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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (10 page)

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Media hora más tarde llegaron las verduras. Junto a ellas yacía un trozo de carne sangrante, casi cruda. Aquello me revolvió las tripas. Agarré al camarero por la chaqueta y le ordené que retirara el plato en seguida. El hombre se resistió. Los cubiertos volaron y se rompieron algunos vasos. El camarero me insultó y empezó a agarrarme a su vez. Estábamos ya de pie, dispuestos a pelear cuando Marcel acertó a separarnos. El hombre recogió el plato y se fue mascullando insultos, mientras los borrachos del fondo me animaban levantando sus vasos. Yo estaba como loco y temblaba de pies a cabeza. Me arreglé la camisa y salí al balcón para ver si recobraba la calma.

Un aire fresco reinaba ahora en Sofía. El balcón daba a la plaza Narodno-Sabranie, en la que estaba la Asamblea Nacional. Desde allí podía admirar una gran parte de la ciudad, iluminada por una luz tenue.

Sofía está construida en el fondo de un valle. Al caer la tarde, las montañas que la rodean toman un suave color azul. Por el contrario, la ciudad, roja y marrón, parecía reconcentrarse en sí misma. Elevada, rebuscada, caprichosa, con sus construcciones rojizas y sus murallas de piedra, Sofía se me antojaba orgullosa en el corazón de los Balcanes. Me sorprendía su vitalidad, su diversidad, que no coincidía con las imágenes miserabilistas de los países del Este. Tenía, por supuesto, su cupo de edificios grises, de gasolineras llenas de coches, de almacenes vacíos, pero también era clara y despejada, llena de dulzura y de alegría. Su relieve imprevisible, sus tranvías naranja, las tiendas abigarradas le daban la apariencia de un Luna-Park extraño, en el que las atracciones oscilaban entre la carcajada y el temor.

Marcel se reunió conmigo en la terraza.

—¿Estás mejor? me preguntó dándome una palmada en el hombro.

—Más o menos.

Soltó una risa nerviosa y me dijo:

—No será contigo con quien monte mi restaurante gitano.

—Lo siento mucho, Marcel —le respondí—. Debí haberte avisado. Me basta ver un filete para salir corriendo.

—¿Eres vegetariano?

—Más bien sí.

—No tiene importancia —echó una ojeada a la ciudad iluminada y después repitió—: No tiene importancia. Yo tampoco tengo hambre. Venir a este restaurante no ha sido una buena idea.

Calló unos segundos.

—Rajko era mi amigo. Un verdadero y afectuoso amigo, un joven maravilloso que conocía mejor que nadie el bosque y tenía localizados los mejores lugares para encontrar cada planta. Era el cerebro de los Nicolitch. Tenía un papel importante en sus recolecciones.

—¿Por qué no le habías visto desde hacía seis meses? ¿Por qué nadie te avisó de su desaparición?

—En primavera, yo estaba en Albania. Una terrible hambruna se estaba preparando allí abajo. Intento sensibilizar a las autoridades francesas. Y en cuanto a Marin y a los demás, ¿por qué habrían de avisarme? Estaban aterrorizados. Y, después de todo, yo no soy más que un
Gadjo
.

—¿Tienes alguna idea sobre las causas de la muerte de Rajko?

Marcel se encogió de hombros. Hizo una pausa, como para aclarar sus ideas.

—No tengo ninguna explicación. El mundo de los roms es un mundo de violencia. Primero, entre ellos. Tienen el cuchillo fácil, y el puñetazo todavía más fácil. Tienen una mentalidad construida sobre pequeñas violencias. Aunque la violencia más terrible les viene del exterior. Es la de los
Gadjé
. Incansable, insidiosa. Una violencia que los ataca por todas partes, que los persigue desde hace siglos. He conocido muchas chabolas en las afueras de las grandes ciudades de Bulgaria, de Yugoslavia, de Turquía. Casuchas aglutinadas, en el barro, en las que sobreviven familias sin oficio ni beneficio, luchando sin tregua contra el racismo. Algunas veces sufren ataques directos, violentos. En otras, el sistema es más refinado. Se trata de leyes y de medidas legales. Pero el resultado es siempre el mismo, ¡fuera los gitanos! De cuántas exclusiones he sido testigo, con polis, con apisonadoras, con incendios… He visto niños morir así, Louis, entre los escombros de las chabolas, entre las llamas de las caravanas. Los roms son la peste, la enfermedad vergonzosa. ¿Qué le sucedió a Rajko? Francamente, no lo sé. Quizá pudo ser un crimen racista. O una primera advertencia para echar a los roms de la región. O incluso una estratagema para desprestigiarlos. Sea como fuere, Rajko ha sido la víctima inocente de un sucio asunto.

Grabé en la memoria estas informaciones. Después de todo, ese «sucio asunto» quizá no tuviese que ver con Max Böhm y sus enigmas. Cambié de tema:

—¿Qué piensas de Mundo Único?

—¿Los médicos del gueto? Son perfectos, comprensivos y dedicados a su tarea. Es la primera vez que alguien ayuda de verdad a los roms de Bulgaria.

Marcel se volvió hacia mí y dijo:

—Pero tú, Louis, ¿qué pintas en esta historia? ¿Eres un ornitólogo de verdad? ¿Cuál es ese asunto tan grave del que hablaste con Marin? ¿Qué tienen que ver las cigüeñas con todo esto?

—Ni siquiera yo mismo lo sé bien. Te he ocultado algo, Marcel. Max Böhm fue el que me pagó para seguir a las cigüeñas. Luego este hombre murió y, desde su desaparición, los problemas se acumulan. No puedo decirte más, pero una cosa está clara: el ornitólogo no era trigo limpio.

—¿Por qué has aceptado este trabajo?

—Después de diez años de estudios intensos, he acabado por odiar cualquier preocupación intelectual. Durante diez años, no he visto nada, no he vivido nada. Quería acabar con esta masturbación espiritual, que me vaciaba por dentro. El hambre de vivir hacía que me golpease la cabeza contra las paredes. Se había transformado en una obsesión. Quería romper mi soledad, conocer lo desconocido, Marcel. Cuando el viejo Max me propuso atravesar Europa, el Oriente Próximo y África para seguir a las cigüeñas, no vacilé ni un momento.

Yeta se reunió con nosotros. Estaba harta. El camarero rehusaba servirle. Al final, ninguno de nosotros había cenado. En la oscuridad naciente, el cielo se iba cubriendo de nubes algodonosas y sombrías.

—Vámonos —dijo Marcel—. Se avecina una tormenta.

* * *

Mi habitación era normal y corriente, sin nada especial y con una luz anémica. La tormenta reventó afuera, sin que la lluvia se dignase a aparecer. El calor era sofocante y no había aire acondicionado. Esta temperatura era para mí una sorpresa. Siempre había imaginado a los países del Este sumidos en un frío lúgubre, con malas calefacciones y peores estufas.

A las diez y media, consulté los datos de Argos. Las dos primeras cigüeñas de Sliven habían tomado ya la dirección del Bósforo. Las localizaciones indicaban que se habían posado aquella misma tarde, a las seis y cuarto, en Svilengrad, cerca de la frontera turca. Otra cigüeña había llegado a Sliven aquella noche. Las otras las seguían imperturbablemente. Observé también las de la otra ruta, las del oeste, las ocho cigüeñas que habían tomado el camino de España, de Marruecos… La mayoría de ellas habían ya dejado atrás el estrecho de Gibraltar y volaba en dirección al Sahara.

Seguían oyéndose truenos. Me eché sobre la cama, apagué la luz y encendí la lámpara de la mesilla de noche. Solo entonces abrí el cuaderno de Rajko.

Era un verdadero himno a las cigüeñas. Rajko lo anotaba todo: el paso de los pájaros, el número de nidos, de crías, los accidentes sufridos… Calculaba promedios y se esforzaba por sistematizar todo lo relativo al vuelo de las cigüeñas. Su cuaderno estaba atestado de columnas, de números formando arabescos que no habrían disgustado nada a Max Böhm. Anotaba también, en el margen, sus comentarios personales, en un inglés vacilante. Unas eran reflexiones serias, otras menos formales e incluso humorísticas. Había bautizado a las parejas que anidaban en Sliven, y, en un índice, explicaba el significado de cada apodo. Descubrí que «Cenizas de plata" se llamaban así porque habían anidado en una zona de musgos; "Picos elegantes", porque el macho tenía un pico asimétrico; "Primavera púrpura», porque se habían instalado cuando el crepúsculo enrojecía el horizonte.

Rajko acompañaba sus observaciones de dibujos técnicos y de estudios. Otros croquis detallaban diferentes modelos de anillas: el francés, el alemán, el holandés y, naturalmente, las de Böhm. Al lado de cada dibujo, Rajko había escrito la fecha y el lugar de observación. Me sorprendió un detalle: si la cigüeña llevaba dos anillas, cada una de estas era de un modelo diferente. La que indicaba la fecha de nacimiento era más fina y de una sola pieza. La que Böhm había colocado después era más gruesa y parecía que se podía abrir como una tenacilla. Busqué las fotografías y observé las patas de las aves. Rajko lo había visto bien. Las anillas no eran del mismo tipo. Medité sobre este detalle. Sin embargo, las inscripciones en todas ellas eran idénticas: la fecha y el lugar donde se habían posado, nada más.

Fuera, la lluvia había aparecido por fin. Abrí las ventanas y dejé que entrase a bocanadas aquel aire fresco. Sofía, a lo lejos, dejaba escapar sus luces, como una galaxia perdida entre relámpagos de plata. Reanudé mi lectura.

Las últimas páginas estaban dedicadas a las cigüeñas de 1991. Fue la última primavera de Rajko. En los meses de febrero y marzo había notado, como Joro, que las cigüeñas de Böhm no habían regresado. Como Joro, había supuesto que su ausencia podía deberse a que los pájaros estuviesen heridos o enfermos. Rajko no tenía nada más que decirme que yo no supiera. Seguí sus últimos días al filo de las páginas de su diario. La correspondiente al 22 de abril estaba en blanco.

13

—El nomadismo de los gitanos, a lo largo de la historia, aparece más bien como una consecuencia de las persecuciones, del racismo constante de los
Gadjé
.

A las seis de la mañana, cuando el sol empezaba a dorar la campiña búlgara, Marcel se explayaba mientras yo conducía.

—Los gitanos nómadas son los más pobres, los más desgraciados. Cada primavera emprenden el camino soñando con una casa grande y caliente. Paralelamente, y eso es lo paradójico, este nomadismo sigue enraizado en la cultura gitana. Incluso los roms sedentarios alguna vez en su vida siguen viajando. Así es como los hombres conocen a sus esposas y las familias se asocian. Esta tradición va más allá del mero desplazamiento físico. Es un estado mental, un modo de vida. La casa de un rom está siempre concebida como una tienda de campaña: una sala grande, elemento esencial de la vida comunitaria, en la que los utensilios, los adornos, los objetos todos recuerdan la decoración de una caravana.

En el asiento de atrás, Yeta dormía. Estábamos a 31 de agosto. Me quedaban poco más de dieciséis horas de estancia en Bulgaria. Quería volver a Sliven, hablar de nuevo con Marin y consultar los periódicos del 23 y del 24 de abril de 1991. Aunque la policía había archivado el caso, quizá los periodistas podían haber descubierto algún detalle. No creía mucho en estas corazonadas, pero las gestiones me entretendrían hasta mi entrevista con el doctor Djuric, a última hora de la tarde. Además, quería sorprender a las cigüeñas en su despertar, a lo largo de la gran llanura.

Nuestra consulta de los periódicos no me aportó nada. Los artículos que hablaban del asunto de Rajko no eran más que relatos racistas. Markus Lasarevitch tenía razón: la muerte de Rajko había causado mucho revuelo.

El
Atkitno
sostenía la tesis de un arreglo de cuentas entre los roms. Según el artículo, dos clanes de gitanos recolectores se habían enfrentado por un pedazo de tierra. El texto acababa en forma de requisitoria contra los roms y recordaba varios escándalos que habían sacudido Sliven en los últimos meses en los que los gitanos tenían un papel central. El asesinato de Rajko era, pues, la culminación de esos escándalos. No se podía dejar que los bosques fuesen un territorio de guerra, peligroso para los campesinos búlgaros, y sobre todo para sus hijos, que se paseaban por ellos. Marcel, conforme me traducía el artículo, se iba poniendo rojo de ira.

El
Koutba
, principal periódico de la UDF —partido de la oposición—, explotaba mucho más el filón de la superstición. El artículo insistía en la ausencia de indicios. Y largaba una ristra de suposiciones basadas en la magia y la brujería. Así, sin duda, Rajko había cometido una «falta». Para castigarlo, su corazón había sido arrancado y luego ofrecido a la voracidad de algún ave rapaz. El artículo concluía con una advertencia, con acentos apocalípticos y dirigida a los habitantes de Sliven, contra los gitanos, verdadera chusma diabólica.

En
La Unión de Cazadores
apareció un artículo bastante breve y que se contentaba con dar un repaso histórico de la crueldad de los roms. Casas incendiadas, crímenes, robos, peleas y otros delitos eran descritos con un tono de indiferencia, llegando incluso a afirmar que los gitanos eran caníbales. Para justificar todo aquello, el redactor recordaba un suceso ocurrido en Hungría en el siglo XIX, en el que los gitanos habían sido acusados de antropofagia.

—Lo que no dicen —tronó Marcel— es que los roms fueron absueltos de estas acusaciones. Demasiado tarde, porque más de cien gitanos habían sido ya arrojados al fondo de los pantanos.

Era demasiado. Minaüs se puso a dar voces en la vieja imprenta del periódico. Llamó a gritos al redactor jefe, comenzó a tirar por los aires fajos de papeles, derramó la tinta, y zarandeó al pobre hombre que nos había permitido consultar los archivos. Conseguí que Marcel entrase en razón y nos marchamos de allí. Yeta trotaba detrás de nosotros, sin comprender nada.

Cerca de la estación de Sliven, reparé en un quiosco hecho de material prefabricado y le propuse tomar un café turco. Durante media hora, Marcel refunfuñó en romaní, y luego por fin se calmó. Detrás de nosotros unos gitanos comían almendras en un silencio expectante. Minaüs no pudo resistirse. Les dirigió unas palabras en su romaní de las grandes celebraciones. Los roms sonrieron, y después le respondieron. Marcel se echó a reír. Su buen humor se abría paso de nuevo. Eran las diez. Propuse a mi compañero cambiar de horizonte y salir al campo, en busca de las cigüeñas. Marcel aceptó con entusiasmo. Empecé a comprender mejor su personalidad: Minaüs era un nómada, tanto en el espacio como en el tiempo. Vivía exclusivamente en el presente. De un momento a otro, podía cambiar de humor de forma radical.

Primero atravesamos unos viñedos. Cuadrillas de gitanos recogían la uva, combados sobre las cepas retorcidas. Densos aromas de fruta flotaban en el aire. A nuestro paso, las mujeres se erguían y nos saludaban. Siempre los mismos rostros, oscuros y apagados, siempre los mismos harapos, vivos y coloreados. Algunas de ellas tenían las uñas pintadas de rojo escarlata. Poco después apareció la inmensa llanura desierta, puntuada aquí y allá por algún que otro árbol en flor. Pero lo más frecuente eran los riachuelos pantanosos que se destacaban, negros y brillantes, entre las hierbas.

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