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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

El último grumete de la Baquedano (3 page)

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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Por fortuna, le correspondió su primera guardia nocturna una noche en que el Pacífico había calmado sus furias.

—¡La guardia del trinquete a formar! —gritó un cabo contramaestre, y los grumetes y marineros que les correspondía guardia subieron al puente.

El mar estaba en calma, la luz de la luna reverberaba entre las pequeñas olas y una brisa del Oeste apenas inflaba los foques, juanetes, jarcias, vergas y cuchillas.

A pesar de la calma, se formaban algunas mangas de aire que bajaban arremolinadas por el velamen, y una de ellas, arrancó de cuajo el café que un grumete conducía en una garrafa.

—¡Cierra la tarasca! —le gritó uno del trinquete.

En el puente de mando se divisaba al oficial de ruta, dando las últimas instrucciones. La
"Chancha"
, como cariñosamente se le llama en la marina a
"La Baquedano"
, cabeceaba lentamente, como un tardo cetáceo, en busca del lejano Sur.

El toque de silencio, lastimero y prolongado, salió del corneta de guardia y se fue estirando, sin eco, por la inmensidad del mar. Casi toda la tripulación dormía en los entrepuentes; solo los de guardia permanecían sobre cubierta.

Un profundo silencio invadió a la nave después del toque de corneta; luego, monótona, se dejó oír una voz en el canastillo, situado en lo alto del palo de trinquete, que dijo: "¡Uno!..." "¡Dos!", exclamó como un eco otra voz: "¡Tres!", remató una tercera, y el silencio reinó de nuevo en el buque. Pero no mucho; al poco rato las extrañas voces que brotaban de la noche repitieron con ritmo monótono: "¡Uno, dos, tres!".

"Luego me va a tocar a mí", se dijo el grumete Alejandro , y se tendió para dormir al pie del trinquete con sus demás compañeros.

El ya sabía el origen de esas voces: durante la navegación a vela, en las noches, tres vigías permanecen en constante alerta; uno parado en la cofa del trinquete, atalayando las negruras, se denomina "el tope", y dos a cada costado de la cubierta, que se llaman "serviolas".

Cada cierto tiempo, el "tope" grita: "¡Uno!"; "¡Dos!", repite el serviola de estribor; y "¡Tres!", el de babor; esto indica que no hay novedad en el mar y que permanecen alerta.

Como estas guardias son muy duras, especialmente cuando hay temporal, el “tope” permanece una hora en la cofa, y los serviolas , dos.

Además, atrás, en la popa, paseándose sobre la toldilla de babor a estribor, otro marinero con un salvavidas terciado, listo para ser arrojado al mar, es el encargado de vigilar si un hombre cae al agua desde las jarcias y dar el conocido grito de alarma: “¡Hombre al agua!” A este vigía, en jerga marinera, se le llamaba “el picarón”, por el parecido que tiene el salvavidas redondo con ese sabroso comestible.

—Ah, arriba el “tope”!

Un grumete lo sacudió con fuerza. Alejandro se levantó restregándose los ojos, miró la luna que se había corrido hacia el occidente, y se dispuso a subir a la cofa. En esos instantes descendía el relevado. Era la primera guardia que hacía en ese puesto.

Subió por la escalera de cuerda, que a la vez servía de viento al trinquete, y se instaló en la cofa.

En el día, durante la instrucción, le había parecido muy sencillo, pero en la noche, suspendido como un péndulo de reloj invertido, a tanta altura aquello era impresionante.

El barco avanzaba lentamente, cabeceando por la mar “boa”. Los tumbos hacia estribor eran contenidos por el velamen, pero hacia babor eran tan grande y el palo trinquete se inclinaba tanto sobre el mar, que Alejandro tenía que tomarse con ambas manos del canastillo de la cofa para sentirse seguro.

“¡Uno!”, gritó desde lo alto, por primera vez. “¡Dos!”, “¡Tres!”, repitieron los “serviolas”, y él se puso más contento y con más ánimo para resistir los vaivenes, al pensar que ya servía como un avezado grumete.

“¡Uno!”, “¡Dos!”, “¡Tres!”. Ya hacía media hora que iniciaba las palabras que caían como una monótona gotera en medio de la paz de la noche y el tenue crujir de las jarcias.

El viento, arriba más intenso, empezaba a calarle el cuerpo, a pesar del grueso chaquetón de pelo de camello.

“¡Uno!”, “¡Dos!”, “¡Tres!”. Y nada en la inmensidad del mar, alumbrado suavemente por la luna.

Desde la cofa, Alejandro, antes de gritar, ponía siempre la mano a manera de visera sobre los ojos, echaba el cuerpo fuera del canastillo y, como un viejo lobo de mar de los antiguos tiempos, recorría con su vista los horizontes; sólo hasta entonces, cuando se cercioraba de haber cumplido fielmente su deber, exclamaba: “¡Uno!”.

Así contemplaba con cierto agrado el mar, que desde su puesto parecía un campo arado, la mitad lleno de luz y la otra mitad lleno de sombras, cuando, de súbito, vio que en dirección a la amura de estribor, en la lejanía, tres bultos negros avanzaban en dirección a la corbeta, rompiendo ágilmente las aguas.

—¡Tres bultos negros por la amura de estribor!

—gritó.

—¡Tres bultos negros por la amura de estribor!

—repitieron los "serviolas".

El oficial de guardia dio una voz de mando, y el silbato de un contramaestre laceró el espacio.

En un instante, las guardias de los tres palos estuvieron listas, al pie de las escotas, para maniobrar con las velas.

El grumete vio desaparecer a los tres bultos, que semejaban submarinos a gran velocidad, y gritó de nuevo:

—Desaparecieron los tres bultos!

—¡Desaparecieron los tres bultos! —repitieron uno a uno los "serviolas".

Pero no bien había terminado su exclamación, cuando, de súbito, los tres bultos negros aparecieron casi al costado de la corbeta, levantando grandes olas y lanzando gigantescos chorros de agua.

El niño quedó confuso; el mastelero del trinquete casi pasó rozando uno de los chorros en un vaivén, y apenas se dio cuenta de lo que era, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Tres ballenas a babor!

—¡Tres ballenas a babor! —repitieron los "serviolas".

Los enormes cetáceos, con sus lomos color pizarra relucientes, se alejaron velozmente hacia la vastedad del mar.

Al descender de su guardia de “tope”, Alejandro vio que sus compañeros lo miraban con ironía.

Al acostarse, uno le dijo:

—Hay que conocer a primera vista lo que se ve en el mar; para otra vez grita desde un principio: “¡Ballenas a estribor!”, y así no harás despertar y levantarse a todas las guardias. ¡Mañana te van a hacer muchas bromas!

El niño se mordió el labio inferior y un desgano pasó como una ráfaga helada por su cuerpo y su espíritu.

Efectivamente; al otro día, en cuanto alguien lo avistó, le gritó: “¡Tres bultos a estribor!”, y una carcajada resonó en el entrepuente.

A la hora del almuerzo, la aventura de “los tres bultos a estribor” fue comentada por toda la tripulación.

Esta era la hora en que la marinería conversaba las incidencias del viaje más libremente. Cuando el ranchero, desde un extremo de la mesa, limpia y blanqueada con agua y soda, repartió los grandes trozos de pan, al lanzar el que le correspondía a Alejandro, uno gritó:

—¡Cuidado!, "bulto a estribor”.

—¡Los bultos no se comen! —exclamó otro.

Ese día recibió el primer bautismo de los bromistas del barco: fue reconocido por el apodo de “Tres bultos”.

El fantasma del "Leonora"

El día, durante la navegación, estaba distribuido en guardias, instrucciones, ejercicios y comidas. A excepción de la enseñanza militar y marinera, para los grumete y cadetes navales, el barco no tenía gran diferencia con un instituto que de pronto se hubiera lanzado a navegar con su alumnado adentro.

Aquella tarde correspondían clases de matemáticas, historia y geografía.

Al final de las clases, aquí donde todo está reglamentado, se ordenó una ‘hora de costura. Cada grumete sacó de su cajón una carretilla de hilo, agujas y una cauta con botones, y unos en el entrepuente y otros en cubierta, empezaron a revisar sus ropas, a coserlas, a prenderles los botones, etc.

Alejandro se dirigió con su grupo al castillo, lugar preferido por él, porque desde allí se dominaban todo el buque, las maniobras y la vastedad del mar.

Sentados en cuclillas, grumetes y marineros iniciaron la revisión de sus prendas de vestir.

Los muchachos comentaban alegremente diversas incidencias de la navegación; los peligros en que uno estuvo al cargar las velas de un sobrejuanete, otro en el extremo de una yerga a punto de caer al mar, en fin, cosas sanas y simples de su vida marinera.

Así estaban, cuando, con un pantalón en la mano y una caja de costura en ‘la otra, llegó a sentarse entre los grumetes un viejo sargento primero carpintero, el sargento Escobedo.

—¡A ver, muchachos, háganme un lugarcito; voy a aprovechar un ratito de tiempo para remendar este pantalón que está más viejo que yo, con la diferencia de que él tiene quién lo cosa, mientras que a mis pobres huesos no los retempla ni el diablo! —dijo el viejo sargento.

Escobedo, prestigioso carpintero de "La
Baquedano
", había vivido su vida en ese buque, y, ahora que sabía que a la vuelta lo iban a desguazar, estaba un poco apesadumbrado y pensaba que antes de pisar otras cubiertas preferiría acogerse a la jubilación.

De índole noble, amaba a los grumetes y los ayudaba con sus consejos y experiencias para que no los castigasen; pero, sobre todo, gustaba contarles las aventuras de sus mocedades.

—Yo, en mis primeros años, fui “mercantoso” —empezó diciendo el sargento Escobedo aquella tarde en el castillo de proa, mientras los grumetes, cosiendo, le escuchaban respetuosamente—. Viajé en los carboneros, en buques fruteros por los mares ecuatoriales, tuve muchas aventuras, pero nunca como la que me ocurrió en el puerto a donde llegaremos dentro de poco: Punta Arenas. ¡Ahí vi un fantasma; ha sido la única a vez en mi larga vida que he visto cosa tan rara!

Al oír nombrar el lejano lugar. Alejandro levantó la cabeza con atención, vínole a la memoria su hermano, del cual tenía un vago recuerdo, y la promesa que le había hecho a su madre de buscarlo por los canales y mares del Sur, a donde “La
Baquedano
” se dirigía ahora.

—Me quedé en esas tierras, hace muchos años —continuó el viejo sargento carpintero—, con el propósito de hacer dinero trabajando en las estancias ganaderas; pero aunque pude hacerlo, no soporté la ausencia del mar, y me dirigí a la ciudad de Punta Arenas, en busca de plata a bordo de cualquier barco.

Los grumetes se acomodaron, aprontándose a escuchar una de las buenas narraciones del viejo Escobedo.

—Y no encontré embarco —siguió el sargento, con acento calmoso—; pero, en cambio, leí en un periódico que se necesitaban dos hombres de mar para el pontón
“Leonora”
.

El
“Leonora”
había sido un hermoso velero de cuatro palos que, rescatado de las rocas del Estrecho de Magallanes, en un naufragio acaecido hace muchísimos años, había sido convertido en pontón por una compañía naviera; es decir, en bodega flotante, para guardar mercaderías de trasbordo.

—Su tripulación estaba compuesta de un patrón y cuatro marineros.

“Todo esto lo averigüé en la pensión de marineros donde me alojaba, y, al decirle a uno de mis compañeros de hospedaje que me iba a presentar para contratarme de marinero en el
“Leonora”
, me advirtió con cierta alarma: Mire, no es conveniente que vaya a ese barco; para el
“Leonora”
sólo se contratan los desesperados, los peores marineros, los que no encuentran contrato; porque desde hace muchos años, cada cierto tiempo, desaparece misteriosamente de ese barco un hombre; nadie sabe cómo mueren; a veces se encuentra el cadáver en la playa y otras veces ni eso. Yo tuve un compadre, Jesús Barría, que aguantó a bordo cuatro años y durante ese tiempo desaparecieron cuatro de sus compañeros, uno por año. "—¡A mí no me lleva el demonio que tiene embrujado a éste barco; voy a acabar con él!", decía golpeándose el pecho, mi compadre; fatalmente, también se lo llevó una noche, porque todos han desaparecido de noche. ¡Este año no se ha llevado a nadie aún, y no vaya a ser usted el elegido!, terminó medio en serio y en broma mi compañero de pensión.

No le hice caso, nunca he creído en patrañas; aunque ahora que me estoy poniendo viejo suelo atar los cabos de tantas cosas que me han sucedido y tengo mis dudas —continuó, sonriendo, el sargento. mientras algunos grumetes se tendían en la cubierta del castillo con la cara entre las manos, mirando al viejo para no perder detalle de su relato.

Fui a la Oficina Armadora y me contraté para el
Leonora
; de allí esperaría el paso de algún vapor para regresar a la zona Norte

Claro que mis compañeros eran unos granujas, de los que bota la ola en los puertos; me lo dijeron, apenas los vi sus caras, donde más de un cuchillo había dejado su huella. El mismo patrón no parecía de los trigos muy limpios. Aquí no hay tal embrujamiento —me dije—. ¡con éstos, quién no va a desaparecer!

En fin, a lo hecho pecho, y me puse a cumplir mis obligaciones, que eran muy pocas, pues la vida a bordo de los pontones es descansada; están toda la vida anclados, girando sobre sus cadenas con la proa siempre’ al viento. Se trabajaba sólo cuando atracaba algún barco a descargar o a cargar; el resto del tiempo me entretenía haciendo pequeños bergantines o pescando sabrosos róbalos, choros o centollas.

Recorrí el barco, que había sido hermoso. Las paredes y cielos de la cámara, tallados; las sillas y mesas, de caoba y cedro; las escaleras, con figuras de serpientes en las barandas, incrustaciones de bronce macizo; en fin, toda la riqueza de las antiguas naves. Pero lo que más me llamó la atención fue cuando, desde un bote, vi el mascarón de proa.

"Representaba una sirena, la cara y el cuerpo tan bonitos como una virgen, sus dos lindos brazos abiertos como queriendo abrazar al mar y las aletas pegadas a los bordes, igual que una aparición, blanca como el mármol.”

Una ligera brisa suelta hizo flamear algunas velas que resonaron como un bombo; el sargento miró escudriñando el horizonte.

—Parece que se va a levantar fresco —dijo, y continuó su relato:

“Tuvimos algunos temporales a bordo del
Leonora
, sin peligro ni consecuencias. Llegó el invierno, las montañas, la ciudad y la costa misma se pusieron blancas de nieve, los temporales disminuyeron y todo se puso tan tranquilo y frío que parecía de vidrio. ¡Ya verán ustedes lo rara que es esa tierra!

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