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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (9 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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La cuestión es que lo hará. Lo tiene claro, y eso le hace más llevaderas las mañanas en el hospital con María José, las tardes en casa con
Jim
y con Andrea (la estudiante de estética que sustituye a Pilar en «DePilar»), las noches con su mujer. La frialdad de la vida es más soportable con el calor de la muerte. Con eso, y con el olor a canela de Cleopatra, que habla poco, que tuvo un padre obsesionado por el mundo egipcio que bautizó a sus hijos con nombres de faraones (Ramsés, Amenhotep, Akenatón, Nefertiti, Amenofis y ella misma, Cleopatra), y que siempre parece a punto de echarse a llorar y cuyo aroma permanece en la habitación horas después de que ella se haya marchado.

Mayo

Cleopatra huele a canela, pero no siempre. Por la mañana huele a sudor dulce, a sábanas que se enredan en las piernas que no quieren abandonar el sofá cama tan temprano (las seis), a enfado con la vida, que empieza demasiado pronto y que la arroja a los brazos de una realidad fría y solitaria. A mediodía huele a sudor amargo, a lejía, a amoniaco perfumado, a estropajo, a comida barata tomada de pie, en el metro o en el autobús, o apoyada en el banco de la cocina para no perder tiempo. Por la tarde es cuando huele a canela. Y a cansancio, y a tobillos hinchados, y a huevos, y a leche, pero sobre todo a eso, a canela. Pilar se pregunta alguna vez de dónde saca tanta energía una mujer tan pequeña (1,54) pero nunca se lo ha dicho a Cleopatra. Tampoco es que le mate la curiosidad. De ella sabe más de lo que quisiera, lo que le ha contado Amparo Monzó, la enfermera que se la recomendó. Llámela, aquí la conoce todo el mundo. Efectivamente, Cleopatra lleva varios años cobrando por dormir en el Sánchez Díaz-Canel. Dicho así, suena horrible, pero es la verdad.

Tiene tres trabajos, y aunque le gustaría abarcar otros tantos, no da para más. Hasta las cinco, limpia en varias casas (a nueve euros la hora), más tarde prepara natillas en el restaurante de un amigo (trescientos cincuenta euros al mes) que le dio el trabajo por lástima, y por la noche acompaña a enfermos en coma en el hospital de crónicos (setecientos euros cada día 30). Podría pasar sin el último, pero considera que dormir por dormir es como tirar el dinero a la basura.

Los fines de semana se va donde su prima Yamilé, que le cobra cien euros por guardarle una habitación en su piso de la calle Alta, aunque no la usa nada más que una vez por semana (dos, como mucho), una casa ruidosa a más no poder (se oye el alboroto de jóvenes que salen por el barrio del Carmen y de coches que buscan aparcamiento) en la que Cleopatra casi no puede descansar. Gana unos dos mil euros, menos los cien que le da a su prima (y que a veces recupera haciéndole de canguro), menos lo (poco) que se gasta para comer. Ahorra sin parar, como una hormiguita. No es para ella. La mitad del dinero la envía a La Habana con familiares, amigos que viajan, conocidos que van de vacaciones y que también llevan libros, ropas, medicinas. Allí tiene a su madre (su padre, el fanático de los faraones, murió hace tres años sin conseguir su sueño de que lo embalsamaran), sus hermanos y, sobre todo, su hija de siete años, que vive esperando que un día su mamá la lleve con ella. ¿Cuándo, mami? Pronto, hijita. Cuando nació, su padre (el fanático) quiso que la llamase Isis porque su primera nieta merecía no un nombre de reina, sino de diosa, pero ella le plantó cara por primera vez en la vida y dijo no, papá, a esta niña me la van a llamar en cristiano. Se salió con la suya, por más que el padre insistió en que ella no era más que una enana putica que se había quedado embarazada y a saber de quién, y que a la niña la iba a criar él con su dinero y que la podía llamar como se le pusiese en los huevos. Por cabezonería la llamó Ra. Pero, con todo y con eso, Ramona María es el nombre que figura en el registro. Cleopatra la añora como no se podía imaginar cuando decidió venirse a España a buscarse la vida. Aquí no se puede, así no se puede. Era verdad.

Ella estudió comercio exterior, trabajaba en la aduana y por las tardes hacía de todo menos jinetear (eso queda para Nefertiti, que les salió descarriada) para conseguir algo de divisa. Sus hermanos hacían lo mismo (no jinetear, sino trabajar sin parar). Su padre vigilaba un garaje. Su madre cuidaba niños en casa. Así que cuando Ramona María tenía cuatro años (ya se vale, ya no da trabajo, ya no me necesita tanto), consiguió que su prima (no la que le guarda la habitación por cien euros, otra) le mandase una carta de invitación para visitar Valencia, y se quedó. Luego, el marido de una amiga de esta prima, que es periodista (no la prima, el marido), la ayudó a acelerar todos los trámites para que regularizase su situación y pudiese traer a Ramona María a vivir con ella, pero las cosas se complican. Lleva aquí tres años, está legal, nada se lo impide, pero en su afán por trabajar, por conseguir dinero, por ahorrar, por no perder tiempo, no encuentra un hueco para buscar piso, colegio, estabilidad. Va siempre corriendo de un lado para el otro, así que hija y madre viven separadas por dos mares, uno de agua y otro de lágrimas, el que derraman cada vez que cuelgan el teléfono en el locutorio. Bueno, no cuelgan. La comunicación se corta en medio del suspiro de Cleopatra y del grito de Ramona María (maaaaaa), que nunca consigue terminar la palabra (miiiiiii). Por eso siempre parece a punto de echarse a llorar, pero a Pilar la historia de Cleopatra no la impresiona ni mucho ni poco. Mentira. La verdad es que la impresiona más bien poco. Ahora, en este momento de su vida, le parece absurdo que esté desperdiciando el tiempo de esa manera en lugar de estar cerca de su hija, de disfrutarla, de verla crecer.

La voz de su cabeza, que sigue dándole la lata, le dice sí, claro, mira tú qué fácil es ver la paja en el ojo ajeno. No es eso lo único que le dice (también le aconseja que sea más amable con Paco, que trate mejor a las enfermeras, que le suba el sueldo a Andrea y que saque tres veces a
Jim
a pasear y no dos), aunque, por suerte, ya ha dejado de dirigirse a ella en latín. Pero aunque lo hiciera, aunque le hablase en lenguas muertas, no conseguiría que Cleopatra le cayese bien. Le cae mal, como casi todo el mundo. No le gusta esa tristeza que tiene siempre. Le da rabia que esté todo el tiempo tan afligida por algo que tiene remedio, le parece una falta de respeto esa tristeza perpetua cuando el auténtico drama lo está viviendo ella y todas las demás madres que están en el hospital. ¿Echas de menos a tu hija? Pues tráetela, coño. ¿Te resulta complicado? Pues vete tú para allá, aunque sea de vacaciones. La voz protesta sí, pero a veces las cosas no son tan fáciles como tú te crees. Pilar está harta de oírla, pero no sabe cómo hacerla callar.

A veces se pregunta si no estará perdiendo la razón, pero se queda muda antes de contestar porque la respuesta le da miedo. Odiar al mundo es quizá la única manera de defenderse de él. ¿Defenderse de qué? Ya está otra vez la dichosa voz. Procura ignorarla, porque sabe de sobra que nadie quiere agredirla, que lo de María José no es culpa de nadie, ni siquiera suya, ¿cómo iba a ser culpa suya, qué culpa iba a tener ella del accidente si a esa misma hora estaba en casa tomándose el desayuno, aún en bata, viendo la tele? Mojaba galletas en el café con leche, se espantaba con las noticias sobre la masacre en una universidad de Estados Unidos (un chico había matado a treinta y dos personas en Virginia), se tocaba el pecho con disimulo por encima de la ropa buscando un bulto (María San Gil anunciaba que dejaba temporalmente la política porque tenía cáncer de mama con buen pronóstico), y en eso sonó el teléfono. Lo que dijeron prefiere no recordarlo. Pero lo sabe. Sabe que no hay culpables. El conductor del otro coche, quizá. Pero no. Tampoco quiere culparle a él. Quién sabe lo que le ocurrió para saltarse la mediana de la autovía. Puede que le reventase la rueda, que le fallase el motor, que se le bloquease el volante, que se confundiese de pedal. Era soltero, abogado, tenía cuarenta y dos años, dejó afligidos padres, tristes hermanos y apenados sobrinos y se llamaba Agustí Bayarri. Lo vio en la esquela. A Pilar le gustan las esquelas. Ha mantenido la costumbre de leerlas desde que un día supo que Fermín había muerto porque se encontró con su nombre en una.

Va a contárselo a María José (ya ves tú, yo que creía que estaba viviendo como un rey en Mallorca, con su mujercita sueca y su mansión de lujo, que un día salió en el
¡Hola!
en una fiesta rodeado de la
jet
, y resulta que tenía un cáncer de páncreas dolorosísimo y que vivió los últimos meses sabiendo que se moría, con lo que eso tiene que ser, menudo trago, eso no te lo imaginas ni tú, pobrecita mía, que estás aquí dormida y no te enteras de nada), pero no puede hacerlo porque el olor a canela anuncia a Cleopatra. ¿Cómo no va a caerle mal, si siempre la está interrumpiendo? Y eso que sabe que Cleopatra lo único que hace es llegar a su hora, y tratar de sonreír aunque tenga los ojos tristes, y darle conversación por ser amable, como hoy, que le pregunta:

—¿No hablaba usted francés?

—¿Yo? ¿Por qué? —le contesta, desconfiada.

—Porque aquí enfrente hay un chamaco que sólo habla francés y que no se entiende con ninguna enfermera.

—¿Y su familia?

—Parece que no tiene a nadie en España.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—El pobre se la ha pasado llorando toda la noche, y esta mañana he estado preguntando.

—…

—Parece que tuvo un accidente en la calle y quedó tetrapléjico.

—¿Y?

—Y nada. Estuvo en el hospital y ahora le han traído aquí.

—¿Va a morirse?

—No.

—¿Va a mejorar?

—Parece que tampoco.

—¿Y por qué lo han traído aquí?

—Porque parece que no sabían bien adónde llevarle.

Pilar decide dos cosas: que no le va a contestar y que le irrita que use tanto el verbo parecer, como si no supiera las cosas de sobra, así que recoge su chaqueta y su bolso para marcharse. Pero Cleopatra insiste, tozuda.

—Entonces, ¿habla usted francés o no?


Mais oui, bien sûrque je parle français
.

—¿Entonces?

—¿Entonces, qué?

—Pues que por qué no va a hablar con él un poquito.

—¿Y qué quieres que le diga?

Cleopatra se encoge de hombros.

—Qué sé yo… Dígale lo que sea…

Pilar se acerca a su hija y le da un beso en la frente. Cleopatra sigue insistiendo.

—Es que usted no sabe cómo lloraba. —Se le llenan (más todavía) los ojos de lágrimas y se lleva las manos al pecho—. Me he ido con un pesar aquí adentro que no me lo he quitado en todo el día.

—…

—A lo mejor no tiene que decirle nada, sólo escucharle… Le hará mucho bien desahogarse.

—…

—No es más que un crío. Me erizo sólo de imaginar lo que tiene que estar pasando por su cabeza, sin su familia, sin poder moverse, sin entenderse con nadie… No dejo de pensar en él y en su madre, tan lejos…

—Mujer, Cleopatra… —Pilar no puede evitar reírse—. Nunca te había oído decir tantas palabras juntas en casi dos meses.

Cleopatra no le devuelve la sonrisa.

—Está en la 128. Párese y hable con él, se lo ruego. Vaya y pregúntele si necesita algo. Dele conversación, para que se sienta menos solo… Haga algo bueno, Pilar…

Pilar va como a todo en esta vida, a regañadientes. Abre la puerta, que está entornada, y se encuentra a un niño tumbado en la cama, boca arriba, con el cuerpo entero claveteado como una diana. Tiene la cara vuelta hacia la ventana. Pilar le habla, en francés. Le dice hola, ¿qué tal te encuentras?, y él dice bien. Ella dice ¿cómo te llamas?, y él dice Goumba. Ella dice yo me llamo Pilar, ¿necesitas algo?, y él no dice nada. Ella repite la pregunta varias veces, dos, tres, quizá más, y él vuelve la cara hacia ella. Cleopatra tiene razón, sólo es un crío. Sus ojos enormes cobijan una mirada triste, asustada. A Pilar se le encoge el corazón y vuelve a repetir la pregunta, pero añade su nombre sin imaginarse que con ese gesto lo traerá cerca de ella como con un abrazo. ¿Necesitas algo, Goumba? A Goumba le resbalan dos lágrimas por las mejillas antes de hablar. Sí, por favor, señora, necesito… necesito que venga mi mamá. Pilar siente que se derrumba casi físicamente y busca la manera de decirle que sí, que lo hará, que le ayudará, que le cuidará, que le querrá, que será su madre si hace falta, sin tener que pronunciar una palabra porque un nudo que le aprieta la garganta le impide hablar y casi respirar. Mueve la cabeza de arriba abajo, varias veces. No quiere llorar. No se atreve a tocar a Goumba, aunque sabe que para él sería bueno que lo hiciera. Sale de la habitación, despacio. Odia a Cleopatra con todas sus fuerzas.

Paco, no. Paco no odia a Cleopatra. Al principio, le resultaba indiferente. Más que indiferente, invisible. Él no tenía ojos para nadie ni para nada que no fuese el cuerpo de la niña. Era como una obsesión, se pasaba las horas mirándola y el resto del tiempo recordándola, hasta que le vio una teta a Cleopatra y ese otro pensamiento pasó a formar parte de su cabeza y de su vida.

Ella se ducha todas las mañanas antes de salir a trabajar (Pilar tuvo que dar su consentimiento, por más que él le dijo que podía hacerlo). Lo normal es que cuando él llegue ella ya esté aseada, pero ese día Paco pudo dormir menos de lo habitual (que ya es poco) y se presentó mucho antes a la habitación de su hija. Cleopatra entreabrió la puerta del baño, que es pequeño y no tiene ventana, para que saliese el vaho (le encanta el agua casi hirviendo) y se desempañasen los cristales. Paco no le hacía caso porque estaba ensimismado peinando a María José y contándole que
Jim
había intentado montar a un perro en el parque cuando le había sacado a hacer pis (deberías haberlo visto, te habrías reído, ese perro tuyo nos ha salido un poco marica) pero Cleopatra se puso a canturrear en voz baja una canción que él no conocía y que resultó ser un tema salsero de Gilberto Santa Rosa (qué manera de quererte qué manera, qué manera de quererte qué manera, dónde podré vivir sino en tu cuerpo, tu cuerpo febril de lirio, oleajeeeeee incontenible del deseooooo que libere mi cuerpo del
hechisooooooo
) y él no pudo evitar sorprenderse (ella siempre estaba tan triste…), ni sonreír (ella cantaba tan mal…), ni girarse hacia el lugar del que provenía la voz, y entonces, por uno de esos resquicios de la vida, de la casualidad, y de la puerta, la vio (la teta). Cleopatra tenía el pelo envuelto en una toalla y el cuerpo desnudo. Por la postura, sólo podía verle la parte alta de la espalda, nada erótica, por otra parte, pero el espejo medio empañado le regaló la imagen borrosa del pecho de Cleopatra. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía uno así de esa manera, generoso, inocente? Demasiado. Los de Pilar no lo eran; siempre traían consigo el recuerdo de una pelea, de un reproche, del favor que le hacía su mujer dejándole que los viera, que los tocara, que los tuviera cerca. Aún era joven. A su edad, había hombres (casi todos) que disfrutaban de la vida, de las mujeres, del sexo, pero él… ¿Cuándo había sido la última vez? ¿Podía recordarlo? Claro que sí. La tenía grabada, por ser la última y por ser desastrosa.

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