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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

El último grumete de la Baquedano (2 page)

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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El niño se escondió tras los rollos. La puerta se abrió, un farol a petróleo alumbró el pañol y, cuando el que lo llevaba disponía a retirarse, un perro policial saltó sobre el farol y se abalanzó ladrando hacia el lugar del escondite.

Una voz enérgica alcanzó a gritar: "¡Patotolo!", y el perro, ladrando, volvió de mala gana; una mano lo tomó del collar y la misma voz gritó:

—¿Quién está allí?

—¡Yo: Alejandro Silva! — exclamó el niño, con forzada entereza.

El reglamente del buque escuela dispone que todas las noches un oficial, acompañado de un cabo y dos marineros armados, efectué un recorrido de popa a proa y de la cala al puerto, revisando minuciosamente los rincones con un potente farol. Este grupo de hombres se denomina la ronda, comandada generalmente por un guardiamarina, tiene atribuciones especiales y es muy respetada por todos en el buque.

El niño Alejandro, que desconocía los reglamentos de navegación en un buque de guerra, no esperaba esta sorpresiva visita.

—¡Salga! —ordenó el comandante de ronda.

El "Patotolo", hermoso perro policial, mascota del buque e infaltable acompañante de la ronda, volvió a ladrar.

Alejandro se levantó de entre los rollos, dos fornidos marineros avanzaron con sus bayonetas caladas y lo tomaron de los brazos.

A la luz del farol apareció un niño de regular estatura, delgado y nervudo, de cara pálida, nariz un poco aguileña, de ojos grises, acerados, pero bondadosos y tranquilos; una cabellera color castaño claro completaba la figura de un adolescente atlético, vivaz, fuerte, pero con cierta melancolía en el brillo de sus ojos.

Su figura apuesta y noble no se amilanó ante la ronda. El cabo, con el farol y el perro, avanzó delante, enseguida el guardiamarina y, atrás, entre los dos marineros armados, el niño Alejandro Silva, cuya faz inquieta iluminaba de vez en cuando la luz del farol, que oscilaba entre las manos del cabo de ronda.

Primera noche

—¡Permiso, mi capitán! ¡Durante la noche hemos encontrado, escondido, a este niño en un pañol de proa; el resto de la corbeta sin novedad! —exclamó el guardiamarina, cuadrándose ante el oficial del detalle o segundo comandante.

El segundo, un capitán de corbeta de más o menos cuarenta años de edad, vigoroso, alto, frunció el ceño; disgustado por este hallazgo extraño, que venía a desacreditar la vigilancia que debe existir en todo buque de guerra, preguntó con tono fuerte:

—¿Quién eres tú?

—Soy Alejandro Silva Cáceres, tengo quince años de edad, alumno del Liceo de Talcahuano — contestó el niño con la cabeza alta, clara, firme y respetuosa.

—¿Por qué has venido?

—Deseaba ser marinero, mi madre está anciana, es lavandera, y pronto ya no podrá trabajar. Hizo lo que pudo para que ingresara a la Escuela de Grumetes, pero no lo conseguimos. Supe que la
Baquedano
hacía su último viaje, no pude contenerme y me decidí a partir escondido; dejé todo arreglado, señor: una carta a mi madre y otra a mis profesores, pidiéndoles perdón.

—¿Como entraste? —inquirió el capitán de corbeta, un poco más apaciguado.

—Un muchachito del puerto, uno de esos que llaman los marineros "pistoleros" y que viven de lo que los barcos les regalan, me trajo en su chalena, y aprovechando una ocasión trepé por la cadena, subí a la proa y me escondí donde acaban de encontrarme. Sé que no me echarán al agua, cumpliré con el castigo que me impongan, señor, pero déjeme a bordo; quiero ser marinero de la
Baquedano
, serviré en algo, barriendo, baldeando, limpiando papas o en lo que me quieran enseñar.

El capitán lo quedó mirando un rato y luego se dirigió a la popa y descendió al interior del buque.

El niño, rodeado de la ronda, respiró con placer el viento salobre que venía del mar, miró las olas que aparecían y desaparecían como lomos de negras y grandes bestias en la noche, y sus ojos se agrandaron con asombro al contemplar el espectáculo impresionante del velamen del buque hinchado por el fuerte viento del noroeste, escorado peligrosamente por el lado de babor y corriendo a doce millas por hora en la inmensidad del mar y de la noche.

Una ordenanza llegó a interrumpir el silencio de la ronda y su prisionero.

—Mi comandante Calderón desea ver al niño —dijo el grumete.

Siguieron al guardiamarina que comandaba el grupo y descendieron por una elegante escalera de bronce a la cámara del primer comandante del buque, que quedaba bajo la toldilla.

El comandante Calderón era un capitán de navío alto, gordo, moreno, con ese aspecto bonachón de los viejos marinos que han recorrido muchos mares, visto muchas cosas y mandado muchos buques.

El segundo comandante ya lo había informado del hallazgo.

El niño se sorprendió un poco de la elegancia de la cámara, tapizada de alfombra, con una mesa de fina madera y cubierta de una carpeta de felpa rojo, grandes sillones y lámparas potentes.

El comandante hizo retirar la ronda y se quedó solo con el segundo y el niño.

Con aire severo, pero bondadoso, le pidió que le hablara con confianza.

El niño, después de la dureza del oficial de ronda y del segundo, encontró al comandante tan bueno como el mejor de los profesores, y empezó a contarle su vida, la de su madre, viuda de un marinero del transporte
Angamos
, el viaje sin regreso de su hermano a Magallanes y, por fin, su decisión de hacerse marinero e ir en busca de su hermano Manuel.

El comandante lo escuchó con atención. Luego, dirigiéndose al segundo, expresó:

—Que se ponda una radio a la Dirección General de la Armada, dando cuenta del hecho y pidiendo instrucciones. Podríamos recalar en Corral o en Puerto Montt, para entregarlo a las autoridades; pero me parece difícil, la orden de viaje dispone que debemos seguir directo a Punta Arenas por mar afuera y a vela hasta el Golfo de Penas y a máquina por los canales, entrando por el Messier.

—Viene a ocasionarnos un poco de molestias, amigo; desde luego, el arresto de la guardia correspondiente a la hora en que usted entró. Trate de comportarse bien y hacer lo que le diga —y dirigiéndose al segundo, el comandante terminó—: Que le den un coy y comida en la guardia.

El viento seguía ululando en las jarcias y un sonido como de un bombo colosal interrumpía a ratos la sinfonía de la noche tempestuosa, cuando una vela de cuchilla no cazaba bien el viento y se azotaba flameando.

Alejando Silva comió asado, pan y buen café caliente, en esos característicos jarros enlozados, marca "Marina de Chile" que tienen la capacidad para medio litro.

Cuando bajó al entrepuente, por la escotilla que está situada frente al canastillo, una gigantescas flotilla como de pequeños dirigibles navegaba en el sombrío y amplio espacio del reciento: la marinería dormía en sus coyes.

A cabezasos llegó a un espacio abierto, donde el grumete que lo acompañaba le enseñó a armar el coy, con el colchón y las dos mantas del reglamento. Intentó tres veces subir y sólo a la cuarta consiguió acomodarse en la hamaca. En ella no se sentía el balanceo del buque, permanecía siempre a plomo; esta tranquilidad y el cansancio hicieron que se quedara inmediatamente dormido.

¡El último grumete!

¡ Alza arriba! —Un potente grito del contramaestre estalló desde. la escotilla del entrepuente. Un estridente toque de corneta anunció la diana, y, como un solo hombre, todos los marineros saltaron de sus coyes.

Alejandro también bajó de su coy y sintió sobre sí la mirada de asombro de cientos de ojos.

— ¿Y éste? —dijo, en tono despectivo, un marinero.

—¡Sólo falta que traigan guaguas y mujeres!

—gritó otro.

—¡Caliente el biberón, mi cabo Santos! —exclamó un pecoso mala cara.

El niño, parado, con sus ropas ajadas, sintió una intensa congoja. Ese enorme y obscuro entrepuente, lleno de hombres extraños, hostiles, burlones, sobrecogió su tierno espíritu. El pañol de las ratas era un paraíso al lado de la desolación que le produjo tanta gente extraña.

Los marineros fueron saliendo por la escalera hacia la cubierta. Todos pasaban a echarle una mirada, una mirada de curiosidad algunos, de indiferencia otros, y algunos de bondad.

Pronto la escotilla, como una boca abierta a la luz, se tragó al último marinero, y el entrepuente quedó vacío como una gigantesca tumba. El niño tiritó de desamparo, sin saber qué hacer; miró sus ropitas, el cielo raso gris, y apretó sus manos arrugando los extremos de su modesta chaquetita. ¡Oh, esto era más duro de lo que se imaginaba!

Por la escotilla apareció de pronto una cabeza redonda, una cara blanca y unos ojos buenos. Un grumete de unos diecisiete años descendió por la escalera de fierro y se dirigió a Alejandro:

—Ven arriba, a lavarte; anoche te vi cuando te sacaron de tu escondite, no tengas miedo, no seas tonto, sólo algunos de esos viejos brutos son malos, el resto son buenos, les gusta hacer chistes pero no hacen daño. Ya verás, si quedas a bordo lo vas a pasar bien; yo te vine a buscar, porque me gustan los tipos “gallos”, y no es cualquiera el que se atreve a embarcarse de “pavo” en un buque de guerra.

"¡Si quedas a bordo!..." el niño recordó las palabras del comandante: "la orden de viaje dispone seguir directo a Punta Arenas..." esto lo hizo sentirse confortado.

—Gracias —dijo, y siguió al grumete, que le pasó su toalla y su jabón.

—Después preguntas dónde queda la “Ayudantía”, y te presentas al sargento primero escribiente; él te ordenará lo que hagas —le dijo aquél.

En la cubierta, la tripulación estaba formada pasando revista, y, en realidad, se dio cuenta de que nadie se fijaba en él ahora, como si no existiera. Esto lo alentó: prefería sentirse solo; se lavó, devolvió a su protector los útiles de aseo y se dirigió a la Ayudantía, que quedaba en el centro del buque.

De paso, pudo ver un mar verde, florecido de olas regulares, que reventaban en espuma, empujadas por un fresco viento que daba de’ costado en las velas. La nave, siempre escorada de babor, corría velozmente surcando el Océano Pacífico; costas no se divisaban por ninguna parte, a pesar de la claridad del día, brillante de sol.

El agudo silbato del contramaestre se dejó oír, y, al pie de los palos, voces vigorosas ordenaron: "Cargar las escotas de las cuchillas y de la mesana!"

Los grumetes se apiñaron junto a los motones y jarcias, se oyó el chillido de cabos que se cobran, las velas verticales que quedan entre los palos viraron un poco hacia el centro del buque, y éste se inclinó aún más, adquiriendo mayor velocidad. De vez en cuando un ruido se producía en las lonas de las vergas y una manga de viento bajaba haciendo crujir los aparejos.

—¿Qué hay? —dijo el sargento escribiente, gordo y rechoncho, al ver al niño, y continuó—: ¡Ah!... Tú eres el “pistolero” que se metió a bordo; hay diez hombres de plantón por tu culpa y un teniente arrestado en su camarote.

—¡Perdone!...

—Sí, sí —le interrumpió el escribiente—; todo el barco conoce ya tu historia; agradece que eres hijo de un ex marino; yo conocí a tu padre, y andas con suerte: la Superioridad contestó el radio del comandante, autorizándole para seguir a bordo ocupando la plaza del “último grumete”.

El corazón del niño no pudo contenerse de júbilo; dos lágrimas rodaron de sus ojos, y con una sonrisa de felicidad, exclamó:

—¡Gracias, mi sargento!

Era la primera vez que nombraba a un marino en forma reglamentaria, como si hubiera sido un antiguo grumete. Y ya, desde ese momento, lo era.

Durante la mañana pasó por todas las disposiciones reglamentarias: filiación, examen médico, corta de pelo al ras y, por último, lo llevaron al pañol de ropa, donde le entregaron su uniforme de dril para el servicio y de paño azul para salida, ropa blanca, alpargatas y zapatos.

Cuando vestido de grumete, con su pequeño gorro blanco de faena, subió a cubierta para presentarse a sus superiores, una intensa emoción lo embargaba. Se sentía marino, su gran sueño; la sangre de su padre revivía en el océano. Hinchó, orgulloso, el pecho con el aire salino, miró la esbelta proa de su buque, y se dio cuenta de que, después de su madre, lo que más amaba era la gloriosa corbeta.

La vieja nave pareció tener alma, pues levantó su bello mascarón de proa oteando los lejanos horizontes y emprendió con nuevos bríos su carrera entre el jardín de espuma y olas del océano. En plena mar le había nacido un hijo más en su viaje postrero: Alejandro Silva, "El último grumete de la
Baquedano
", brotando desde sus entrañas como del obscuro fondo oceánico.

¡Tres bultos a estribor!

Durante una semana estuvo recibiendo instrucción marinera. Tuvo que aprenderse de memoria un libro de tapas rojas donde estaban los nombres de todos los compartimientos, jarcias, velas y detalles de la estructura de una corbeta.

Cuando sus instructores lo aprobaron, entró a servir en el personal del palo trinquete, pues la tripulación se divide en guardias que corresponden a los tres palos, de proa a popa: trinquete. mayor y mesana.

Cada personal compite con los otra para mantener en mejor estado el aparejo y velamen de su palo y para ser los mejores y primeros en las maniobras de la navegación a vela. Se dividen en guardias, y, noche y día, permanentemente hay un grupo de grumetes y marineros al pie de cada palo, listos a los silbatos de los contramaestres que ordenan las maniobras de esta delicada navegación.

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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