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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (8 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Así que el principio de la frase era también cierto: por suerte para Pilar, se había dado cuenta de que el piropeador era un cojo de solemnidad sin haber tenido que casarse con él. Pero también era cierto que Pilar tenía las hormonas y la imaginación completamente alborotadas, y que cada vez que le veía sentía que el corazón se le iba a salir por la boca, quién sabe por qué motivo.

Por las noches no conseguía soñar con él, así que no le quedó más remedio que fantasear despierta a la menor oportunidad (mientras limpiaba la casa, cuando iba en el autobús a la academia de peluquería y estética, al apagar la luz, antes de dormirse), y en sus fantasías él se levantaba de la silla del bar y se dirigía hacia ella y la cogía de la mano y la miraba a los ojos y le pedía perdón y matrimonio en el mismo momento, y le confesaba que la había amado desde el primer instante en que la vio y… y entonces la casa ya estaba limpia o el autobús llegaba a su parada o el sueño la vencía, y al día siguiente, vuelta a empezar.

¿Le quería? Hoy sabe que no, que el amor es algo más que depositar todas y cada una de tus esperanzas en otra persona, y sabe también que seguramente estuvo más cerca de sentirlo por Paco que de amarle a él, y, lo que es peor, también sabe que lo más probable es que nunca quisiese a ninguno de los dos, a su marido por pereza y al otro por puro desconocimiento.

Pero la Pilar de diecisiete años creía estar loca de amor, loca de amor cuando él dejó de hacerle caso, y más loca de amor cuando una tarde la abordó como si la conociera de toda la vida.

—Hola, Pilar —le dijo.

Ella estuvo a punto de hacerse la estrecha, de ignorarle, o de preguntarle cómo era que sabía su nombre, pero se dio cuenta de que se le había cumplido el sueño y prefirió no tentar a la suerte y aceptar que, a esas alturas, ella también lo sabía todo de él: que se llamaba Fermín, que no había conocido a su padre porque desapareció a finales de la guerra, que su madre hacía trabajitos finos en su casa (vamos, que era puta), que él era un fanfarrón que ya había pisado varias veces los calabozos por sospechas de robos que nunca se llegaron a probar, que dejó a una chica embarazada y se desentendió de ella (quienes decían esto eran los mismos que aseguraban lo de su madre), que tuvo un hermano gemelo que se murió a los siete años, que por lo de su padre y por lo de sus antecedentes casi nadie le quería contratar y por eso se pasaba el día sentado en el bar y que, si no se enderezaba, acabaría en un mercante o en la cárcel, lo que venía a ser lo mismo porque se traducía en que no volvería a verle nunca jamás en la vida.

Y para ella perderle de vista era infinitamente peor que tener relaciones con el hijo de un rojo y de una puta (con perdón), con un tarambana que a saber cuántos niños tendría ya por el mundo, y, por supuesto, con un muerto de hambre, así que le tapó la boca a la otra Pilar y le contestó hola, Fermín, y le dijo que sí cuando él le preguntó si quería tomar una cerveza, y le escuchó con interés todo lo que le contó (no era tan mala gente como decían por el barrio, habría estudiado de haber podido, le gustaba leer libros de vaqueros y, como no tenía dinero, los cambiaba en el quiosco cada semana, quería casarse y tener cinco hijos para llevarlos a los toros), y le rió todas las gracias (¿sabes el chiste del fantasma de los ojos azules?), y hacia el final de la segunda caña de Fermín (ella no había tocado la suya) casi le dio un ataque cardiaco cuando él le puso la mano encima del muslo.

—Pilar.

—…

—A mí no me gusta dar vueltas.

—¿Qué quieres decir?

—Que me gustas mucho, muchísimo. Que me gusta cómo me miras, que me gusta imaginar que estoy contigo, que ya sé que las cosas no se hacen así, pero que yo no soy como los demás.

—…

—¿No dices nada?

Pilar dijo la verdad, que no sabía qué decir. Los dos guardaron silencio un rato que a ambos les pareció interminable y que dedicaron a imaginar lo que pasaba por la cabeza del otro. Fermín se figuró que iba a mandarlo a la mierda en cuanto se terminase la cerveza, se reprochó haber calculado mal sus posibilidades, se dijo que Pilar era una niña que no era como las mujeres a las que él estaba acostumbrado a tratar, y se contestó que quizá por eso le gustaba tanto. La miró. Se preguntó qué pensaría ella. Pilar le sostuvo la mirada y pensó que le había defraudado. Se figuró que iba a mandarla a la mierda en cuanto se terminase la cerveza, se reprochó no haber sabido reaccionar de otra manera, se dijo que si él la había abordado así era porque creía que no era una niña, que era como las mujeres a las que él estaba acostumbrado a tratar, y se contestó que no estaba dispuesta a perder esa oportunidad. Le miró. Fermín le sostuvo la mirada.

—Yo no sé si me gusta dar vueltas o no. No tengo más que diecisiete años.

—Ya.

—Y no he vivido tanto como tú.

—Ya.

—Pero lo que sí sé es que tú también me gustas mucho, y que tampoco tengo ganas de perder más tiempo.

Fermín sonrió.

—Sólo te pido una cosa.

—Pídeme lo que quieras.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No me hagas daño, Fermín.

Le quitó la mano del muslo y entrelazó sus dedos con los de ella.

—Eso nunca. Te lo prometo.

María José abre los ojos un segundo y los vuelve a cerrar. Pilar se sobrecoge, cree que es una reacción a lo que le está contando, pero no. Es Cleopatra, que ha encendido la luz al entrar. Ya es de noche. La profesora de física médica está dormida, su hijo se ha marchado, la habitación está a oscuras. La tarde, normalmente lenta y tediosa, ha pasado sin que Pilar se haya dado ni cuenta. Cleopatra le pregunta qué tal ha ido el día y si hay alguna novedad o alguna orden para la noche. Bien, no, nada, le dice Pilar. Tiene la garganta reseca y los ojos llorosos, como aquella tarde de hace cuarenta y cuatro años. Se acerca a su hija antes de marcharse y le da un beso cálido, casi cómplice, y al oído le dice que a Fermín, al hacerle la promesa, también se le llenaron los ojos de lágrimas. Sonríe, porque ahora se da cuenta de que seguramente fue porque sabía que no sería capaz de cumplirla.

Paco cumple todo lo que promete. Siempre, aunque no le guste. Por eso va al hospital por la mañana. Pilar lo decidió así y a él le pareció bien. En realidad, Paco nunca le ha discutido nada a su mujer, pero en esos momentos no está para plantar cara. Su hija se le está muriendo. Esa frase lo llena todo. Todo su tiempo, todos sus pensamientos, todo su cuerpo. Cuando le duele algo, se pregunta si le estará doliendo a ella. Cuando amanece se pregunta si el sol se verá desde su ventana. Siempre la ha querido, siempre, pero no con la firmeza de estos días, que pueden ser los últimos. María José es su vida. No está para discutir. No está para nada.

Ha dejado el trabajo. Es camionero. Se ha pasado los últimos años de su vida transportando naranjas a Polonia. A Pilar no se lo ha dicho, pero ha cogido una excedencia de seis meses y si al cabo de ese tiempo María José sigue viva la renovará por seis meses más. En la empresa (Transnaransa le propusieron cambiar el largo recorrido por algo más próximo, dejar los cítricos y pasarse a los pollos, por ejemplo, pero a él, en las circunstancias en las que se encuentra, el matadero le da grima, y luego está lo del miedo, porque ahora le ha cogido terror al volante. Es un temor extraño. No le asusta un accidente (eso le preguntó la sicóloga del hospital), sino que su niña se muera y él no esté cerca. El jefe de personal le ha dicho en confianza que no podrán aguantar esa situación durante más de un año, pero a él le da lo mismo. No cree que María José viva todo ese tiempo, y cuando su hija muera no tiene más plan que morirse él también. Ningún padre debería sobrevivir a su hijo, es antinatural, y sin embargo a diario ve en el hospital a otros que pasan por su mismo trance. Se imagina que los demás pensarán lo mismo que él, pero de vez en cuando los ve abrazarse con su mujer, o con otros hijos, o con sus padres, o con algún amigo que viene de visita y es consciente, entonces, al verlos, de lo que echa en falta ese mínimo consuelo. Una vez Marga fue a ver a María José por la mañana y, al irse, le puso la mano en la cara y luego le pasó los brazos por la espalda y lo atrajo hacia ella, un gesto que él convirtió en corto porque ya ha perdido la costumbre, pero al margen de ese día, no tiene a nadie más a quien abrazar. Su vida es una mierda, ¿qué sentido tiene prolongarla más? Ninguno.

No sabe cómo lo hará (matarse), pero que lo hará es la mayor certeza que ha tenido nunca, y eso que certezas las ha tenido a montones. No lo parece. Paco tiene toda la pinta de haber hecho de la duda su forma de vida y, sí, vale, de acuerdo, puede que haya vacilado más de una vez en sus decisiones, puede que hasta que María José no terminó la EGB se estuviera preguntando si no debería haber insistido en apretarse el cinturón para matricularla en un colegio privado, y es posible que nunca haya sabido responder con rapidez a las preguntas más elementales (carne o pescado para comer, gaseosa o limonada para hacerse una clara con la cerveza o aceitunas o almendras para acompañarla), pero hay cosas en las que nunca ha dudado: no dudó en acostarse con Pilar sin esperar a la boda, ni cuando ella le dijo que estaba embarazada, no dudó de su palabra cuando le juró que había perdido el bebé; no dudó en confiar en ella cuando todo el mundo le decía que se la estaba pegando; no dudó en estar a su lado en ese otro embarazo muchos años después, ese que también se malogró, ese que fue fruto del Espíritu Santo porque él no la tocaba desde hacía meses hasta que de repente un día Pilar quiso hacer el amor con él y al poco vino con el anuncio de que estaba preñada, ni dudó en consolarla después del aborto ni se enfadó por las miradas de ella, tan hirientes, cada vez que le decía no te preocupes, Pilar, ya tendremos otro hijo, ni dudó en mantenerse firme en su amor cuando era evidente que había muerto. No dudó, no. Después, simplemente, se dejó llevar. Estaba cansado. Había puesto demasiada energía en amar a Pilar y no tuvo fuerza para plantarle cara al desamor.

Podría haberse separado, pero estaba María José, y con ella tampoco dudó nunca. ¿Quererla? La quería. ¿Escucharla? La escuchaba. ¿Consolarla? La consolaba. ¿Animarla? La animaba. Hubo poco más que hacer. María José fue una niña fácil. Fácil para él, al menos, porque con él no mantuvo una guerra fría como con su madre. A veces se lo decía a Pilar: Pilar, no seas tan dura con la cría, y Pilar le fulminaba con los ojos y por la noche le daba hígado para cenar. Si insistía, Pilar, no trates así a la cría, volvía a fulminarle con la mirada y por la noche le daba lengua de vaca para cenar. Si volvía con la misma canción, tenía una respuesta parecida (mirada fulminante y cualquier producto de casquería, que era lo que más asco le daba en este mundo, a la hora de la cena).

Una vez, siendo una niña, su hija le preguntó papá, ¿por qué es así mamá?, y él no supo qué contestarle. Mejor dicho, sí supo (tu madre es una cabrona), pero no quiso, y le dijo que estaba enferma de los nervios. Años más tarde su hija volvió a preguntarle papá, ¿por qué es así mamá?, y volvió a contestarle que porque estaba enferma de los nervios, pero ya no coló.

—Mamá no está enferma —le contestó—. Lo que está es amargada.

Paco pensó que su hija se estaba haciendo adulta y le entraron unas ganas enormes de llorar.

—No está amargada…

—¿Cómo que no?

—Lo que le pasa a tu madre es que no es feliz.

Ahora fue María José la que tuvo ganas de llorar.

—¿Y es culpa nuestra? ¿Nosotros no la hacemos feliz? ¿Es por mí?

Paco sonrió.

—No, qué va, qué va a ser por ti… Más bien es por mí.

—¿Por ti? ¡Pero si tú eres el hombre perfecto! —Su hija le abrazó, entonces sí era el tiempo de los abrazos—. Si no estuviera enamorada de Joaquín, que no tiene nada que ver contigo —se rieron los dos—, me buscaría uno que se te pareciera.

—Las cosas son más complicadas que todo eso, María José.

—¿Por qué?

Paco dudó (era su carácter) antes de contestar. Por un momento, pensó contarle toda la verdad a su hija, pero luego cambió de idea. Le pareció una putada reventarle la ilusión tan pronto, como cuando se enteró de que los Reyes Magos eran los padres (los sorprendió colocando los regalos en el comedor), o como cuando se murió Chanquete la primera vez (luego se fue muriendo todos los años, cuando reponían «Verano azul», y ya no se disgustó tanto) o, lo peor de todo, como cuando supo que en realidad todas las niñas no eran princesas (vio en un telediario a los niños desnutridos de Etiopía), así que guardó silencio y no le dijo que las cosas eran muy complicadas porque su madre estaba enamorada de un novio que la dejó por otra cuando era una adolescente poco mayor que ella, que él lo había sabido siempre pero que había confiado en conquistarla poco a poco, que por un momento creyó que lo había conseguido pero que todo fue una fantasía, que su madre le guardaba rencor por no ser como había sido el otro, por no haberle dado la vida que le había prometido, la que había soñado, que los dos eran unos cobardes y no querían afrontar la vergüenza de una separación, que tal vez se habían acostumbrado a vivir así, con todo ese resentimiento a cuestas, y que, en última instancia, él prefería cenar sesos todas las noches de su vida a estar lejos de su hija. Se calló un instante y luego le dijo:

—Porque las cosas, a veces, simplemente no funcionan.

Así que Paco está acostumbrado a eso, a que las cosas no le funcionen, pero lo de María José le supera. Por eso quiere morirse. Morirse. Terminar. Descansar. Reunirse con ella. Volver a vivir. Cómo hacerlo es lo de menos. ¿Duda? Claro que sí. En un principio, se decidió por las pastillas y le birló a Pilar una caja entera de Lexotan, que es lo que ella usa para dormir. Su mujer se volvió loca, buscándolas. ¿Dónde están las pastillas, dónde están las pastillas?, rezongaba por toda la casa, que yo sin las pastillas no puedo dormir, y menos ahora. Él se calló y se arrebujó entre las sábanas. Intentó reaccionar como lo haría ella (pues te fastidias), pero le pudo el corazón. Le supo mal verla así, desencajada y reclamando a gritos el derecho al descanso, así que se levantó, fingió encontrarlas en un estante del baño y se hizo el ánimo de robárselas de una en una para no condenarla a las noches en blanco. Si los médicos estaban en lo cierto, tendría tiempo de sobra de garantizarse una muerte indolora y pacífica, como la de su hija, pero cuando llevaba unas quince pastillas leyó en algún lugar que quitarse la vida con barbitúricos era propio de mujeres. Cambió de idea, obviamente. Por nada del mundo quería que Pilar se metiera con él aun después de muerto (no ha sido hombre ni para suicidarse), así que tuvo que buscar otras opciones. ¿Duda? Claro que sí. Después de mucho pensar, consiguió tener sólo dos alternativas: la electrocución (llenar la bañera, escuchar algo de música, no sabe aún si Camela o Il Divo, y luego volcar la minicadena dentro del agua) y la inyección de aire en las venas (ya ha comprado varias jeringuillas y las tiene guardadas en el cajón de su mesilla de noche).

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