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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar

BOOK: El valor de educar
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Cada vez que se mencionan las grandes inquietudes de nuestro tiempo -el racismo, la intolerancia, la violencia, el abuso de drogas, etc.- se llega a la misma conclusión: son cuestiones que deben afrontarse desde la escuela. Pero también sabemos que en casi todos los países se habla de crisis de la educación y se suceden cacofónicamente los planes de estudio, el desconcierto de los maestros, las protestas de los estudiantes, las quejas de los padres, los debates entre partidarios de la enseñanza pública y la enseñanza privada. Parece oportuno hacer un alto y plantear las cuestiones esenciales: ¿qué es la educación?, ¿qué ha sido y qué puede llegar a ser?, ¿qué esperamos de ella?, ¿consiste en la mera trasmisión de conocimientos o debe formar para la ciudadanía democrática?

En este ensayo se intenta responder a estas preguntas y también acercarse a otras cuestiones fundamentales: la tensión educativa entre disciplina y libertad, el eclipse de las humanidades, los límites de la neutralidad escolar, el papel de la familia, la formación moral y su relación con el sexo, las drogas o la violencia, etc. Se trata de una reflexión de alcance filosófico pero cuyos resultados prácticos atañen al más amplio espectro social: por eso el libro se abre con una cata dirigida a una maestra y se cierra con otra destinada a una ministra.

Completa la obra una breve antología de textos de filósofos y escritores sobre el tema educativo.

Fernando Savater

El valor de educar

ePUB v1.0

Klein1965
23.10.11

1.ª edición: marzo 1997

2.ª edición: abril 1997

© 1997: Fernando Savater

Derechos exclusivos de edición en español

reservados para todo el mundo:

© 1997: Editorial Ariel, S. A.

Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN: 84-344-1167-9

Depósito legal: B. 17.193 - 1997

Impreso en España

1997. - Talleres LIBERDÚPLEX, S. L.

Constitución, 19 - 08014 Barcelona

A mi madre
,

mi primera maestra

«Los hombres han nacido
los unos para los otros;
edúcales o padécelos.»
M
ARCO
A
URELIO
«El niño no es una botella que hay que llenar,
sino un fuego que es preciso encender.»
M
ONTAIGNE
A GUISA DE PRÓLOGO

Carta a la maestra

Permíteme, querida amiga, que inicie este libro dirigiéndome a ti para rendirte tributo de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te llamo «amiga» y bien puedes ser desde luego «amigo», pues a todos y cada uno de los maestros me refiero: pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer un guiño a lo políticamente correcto. Primero, porque en este país la enseñanza elemental suele estar mayoritariamente a cargo del sexo femenino (al menos tal es mi impresión: humillo la cerviz si las estadísticas me desmienten); segundo, por una razón íntima que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra y que quizá subyace, como ofrenda de amor, al propósito mismo de escribirla.

En lo tocante a la admiración, tampoco hay pretensión de halago oportunista. Vaya por delante que tengo a maestras y maestros por el gremio más necesario, más esforzado y generoso, más
civilizador
de cuantos trabajamos para cubrir las demandas de un Estado democrático.

Entre los baremos básicos que pueden señalarse para calibrar el desarrollo humanista de una sociedad, el primero es a mi juicio el trato y la consideración que brinda a sus maestros (el segundo puede ser su sistema penitenciario, que tanto tiene que ver como reverso oscuro con el funcionamiento del anterior). En la España del pasado reciente, por ejemplo, los republicanos progresistas convirtieron a los maestros en protagonistas de la regeneración social que intentaban llevar a cabo, por lo que, consecuentemente, la represión franquista se cebó especialmente con ellos, diezmándolos, para luego imponer la aberrante mitología pseudoeducativa que ha reflejado con tanta gracia Andrés Sopeña en su libro
El florido pensil
.

Actualmente coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una exclusiva hispánica— el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de maestras y maestros. ¿Que se habla de la violencia juvenil, de la drogadicción, de la decadencia de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el diagnóstico que sitúa —desde luego no sin fundamento— en la escuela el campo de batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar. Cualquiera diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radical importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional, los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de comunicación. Como bien sabemos, no es así. La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser —¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España ese dicharacho aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»... En los
talking-shows
televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro: ¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de
dignificar
el magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza... ¿inferior?

Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así como «fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros. ¿Qué somos los catedráticos de universidad, los periodistas, los artistas y escritores, incluso los políticos conscientes, más que
maestros de segunda
que nada o muy poco podemos si no han realizado bien su tarea los primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y ante todo tienen que prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por excelencia, el sistema mismo de convivencia democrática, que debe ser algo más que un conjunto de estrategias electorales...

En el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan este libro— poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea
prioritaria
en inversión de recursos, en atención institucional y también como centro del interés público. Hay que evitar el actual círculo vicioso, que lleva de la baja valoración de la tarea de los maestros a su ascética remuneración, de ésta a su escaso prestigio social y por tanto a que los docentes más capacitados huyan a niveles de enseñanza superior, lo que refuerza los prejuicios que desvalorizan el magisterio, etc. Es un tema demasiado serio para que lo abandonemos exclusivamente en manos de los políticos, que no se ocuparán de él si no lo suponen de interés urgente para su provecho electoral: también aquí la sociedad civil debe reclamar la iniciativa y convertir la escuela en «tema de moda» cuando llegue la hora de pergeñar programas colectivos de futuro. Es preciso convencer a los políticos de que sin una buena oferta escolar nunca lograrán el apoyo de los votantes. En caso contrario, nadie podrá quejarse y no queda más que resignarse a lo peor o despotricar en el vacío.

Por supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien dotadas se las arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como siempre ha ocurrido. Está muy extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la enseñanza escolar —salvo en sus aspectos más servilmente instrumentales— fracasa
siempre
. En tal naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Un político amigo mío al que confié mi obsesión por la importancia de la formación en los primeros años se mostró escéptico: «a ti de pequeño te dieron una educación religiosa y ahora ya ves: ateo perdido; no creo que las intenciones de los educadores cuenten finalmente mucho y hasta pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo (complementado por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo u otro) trae en su apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta ocasión que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar? Sin embargo esta convicción no impidió a Freud preferir el imposible gobierno inglés al de la Alemania nazi ni le hizo renunciar a su tarea como psicoanalista e instructor de psicoanalistas.

Al igual que todo empeño humano —y la educación es sin duda el más
humano
y humanizador de todos, según luego veremos—, la tarea de educar tiene obvios límites y nunca cumple sino parte de sus mejores —¡o peores!— propósitos. Pero no creo que ello la convierta en una rutina superflua ni haga irrelevante su orientación ni el debate sobre los mejores métodos con que llevarla a cabo. Sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra un punto paradójico, pues da por supuesto que nosotros —los deficientemente educados— seremos capaces de educar bien. Si el condicionamiento educativo es tan importante, nosotros los maleducados (por ejemplo los que crecimos y estudiamos las primeras letras bajo una dictadura) estamos ya condenados de por vida a perpetuar las tergiversaciones en las que nos hemos formado; y si hemos logrado escapar al destino ideológico que nuestros maestros pretendieron imponernos, ello puede indicar que después de todo la educación no es asunto tan importante como suelen suponer los conductistas pedagógicos. Katharine Tait, en su delicioso libro
My Father Bertrand Russell
, señala que su ilustre progenitor estaba paradójicamente convencido por igual de la importancia de una buena educación para sus hijos y de que él personalmente no había sido irrevocablemente sellado por el rígido puritanismo de su formación infantil: «Puede que él pudiera pensar que el adecuado condicionamiento de los niños produciría el tipo de personas debido, pero ciertamente no se consideraba a sí mismo como el inevitable resultado de su propio condicionamiento.» Pues bien, creo necesario asumir resignadamente esta eventual contradicción para seguir adelante con este libro. En cualquier educación, por mala que sea, hay los suficientes aspectos positivos como para despertar en quien la ha recibido el deseo de hacerlo mejor con aquellos de los que luego será responsable. La educación no es una fatalidad irreversible y cualquiera puede reponerse de lo malo que había en la suya, pero ello no implica que se vuelva indiferente ante la de sus hijos, sino más bien todo lo contrario. Quizá de una buena educación no siempre deriven buenos resultados, lo mismo que un amor correspondido no siempre implica una vida feliz: pero nadie me convencerá de que por tanto la una y el otro no son preferibles a la doma oscurantista o a la frustración del cariño...

BOOK: El valor de educar
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