y que te comprende y que te perdona y que te quiere. Hazlo. Díselo. Todo.

—Yo también tuve un amor imposible— le dice al oído. Luego se corrige—: Bueno, no fue un amor imposible, pero sí fue un amor que me hizo mucho daño.

Mira a María José.

—Si no quieres que te lo cuente, me callo.

Vuelve a mirarla.

—Hazme la señal que quieras. Estooooo… Perdona, hija, la que quieras, no, la que puedas… Parpadea, o respira más fuerte… Lo que sea, y se acabó, me callo y ya está, y ni me enfado ni nada.

La mira, otra vez, y como no hay nada parecido a una señal, se lanza a la piscina.

—La vida tampoco ha sido para mí lo que yo esperaba.

El cura levanta la vista del periódico. Pilar se pregunta si María José no estará tan molesta con ella que prefiere no enviarle señales personales y le ha usado como intermediario, pero el hombre vuelve a su lectura a los pocos segundos, y ella decide continuar.

—Mi desengaño se llamaba Fermín.

Efectivamente, se llamaba Fermín y también era su vecino. No tan vecino como María José y Joaquín, porque ellos no vivían en el mismo edificio, pero sí en la misma calle (Recaredo, en pleno barrio chino, rodeados de putas todo el santo día. Vivir allí era difícil, pero en la vida de Pilar nada había sido fácil, así que tampoco notó mucha diferencia. Ella nació en Orán. Sus padres trabajaban en un hotel que un paisano de la madre, que era de Elche, había puesto en marcha con el pomposo nombre de Gran Hotel en la rue René Étienne. En realidad, de grande no tenía nada, era más bien mediano.

El paisano los convenció para que emigraran, le ofreció trabajo a su madre como limpiadora y al padre le propuso la barra de la cafetería. Decidieron irse, algo temporal para ahorrar dinero, pero cuando quisieron darse cuenta ya habían pasado casi dieciocho años, su hija era ya francesa (francesa, Guadalupe, francesa, y no españolita como nosotros), y el futuro se les prometía brillante como el sol del mediodía, y si no llega a ser por una sucesión de terribles acontecimientos (Argelia se independizó de Francia, Francia se desentendió de los colonos, los argelinos asesinaron a más de dos mil europeos en una sola noche, los inmigrantes perdieron todas sus posesiones), lo mismo ni habrían vuelto.

La cuestión es que regresaron. Un matrimonio amargado que apenas se hablaba y una hija que nada más llegar se enamoró (como una burra) del primer chico que la piropeó por la calle. Sí. Así fue. Hay quien se vende más caro, pero ella, que había estado medio recluida toda su vida porque sus padres no querían que se prendase de un argelino, se quedó como hipnotizada por ese niñato deslenguado y desgarbado que estaba siempre sin hacer nada, sentado en la terraza de un bar, y se atrevió a gritarle desde el otro lado de la calle hoy los ángeles han decidido bajar a la tierra el mismo día que se pusieron a vivir en el piso de Recaredo, una casa horrible, mal orientada, fría en invierno, calurosa en verano, pequeña y ruidosa, pero que hoy le parece el sitio en el que más feliz ha sido en la vida.

Él siempre estaba allí, en el mismo bar, y cada vez que la veía tenía un halago para ella. Al principio, eran del estilo del primero, respetuosos y casi decentes, pero poco a poco fueron subiendo de tono, eso es un cuerpo y no el de bomberos, ay, mi madre, llévame a urgencias porque me está entrando fiebre al verte, en ese culo podría aterrizar un avión. Ella fingía que le molestaban, y más de una vez susurró un grosero al cruzarse con él que no hizo más que darle alas porque su insulto sonaba más falso que los billetes de cuatro pesetas.

Un día, los piropos se acabaron. Cuando salió de casa, él hacía lo de siempre, es decir, miraba pasar el mundo sin hacer nada más que beber una cerveza (tras otra), pero guardó silencio al verla. A Pilar se le encogió el corazón. Ya está, pensó, ya se ha terminado, y estuvo a punto de echarse a llorar. Ya se ha terminado, ya se ha terminado, se repetía a cada paso, y la otra Pilar, porque en Pilar convivían dos Pilares (una que quería ser feliz y otra que había aceptado que a este mundo ignominioso se viene nada más que a sufrir), le preguntaba pero ¿el qué se ha terminado, idiota?, ¿el qué, si no teníais nada?, y la primera Pilar le respondía la alegría se ha terminado, ¿es que no lo ves?, la alegría es lo que se ha terminado. La segunda Pilar mandó callar a la primera, pues esto es lo que hay, le dijo, y la Pilar que quería ser feliz agachó la cabeza y apretó el paso para que él no pudiese darse cuenta de su tristeza.

Al día siguiente, sucedió lo mismo. Y al otro, y al otro, y al poco empezó a oír cómo echaba flores a otras. Eso terminó de matar su esperanza. La Pilar amargada (que al final acabaría sobreviviendo a la otra) le dijo ¿lo ves?, todos son iguales, tiene razón la mamá, menos mal que te has dado cuenta antes de que pasara nada.

La frase estaba llena de verdades como templos. Empezando por el final, era cierto que lo mejor que podría haberle pasado era eso, comprender que era un cerdo cuando todavía era un cerdo sin nombre.

Y en cuanto al comienzo de la frase (tiene razón la mamá)…, sí, probablemente todos eran iguales, iguales entre sí, iguales que su padre, encantadores, galantes, seres en los que no se podía confiar, infieles por naturaleza. Eso lo había aprendido escuchando las conversaciones (por llamarlas de alguna manera) entre sus padres después de que la madre le sorprendió con la mujer del paisano de Elche en una habitación del Gran Hotel. Hablaron de ello muchas noches, muchas, en interminables monólogos en los que su padre trataba de justificar lo que para su madre era injustificable. Al padre se le entrecortaba la voz, gimoteaba, lloraba, intentaba hilar frases inconexas (yo nunca…, te quiero, esa mujer…, lo eres todo para mí, y cosas similares) para convencerla de que la otra le había buscado, le había provocado durante años, casi desde el principio, que él había tratado de evitar lo inevitable porque al fin y al cabo él era un hombre, un hombre (lo repetía varias veces, como para hacer acopio de razón), y se había visto en la obligación de sucumbir sin que eso significase que no la quería, que daba la vida por ella y por la niña, que lo que había hecho no tenía importancia alguna, que siempre pensaba en ella cuando estaba con la otra, que era a ella a la que amaba, créeme, créeme (también esto lo repetía varias veces, seguramente con el mismo propósito que lo del hombre).

Pero la madre ni le creía ni le dejaba de creer. Le daba lo mismo (o eso aparentaba, porque ya sabemos que no quería que nadie conociera sus sentimientos para que no pudieran lastimarla), y no le temblaba la voz para exigirle que bajase el tono, para decirle que no quería que la niña los oyese, que no quería oírle, que sus explicaciones le entraban por una oreja y le salían por la otra, que ella ya sabía que todos los hombres eran iguales, que no la había engañado ni por un momento, que por ella podía acostarse con ese pedazo de zorrón las veces que le viniese en gana pero que, eso sí, tuviesen cuidado de que no los sorprendiera su marido porque le mataría (que tampoco le importaba), y porque perderían el trabajo (que eso ya le importaba bastante más).

El padre le suplicaba que le perdonase, y ella le pedía que se callase de una vez, y vuelta a empezar. Su matrimonio, que antes no es que hubiera sido un ejemplo de armonía y felicidad, quedó herido irreparablemente.

Desde entonces, se usaban las palabras justas para mantener el orden doméstico o para tenerse informados sobre las necesidades de Pilar, o para decirse que tenían que volverse corriendo a España, o para comunicarse noticias de interés diverso del tipo Pilar se casa, me estoy muriendo, que fue en lo único en lo que se pusieron de acuerdo: los dos tuvieron cáncer, una de estómago y otro de pulmón con sólo cuatro meses de diferencia. Ni para eso hicieron las paces. Su madre, que fue la primera, se marchó para el otro mundo guardando obstinado silencio cuando su marido le cogió de la mano y le preguntó dime, Guadalupe, si me has perdonado. Ella miró para el otro lado de la cama, apretó los dientes y sólo tuvo palabras para prevenir a la hija: ten cuidado con ese Paco con el que te has casado, no te confíes aunque parezca manso porque todos los hombres cojean de la misma pierna.

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