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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (7 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Rubén quiere salir a correr, volar por la ventana si pudiera. Taparse los oídos le gustaría. Se traga el vino que le queda en el vaso de un trago, al beber se le escapa un hilillo de líquido por la comisura. Siente que le falta el aire de repente. Coge la botella y la vacía de nuevo en el vaso. Lo hace sin mirar a Marlene, es como si estuviera solo y la voz de un fantasma le contase lo que había pasado, encajando algunas piezas de un puzle que después de completarlo piensa que tal vez hubiera sido mejor no haberse preocupado de verlo terminado. Pero ya no hay vuelta atrás. El último vaso de vino le ha hecho entrar en calor.

—¿Dónde está Anna ahora? —le pregunta—. Necesito saber dónde está.

—No lo sé, Rubén. Me gustaría decírtelo, pero no puedo, y no te creas, más de uno quisiera saber dónde está Anna para pedirle cuentas. Se dicen cosas terribles sobre ella. Quién podría decir cuáles son verdad y cuáles mentira. Parece ser que al principio de la ocupación, no mucho tiempo después de que te detuvieran, empezó a colaborar con la Resistencia, pero con el tiempo terminó cambiando de bando. Quién sabe. Tal vez cambiaron sus ideas o sus intereses o se sintió confusa y perdió el norte. Puede que la obligaran. Eso solo ella puede saberlo. Lo que a mí me han contado es que traicionó a sus compañeros, que murió gente por su culpa. Pero ni siquiera eso lo tengo claro. A pesar de todo, me gusta pensar que tuvo algún motivo para comportarse de esa forma, a veces creo que incluso me gustaría sentarme a tomar un café con ella y que me contara por qué se comportó así, por qué hizo lo que hizo. ¿Quieres saber dónde está? Ya te digo, en eso no puedo ayudarte. Ojalá pudiera.

Le ha cogido la mano desde su lado de la mesa. Rubén piensa que lo que Marlene quiere es que no beba más. La gente cambia con el tiempo, le ha dicho, y él ha pasado cinco años fuera, en el infierno, y tal vez Marlene tema que al final acabe poniéndose violento, que se vuelva loco, si es que no lo está ya, después de lo que ha pasado y de lo que ella acaba de contarle.

Pero Rubén también está confundido. Y aturdido, y cansado. Mira la botella de vino, aún por la mitad, como una tentación.

—Anna se fue de París antes de que llegaran los aliados. Te hubiera gustado estar aquí, Rubén, el año pasado, en agosto. Los españoles fueron los primeros en entrar en la ciudad, con el general Leclerc al mando. Aquel día fue una fiesta. El día más feliz de mi vida.

Rubén ya sabía que los españoles fueron los primeros que entraron en París, pero ahora mismo eso le da igual. Incluso le sería indiferente que le contaran que los hombres de la 101 aerotransportada se habían lanzado en paracaídas sobre Madrid para echar a Franco del Pardo. Ahora solo piensa en Anna. No es capaz de verla cogida del brazo de un alemán, da igual que sea un oficial de la Wehrmacht, un científico o un SS. No puede ser. Ella no. Tiene que ser otra. Anna no, sino alguien que se le parece.

—Dicen que se marchó con él a Alemania. En el fondo, a nadie le extrañó. Ella es medio alemana y se había unido a un alemán. Luego he oído algunas cosas sobre ella. Que estaba viviendo ya en Berlín cuando los rusos conquistaron la ciudad, incluso que había muerto durante un ataque aéreo al convoy de soldados con los que ella iba camino de Berlín. No puedo decirte si está viva o muerta, Rubén. Lo lamento. Pero créeme si te digo que a mí de verdad me gustaría que estuviera viva y que nos explicase por qué hizo lo que hizo, por qué nos traicionó.

Rubén se levanta. Al hacerlo se da cuenta de que el mundo se ha vuelto borroso, que las piernas apenas lo sostienen. Se toca las gafas sobre el puente de la nariz, para comprobar que las lleva puestas. Mira a Marlene, a quien ya ha dejado de escuchar, y luego la botella de vino. Está vacía. Hace un momento quedaba la mitad, pero ahora está vacía.

—Siento habértelo contado, Rubén, pero me has pedido que te diga la verdad. Lo siento, te juro que lo siento.

—¿Cómo se llama ese alemán?

Se lo pregunta y sabe que en realidad a él le da igual conocer el nombre del tipo con el que estuvo Anna. Qué más da cómo se llame. Como si eso importase. Como si el nombre tuviera alguna clase de significado.

—El nombre. ¿Para qué quieres saberlo? Déjalo correr, Rubén. Eso pertenece al pasado. Los alemanes se fueron de París. Los nazis han sido derrotados. Déjalo estar. Tienes toda la vida por delante.

Rubén sacude la cabeza. Tiene que apoyarse en el respaldo de la silla para mantenerse en pie. Solo quiero saber su nombre, insiste, haciendo un esfuerzo por mantenerse erguido, y Marlene hace un gesto, como si le costase recordar. Tiene que saber su nombre. Marlene los vio juntos muchas veces, cuando ya le había retirado el saludo a Anna. No solo ella, sino mucha gente, todo el mundo conocía el nombre del alemán con el que Anna había iniciado una relación. Si no se lo dice ella lo hará cualquier otro. Qué más da que Rubén sepa su nombre. Müller, le dice, como si de repente lo recordase. Franz Müller.

—Müller —repite Rubén—. Franz Müller.

Ya ha cogido el sombrero. Se ha estirado la chaqueta. La habitación le da tantas vueltas que de pronto se le ocurre que es un niño al que han subido por primera vez a un tiovivo. Procura mantener firmes la piernas flacas, el cuerpo erguido al menos mientras esté en el salón de Marlene. Baja la cabeza Rubén. Se pone el sombrero por fin.

—Muchas gracias, Marlene. Me ha encantado probar tu comida.

Pero el plato de sopa todavía está más de medio lleno sobre la mesa. Ya se ha enfriado.

—¿Adónde vas, Rubén? Quédate aquí, aunque solo sea esta noche. Es tarde. Seguro que todavía no tienes donde alojarte en París. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, hasta que encuentres algo.

Marlene le coge la mano. Es la primera vez que una mujer le coge la mano en cinco años. Una mano de mujer, tan suave.

—Quédate. Sabes que en mi casa sobra sitio.

Rubén no está seguro del motivo de la insistencia, pero no se va a quedar a pasar la noche. La mano de Marlene no se aparta de la suya. Siente que se la acaricia, el dedo que se desliza con suavidad sobre su dorso. Ha bebido demasiado. Está confundido.

—Tengo que marcharme.

Marlene todavía estira los dedos para acariciarle el brazo. Pero Rubén ya se ha dado la vuelta y le ha dado las gracias de nuevo.

—Gracias por la comida. Gracias por el vino. Gracias por la compañía. Gracias por decirme la verdad.

Sale a la calle vacía, dando tumbos, pero lo bastante recto como para no perder del todo la compostura. Antes de llegar a la esquina tiene que apoyarse un par de veces en la pared para recuperar el aliento y el equilibrio. Gira a la izquierda, en la rue Roquette, hacia la plaza de la Bastilla. De repente comprende que lo mejor que ha hecho es marcharse de casa de Marlene. Necesita un espacio abierto porque se ahoga. Le falta el aire. No puede respirar. No ha llegado a la plaza todavía cuando siente el sabor amargo del vino que ahora le repugna, le sube desde el estómago y no puede evitar un torrente pastoso, mezcla de vino, sopa, pan y bilis, que le sale por la boca, una catarata que se derrama en la acera, frente a la columna del Catorce de Julio.

Anna

Durante un mes, cada día Anna hace dos recorridos idénticos. Uno, desde su casa en la rue Lappe para coger el metro en la plaza de la Bastilla que la lleve a su trabajo en la academia. Luego, aprovechando la pausa para comer, de nuevo el metro hasta la plaza de la Concordia, cruzar por los jardines de las Tullerías, no más de cinco minutos, incluso menos si camina deprisa, para atravesar luego la rue de Rivoli y plantarse en la puerta del hotel Meurice.

El soldado que está de guardia le corta el paso. Anna incluso es capaz de encontrar algo parecido a una sonrisa que comprime el barboquejo del casco. Este soldado alemán, igual que todos los que montan guardia en la puerta del cuartel general de la Gestapo, la conoce. Lleva un mes haciendo el mismo recorrido, a la misma hora, salvo los sábados y los domingos, que lo hace más temprano. No la dejaron pasar hasta el sexto día. Un oficial vestido de negro la atendió en un despacho dispuesto en una de las habitaciones lujosas de aquel hotel donde Anna no había entrado nunca antes de que los alemanes ocupasen París.

—Estoy aquí porque quiero saber dónde está mi marido.

Aún no se han casado, pero no es el momento de explicarlo.

El oficial de la Gestapo la mira detrás de unas gafas pequeñas de montura metálica. Se parecen a las de Rubén. La semejanza, en lugar de tranquilizarla, no consigue sino inquietarla todavía más.

—Rubén Castro —le dice al hombre uniformado cuando le pregunta el nombre, y luego lo repite—. Rubén Castro.

El hombre que lleva unas gafas como las de Rubén mete la nariz en una carpeta en la que hay un montón de papeles. Las fichas de los detenidos aumentan cada día, y Anna está segura de que aquella carpeta no es más que una de las docenas de carpetas que debe de haber guardadas en los archivadores que han instalado en esa oficina improvisada en el hotel.

Al cabo de unos minutos el oficial saca un papel de entre todos los que hay en el archivo.

—Rubén Castro —dice—. Aquí está. Español, republicano, comunista.

—Debe de haber un error.

—¿No es español? ¿No es republicano? ¿No es comunista?

Anna se queda callada un instante.

—Eso fue en España. Durante la guerra. Pero que militase en el partido comunista no quiere decir nada. Él no ha hecho nada malo. Se vino a vivir a París en el 37. Desde entonces se ha dedicado a dar clases de latín. Puede usted comprobarlo en su ficha.

Anna le habla en alemán. Y es eso, está convencida, además de por ser mujer, la única razón por la que los soldados de guardia han sido amables con ella y le han permitido pasar. Siempre resulta agradable y cómodo que se dirijan a alguien en su idioma materno cuando está en un país extranjero. Aunque se trate de un ejército de ocupación.

—Aquí lo dice bien claro. Rubén Castro, nacido en Sevilla el quince de febrero de 1910. Español, republicano, comunista, miembro del PCE. Profesor de latín.

—Es un buen hombre. No ha hecho nada.

—Eso lo decidirá el tribunal que se encargue de juzgarlo.

—¿Va a ser juzgado? ¿Por qué?

El oficial se levanta. Se quita las gafas para frotarse los ojos. Anna frunce el ceño. Le molesta que sus gestos le recuerden a los de Rubén. Cuando se las vuelve a poner ya ha desaparecido de su rostro cualquier atisbo de amabilidad.

—Es todo lo que puedo decirle, mademoiselle. No hay ningún error en la ficha de su marido. Lo más probable es que haya sido juzgado y que lo hayan enviado a un lugar seguro.

A un lugar seguro. El poder tiene muchas formas de mostrarse, y el cinismo es, desde luego, una de ellas.

—Pero, ¿de qué se le acusa? Si es que puede saberse.

El oficial de la Gestapo golpea tres veces con el dedo índice la ficha de Rubén.

—Republicano. Comunista. Miembro del PCE. Mejor no haga más preguntas, mademoiselle. Su curiosidad puede acabar convirtiéndola en sospechosa también a usted.

Anna también se ha levantado. Le hubiera gustado arrancarle las gafas a ese mequetrefe de la Gestapo de una bofetada. Pero tiene que contenerse. No va a arreglar nada si lo hace, no podrá ayudar a Rubén de esa manera. Así no.

—Tenía entendido que los alemanes y los soviéticos eran aliados —aunque la prudencia aconseje que deba contenerse, Anna es incapaz de guardarse aquella última pulla.

—Mademoiselle, no me tiente. Que su madre sea alemana no me va a impedir detenerla si continúa haciendo preguntas impertinentes. Acepte mi consejo. Si su marido es un buen ciudadano, no tendrá ningún problema y volverá a verlo antes o después. Son tiempos nuevos estos los que estamos viviendo. Un nuevo mundo. Un nuevo orden. Una nueva era.

Lo dice y parece orgulloso de sus palabras, pero ya se ha levantado y ha puesto una mano en la espalda de Anna, indicándole el camino de salida. Ella se muerde los labios, se muerde la lengua. Si la detienen, no va a poder ser de ninguna ayuda a Rubén. Abandona el vestíbulo con techos altos, tan lujosos, del hotel Meurice, y durante un mes, cada día, como en una protesta silenciosa, a pesar de saber que no va a conseguir que le hagan caso, acude a la rue de Rivoli, y, desde la acera de enfrente, junto a los jardines de las Tullerías, se queda unos minutos mirando el cuartel general de la Gestapo en París. De lunes a domingo se manifiesta en silencio. Durante unos minutos observa entrar y salir gente del hotel, a veces se queda mirando desafiante a los guardias que, desde el otro lado de la calle, se dan cuenta de que es ella otra vez. Tal vez la toman por loca, se le ocurre, pero es mejor que la tomen por loca a que piensen que es una persona peligrosa o contraria a los intereses del Reich.

Si es un día entre semana, al cabo de unos minutos camina hasta la boca de metro para continuar con su trabajo en la academia. Si es un sábado o un domingo, después de hacer guardia delante del frontispicio del hotel Meurice regresa andando, derrotada y sin fuerzas por la rue de Rivoli, una caminata que la agota más todavía. A medida que pasa el tiempo, el ánimo y las energías la van abandonando, y cuando llega el último día del mes es como un fantasma que pasa junto al Louvre sin verlo, y al llegar a la plaza de la Bastilla la columnata se le antoja un faro que la guiase hasta su casa. Pero este último domingo, al llegar a la altura de la rue Roquette, sin embargo, se ha detenido unos segundos porque ha tenido la sensación de que alguien la sigue. No es la primera vez que lo piensa. De hecho, hace más de una semana que se siente afectada por la misma inquietud, tan extraña, de que alguien la observa. Antes no se había preocupado mucho, pero ahora tiene miedo. Quienquiera que ande detrás de sus pasos, si es que hay alguien que ande detrás de sus pasos, ahora la está siguiendo hasta su casa.

La primera vez que pensó en ello fue ocho o diez días antes, al volver de la visita diaria a la puerta principal del hotel Meurice hasta la boca de metro para regresar a sus clases en la academia. Había visto a un hombre fumando tranquilamente, apoyado en la pared de un edificio de la acera de los jardines de la Tullerías junto al que Anna se había tomado la obligación de no pasar porque corría el rumor de que se utilizaba como almacén en el que los nazis guardaban los objetos que habían empezado a confiscar a los judíos de París. Luego, de noche ya, al salir de la academia, creyó haberlo visto de nuevo. Entonces se preguntó si también habría viajado en el mismo vagón de metro que ella hasta la academia. No ha vuelto a pensar mucho en ello. Se dice que eran visiones, el producto de su imaginación que, a medida que pasan las semanas sin saber nada de Rubén empieza a ver el mundo como un espejismo.

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