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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (7 page)

BOOK: El viajero
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—Hazme reír —me ordenó, dando saltos.

—¿Qué? —pregunté de nuevo.

—Cuéntame un chiste. Con este salto van siete. Te he dicho que me hagas reír, marcolfo! ¿O prefieres tener un bebé?

—¿Qué?

—Bueno, déjalo. Voy a estornudar. —Se cogió una mata de pelo, metió las sucias puntas en un agujero de la nariz, y estornudó explosivamente.

¡Bum! Gr-rr-rr… Los gemidos del gato se apagaron, y evidentemente el gato se murió. Oí a los niños pelearse por lo que harían con el cadáver. Ubaldo quería tirárnoslo a Malgarita y a mí, Daniele quería arrojarlo a la puerta de la tienda de algún judío.

—Espero habérmelo sacudido todo —dijo Malgarita limpiándose los muslos con uno de los harapos de su cama.

Volvió a tirar el harapo sobre el jergón, se fue al lado opuesto de la bodega, se puso en

cuclillas y comenzó a orinar copiosamente. Me esperé un rato, creyendo que alguno de los dos debería decir algo más. Pero al final decidí que su meada matutina era inagotable, y me marché de la barca gateando, tal como había entrado.

—Sana capána! —gritó Ubaldo, como si me acabara de reunir con ellos entonces —.

¿Cómo ha ido?

Le dirigí la sonrisa hastiada de un hombre de mundo. Los demás niños daban alaridos y abucheaban amistosamente, y Daniele dijo:

—Mi hermana es buena, sí, ¡pero mi madre es mejor!

Doris no estaba por allí, y me alegré de no tenerme que encontrar con su mirada. Había realizado mi primer viaje de exploración, una especie de incursión en el mundo de los hombres, pero no estaba dispuesto a enorgullecerme de esa hazaña. Me sentía sucio, y estaba seguro de oler a Malgarita. Deseaba haber hecho caso a Doris y haberme abstenido. Si eso era todo, si en eso consistía ser un nombre, y hacerlo con una mujer, pues bien, ya lo había hecho. De ahora en adelante, tenía derecho a pavonearme tan presuntuosamente como los demás chicos y lo haría. Pero en mi fuero interno decidí que volvería a ser amable con zía Zuliá. No la molestaría diciéndole lo que había descubierto en su habitación, ni la despreciaría, ni le pediría nada, ni le arrancaría concesiones con la amenaza de contarlo. Me daba lástima. Si yo me sentía sucio y desdichado después de mi experiencia con una simple chica de las barcas, cuán miserable no se sentiría mi niñera al no tener a nadie más que quisiera hacerlo con ella excepto un negro despreciable.

Sin embargo, no tuve la oportunidad de demostrar mi nobleza de espíritu. Al volver a casa me encontré a todos los demás sirvientes consternados porque Zuliá y Michiél habían desaparecido durante la noche.

Maistro Attilio había llamado ya a los sbiri, y esos simiescos policías estaban haciendo conjeturas típicas de ellos: que Michiél había secuestrado a Zuliá en su bátelo, o que los dos, por algún motivo, habían salido en la barca de noche, habían volcado, y se habían ahogado. De modo que los sbiri pidieron a los pescadores del litoral marítimo de Venecia que vigilaran bien sus anzuelos y redes, y a los campesinos de tierra firme del Véneto que estuvieran atentos por si veían a un barquero negro llevando cautiva a una damisela blanca. Pero luego se les ocurrió investigar en el canal más próximo a Ca'Polo, y allí estaba el bátelo, inocentemente amarrado a su palo, o sea que los sbiri tuvieron que exprimirse el cerebro buscando nuevas teorías. En todo caso, si hubieran cogido a Michiél, incluso sin mujer, habrían tenido el placer de ejecutarle. Un esclavo que huye es, ipso facto, un ladrón, puesto que roba la propiedad de su patrón: su propia vida. Yo callé lo que sabía. Estaba convencido de que Michiél y Zuliá, alarmados por mi descubrimiento de su sórdida unión, se habían fugado juntos. De todos modos, nunca los detuvieron y no volvimos a oír hablar de ellos. Debieron de seguir su camino hacia algún remoto rincón del mundo, a su nativa Nubia o su nativa Bohemia, en donde pudieron vivir miserablemente el resto de sus días.

5

Me sentía tan culpable, y por tantos motivos distintos, que tomé una decisión sin precedentes en mí. Por voluntad propia y sin que me obligara ninguna autoridad fui a la iglesia a confesarme. No me dirigí a la de San Felice, la iglesia de nuestro confino, porque el viejo padre Nunziata me conocía tan bien como los sbiri del lugar, y yo quería a alguien que me escuchara con mayor desinterés. Recorrí, pues, todo el camino hasta la basílica de San Marcos. Allí no me conocía ningún cura, pero la iglesia guardaba los huesos de mi santo patrón, y yo confiaba que les inspiraría simpatía.

Dentro de la gran nave abovedada me sentía como un insecto, empequeñecido por el oro y el mármol reluciente y por los santos notables que se perdían en lo alto, entre los mosaicos del techo. Todo lo que contiene este bellísimo edificio es de tamaño superior al natural, incluyendo la sonora música que sale bramando y balando de un rigabélo que parece incapaz de contener tanto ruido. La basílica de San Marcos siempre está

atiborrada y tuve que hacer cola ante uno de los confesonarios. Finalmente entré en él y puse en marcha mi purgación.

—Padre, me he dejado arrastrar con excesiva libertad por mi curiosidad y me he desviado del camino de la virtud…

Continué un rato en este tenor hasta que el cura me pidió impaciente que dejara de regalarle con todas las circunstancias preliminares de mis extravíos. Entonces recurrí, sin mucho entusiasmo, a la fórmula «he pecado de pensamiento palabra y obra», el padre impuso unos cuantos padrenuestros y avemarías, y al salir yo del confesonario para cumplir con la penitencia el rayo cayó sobre mí.

Lo digo en sentido casi literal, porque ésa fue la sensación que ve cuando mis ojos se posaron en dona Ilaria. En aquel momento no sabía su nombre, desde luego; únicamente sabía que estaba contemplando a la mujer más bella que había visto nunca en mi vida, y mi corazón quedó en su poder. También ella estaba saliendo de un confesonario y tenía el velo levantado. Yo no podía imaginar que una dama de belleza tan resplandeciente tuviera que confesarse de algo más que de unas fruslerías, pero antes de que se bajara el velo vi una chispa como de lágrimas en sus gloriosos ojos. Oí un crujido y el cura cerró

la barandilla del confesonario que ella había abandonado y salió fuera. Dijo algo a los demás suplicantes que hacían cola y éstos refunfuñando se dispersaron hacia las demás colas. El cura se acercó a dona Ilaria y los dos se arrodillaron en un reclinatorio vacío. Me acerqué hacia ellos en una especie de trance y me introduje en su mismo banco desde la nave lateral, mirándolos fijamente desde mi lado. Ambos mantenían inclinada la cabeza, pero pude observar que el cura era joven y tenía una cierta belleza austera. Aunque no lo creáis sentí un pinchazo de celos contra mi dama —mi dama —por no haber escogido a alguien más viejo y seco a quien contar sus problemas. Tanto él como ella movían los labios rezando, pero alternadamente, por lo que supuse que él dirigía alguna letanía y ella contestaba. En otro momento quizá me hubiese consumido de curiosidad por saber qué pudo haber dicho ella a su confesor en el confesonario para que él le dedicara una atención tan íntima, pero entonces estaba demasiado ocupado devorando su belleza.

¿Cómo podría describirla? Cuando contemplamos un monumento o un edificio, una obra cualquiera de arte o de arquitectura, nos fijamos en algún elemento. La obra debe su belleza a la combinación de detalles, o bien hay un detalle especial tan notable que redime el conjunto de la mediocridad. Pero el rostro humano no se contempla nunca como una suma de detalles. O nos impresiona inmediatamente como un rostro bello en su totalidad, o nos deja indiferentes. Si hablando de una mujer sólo decimos que «tiene unas cejas bellamente arqueadas» es evidente que tuvimos que fijarnos mucho para ver el detalle, y que el resto de sus rasgos apenas despiertan interés. Puedo decir que Ilaria tenía una tez fina y clara, y que su cabello era de brillante color castaño, pero hay muchas venecianas que tienen el cabello así. Puedo decir que sus ojos eran tan vivos que parecían iluminados desde dentro, en vez de reflejar la luz del exterior. Que al ver su barbilla me entraban ganas de encerrarla en la palma de mi mano. Que su nariz era una de las que yo llamo «de Verona», porque allí es donde más se ven: delgada y pronunciada, pero hermosa, como la fina proa de un bote rápido, con los ojos situados profundamente a cada lado.

Podría alabar en especial su boca. Tenía una forma exquisita y prometía blandura

cuando otros labios la apretaran. Pero había algo más. Cuando Ilaria y el cura se levantaron juntos después de sus oraciones e hicieron una genuflexión, ella hizo de nuevo una reverencia y dijo algunas palabras en voz baja. No recuerdo cuáles, pero supongamos que fueran éstas: «Le veré detrás de la capilla, padre, después de las completas.» Recuerdo que acabó diciendo «ciao», que es la lánguida manera veneciana de decir schiavo «vuestro esclavo», y me pareció un sistema sorprendentemente familiar de despedirse de un cura. Pero lo importante era el modo con que lo dijo: «Le v-veré

detrás de la capilla, p-padre, después de las completas. Ciao.» Cada vez que pronunciaba la y o la p tartamudeaba ligerísimamente, y sus labios sobresalían como haciendo pucheros y parecía que esperasen un beso. Era delicioso. Me olvidé inmediatamente de que mi intención teórica era pedir la absolución de otros errores, y cuando ella salió de la iglesia intenté seguirla. Era imposible que se hubiese dado cuenta de mi existencia, pero abandonó San Marcos de un modo que parecía preparado para impedir cualquier persecución. Avanzó con una rapidez y destreza superiores a las que yo habría demostrado si me hubiese perseguido un sbiro, y después de moverse entre la multitud del atrio desapareció de mi vista. Estupefacto, recorrí todo el circuito exterior de la basílica, y luego subí y bajé por las arcadas que rodeaban la gran piazza. Crucé varias veces transversalmente la misma piazza, sin dar crédito a mis ojos, entre las nubes de palomas y luego la piazzetta más pequeña, desde el campanario hasta los dos pilares del muelle. Volví desesperado a la gran iglesia y escudriñé todas las capillas, el santuario y el baptisterio. Incluso subí compungidamente las escaleras de la loggia donde están los caballos dorados. Finalmente me fui a casa con el corazón desolado.

Después de pasar una noche torturante, volví al día siguiente a repasar la iglesia y sus alrededores. Mi aspecto era sin duda el de un alma en pena que busca consuelo. Y quizá

la mujer era un ángel errante que había descendido una sola vez a la tierra, pues no apareció en ningún lugar. Tristemente regresé al barrio de las barcas. Los chicos me saludaron alegremente y Doris me dirigió una mirada desdeñosa. Cuando respondí con un suspiro de pesadumbre, Ubaldo se me acercó solícito y me preguntó qué me pasaba. Le conté que había entregado mi corazón a una dama y que luego la había perdido; todos los chicos se pusieron a reír, excepto Doris, que de repente pareció muy afectada.

—Parece que estos días sólo piensas en largazze —dijo Ubaldo —. ¿Quieres convertirte en el gallo de todas las gallinas del mundo?

—Es una mujer hecha y derecha, no una niña —le dije —. Y es demasiado sublime para que puedas hablar de ella como si fuera una…

—Como si fuera una pota —gritaron a coro varios de los chicos.

—De todos modos —dije con aire aburrido —, en relación a la pota, todas las mujeres son iguales.

Yo era un hombre de mundo y en aquel momento había visto ya un magnífico total de dos mujeres desnudas.

—No estoy muy enterado de esto —dijo un chico pensativamente —. En una ocasión oí a un marinero que había viajado mucho explicar cómo se reconoce a la mujer perfecta para la cama.

—¡Cuéntalo! ¡Cuéntalo! —gritó el coro.

—Cuando está de pie, con las piernas juntas y apretadas, ha de haber un pequeño y diminuto triángulo de luz entre sus muslos y su alcachofa.

—-Se le ve luz a tu dama? —me pregunto alguien.

—Sólo la he visto una vez, y en la iglesia. ¿Piensas que iba desnuda por la iglesia?

—Bueno, en este caso,¿se le ve luz a Malgarita?

Yo contesté, seguido por varios chicos más:

—No se me ocurrió mirar.

Malgarita se rió tontamente, y rió de nuevo cuando su hermano dijo:

—Tampoco podías haberlo visto, porque el culo le cuelga demasiado por detrás y el vientre le cuelga por delante.

—¡Miremos a Doris! —gritó uno de ellos —. Ola, Doris. Ponte de pie con las piernas juntas y levanta las faldas.

Doris en lugar de replicar con una impertinencia, como yo hubiera esperado, se echó a sollozar y se fue corriendo.

Todas aquellas chanzas eran sin duda divertidas, y quizá incluso educativas, pero yo pensaba en otras cosas. Les dije:

—Si puedo encontrar de nuevo a mi dama y mostrárosla, quizá vosotros podríais seguirla mejor que yo y decirme dónde vive.

—No, grazie —dijo Ubaldo con firmeza —. Molestar a una dama de alcurnia es como apostar entre los pilares.

Daniele chasqueó los dedos:

—Ahora recuerdo que esta misma tarde, según me dijeron, habrá una frusta en los pilares. Seguramente algún desgraciado que jugó y perdió. Vamos a verlo. Eso hicimos. Una frusta es un azote en público y los pilares son los que ya he citado, cerca del muelle de la piazzetta de Samarco. Una de las columnas está dedicada a mi santo patrón y la otra al anterior patrón de Venecia, san Teodoro, llamado allí Todaro. En ese lugar se llevan a cabo todos los castigos y ejecuciones de malhechores: «entre Marco y Todaro», como nosotros decimos.

Aquel día el centro de la acción era un hombre que todos nosotros, los chicos, conocíamos, pero sin saber su nombre. Todos le llamaban il Zudio, que significa tanto el judío como el usurero, y generalmente ambas cosas. Vivía en el burghéto construido aparte para su raza, pero la estrecha tienda donde cambiaba y prestaba dinero estaba en la Mercería, donde nosotros en los últimos tiempos solíamos cometer nuestros robos, y le habíamos visto a menudo acurrucado en su mesa de cambio. Su cabello y su barba parecían una especie de hongo rojo y rizado que empezaba a encanecer; llevaba en su bata larga la insignia redonda y amarilla que le proclamaba judío y el sombrero rojo que le definía como judío occidental.

Entre la multitud se encontraban numerosos representantes de su raza, la mayoría con sombreros rojos, pero algunos con tocados amarillos que demostraban su origen levantino. Probablemente no habrían acudido por propio impulso a ver aun compañero judío azotado y humillado, pero la ley veneciana obliga a todos los judíos adultos a asistir a tales actos. Como es lógico la multitud estaba formada principalmente por no judíos, congregados allí para divertirse, y una proporción insólitamente alta de los presentes eran mujeres.

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