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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

En Grand Central Station me senté y lloré (7 page)

BOOK: En Grand Central Station me senté y lloré
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Pero si mi corazón se abre y se desgarra, no es por ella: muero una y otra vez sólo por mí misma. Pues su conmovedora imagen me impide incluso gritar para que él venga en mi ayuda, y por mucho que me quiera, está en brazos de ella.

¡Realidad, realidad inalterable: con ella, está con ella: no está conmigo porque está en la cama con ella!

Pero no sangro. El cuchillo clavado en mi carne deja sólo el agujero que demuestra que estoy muerta.

¿Por qué escribe martirios «menores»? ¿Acaso la crucifixión no duró sólo tres días? ¿Es la brevedad de la tortura o el hecho de que aún respire la esperanza lo que le hace decir «menores»? ¿Cómo algo tan total puede no ser mayor?

Me ha martirizado, pero lo ha hecho en nombre de ninguna causa, y no tiene la menor idea del tamaño y la gravedad de mis heridas. Quizá no lo sabrá nunca, pues decir: Me mataste cada día, y muy especialmente cada noche, sería acusarle. Y yo no acuso, ni siquiera insinúo: Podrías haber hecho eso o aquello en lugar de esto.

Incluso digo: Tienes que hacer esto, debes hacerlo, no hay alternativa, apremiándole a que me asesine.

Pero si hay un cuchillo hincado en el motor que bombea mi sangre, mi sangre se detiene, por mucho que yo intente hacerla entrar en razón. ¿Notará él que mi corazón ha dejado de latir?

Pero él puede, sí, con sólo una mirada él puede restaurarme, e inundarme con tanto nuevo amor que todas mis cicatrices, revestidas de satén y rutilantes, partirán al asalto de su corazón. Desde esta gran distancia, después de tantas noches separados, más no puedo ver. Como un manto de nieve, horas eternas, sin puntos ni comas, recubren mi imaginación.

Qué ocurrirá si no hay resurrección instantánea, eso ya no lo sé. Una negrura peor que las más negras premoniciones de la muerte, o el olvido de las tribus prehistóricas.

Pero hay una cosa de la que sí siento el presagio, y el presagio es mortal: y es que si él alguna vez permite que se repitan noches como ésas, si se somete al remordimiento por pecados pretéritos contra otros mientras peca tan peligrosamente contra mí, no podré revivir. Lo quiera o no, eso me dará el tiro de gracia.

Y él puede disfrazarlo con los colores más empalagosos: de humanidad, de piedad, de compasión; puede suplicar al amor que sea clemente, y yo también rezaré: Quiero ser buena, pero no servirá de nada. Sólo la realidad tiene potencia, y esa realidad será fatal.

No es posible que él no vuelva. Aquí estoy, a quinientas millas de distancia, apoyada en un codo, esperando a cada hora su leve golpecito perentorio en la puerta. Cada vez que el inútil chirrido del ascensor se pone en marcha me sobresalto: Monstruo, ¿vas a desembuchar de una vez el milagro que me debes? ¿Será un telegrama? ¿Una llamada?

Esa es la hierba de la esperanza que indomable crece en mi pensamiento, que no se atreve a admitir que quizá esta noche su boca, centro de todas las rosas, se está cerrando sobre una boca que no es la mía, y anida en ella, rebosando amor y súplicas, como un bebé en el pecho.

Pues decir que no vendrá, que nunca vendrá, es arrojarme al torbellino y entregar mi razón a la locura: es arrojar mi niño, mi niño amado, aún no nacido, a una inundación de sangre y muerte. Eso no puedo hacerlo, y la naturaleza me envía un millar de instintos desesperados que me empujan arriba y abajo por las calles, a escrutar revistas, a quedarme febrilmente absorta comparando precios de gramófonos.

No pensaré en el futuro ahora. No tengo tiempo. Cuando haya lavado las medias pensaré. Cuando haya cosido ese botón pensaré. Cuando haya escrito la carta pensaré.

Previsora, la naturaleza me otorga la habilidad de Penélope para tareas precisas, diminutas, que en el pasado yo hacía de cualquier manera, como coser ojales y volantes para cuellos. Pues Dios mío querido, no debo pensar ahora, porque no puedo llorar aquí. Las paredes son demasiado delgadas.

No hay ningún sitio y ningún tiempo para esa palabra.

No puedo hacer nada, paralizada por la duda como estoy. Sólo puedo esperar, como un huevo que espera veintiún días, a que él llegue, empujado por la convicción irrefutable, como por todos los vientos del oeste. Los pretéritos tótems del peligro, las cicatrices que pasadas heridas dejaron en el cuerpo de mi amado, yo los habría recubierto con una funda de seguridad; ahora la duda con sus garras la arranca. Como una arpía la duda arranca con sus garras las suaves superficies tras las cuales tal vez, revestida de engaño y de renuncia, se esconde la muerte.

Soy más vulnerable que la princesa a la que siete colchones no consiguieron disimular el guisante. El obstáculo que el amor no puede vencer no son las certezas, sino las dudas, las dudas terribles: un Vesubio en mi estómago, la duda aporta suficientes indicios para que yo misma descifre el acertijo, y el acertijo dice: estás perdida.

Y entonces el horror me petrifica, y las quinientas millas se yerguen entre nosotros como ejércitos, y sería capaz de arrojarme a los brazos de ella en un deshielo de remordimiento y de vergüenza, por haberla matado para nada.

Demasiado bien entiendo que bajo nuestras caras de amantes heroicas, todas somos la mujer de Lot, y miramos atrás. ¿Pero no hay nada irrefutable? ¿Ningún hecho inexpugnable? ¿Es que ni siquiera una vez en un billón de años damos en el blanco, justificando una acción decisiva, justificando la matanza?

Nuestra pasión junto al estanque helado obligó al sol a salir. Nuestra pasión meció a huérfanos hasta que se durmieron, y endureció el corazón del grumete. La mirada de Heathcliff perforó Inglaterra: generaciones enteras de brezo sobre el páramo no lograron disimular el agujero.

Devolvedme la fe en la única realidad que me importa, y podré curar el cáncer y la calumnia y la guerra. Dadme esa realidad, y seré capaz de cortarme las manos y dárselas a ella para consolarla durante una hora.

Hiéreme, traicióname, pero dame una sola cosa, la certeza del amor, pues todo el día y toda la noche, lejos de él y con él, en todas partes y siempre, esa es mi gravedad, y las manzanas que han madurado en mi jardín caen sólo en esa dirección.

Siempre en esas noches que exigen decisión, las frías calles escriben en la sangre la respuesta, la misma que esculpe las arrugas en las caras de las viejas: la sabiduría reservada a los ancianos, porque no son capaces de recordar la pasión.

Y los jóvenes dicen: Antes morir que aceptar esa ignominia.

Pero los viejos se arrastran por toda Europa empujando carretillas y barrigones hinchados por el hambre; se pelean como gatos por un mendrugo de pan que les mantendrá con vida, y se consuelan soñando con un pastel recubierto de glaseado color rosa.

¿Es que olvidan, o es que de veras una mirada desde lejos tiene sus compensaciones?

Los jovencitos y los hombres de mediana edad se colocan pistolas en la sien, o se tiran por la ventana del piso cuarenta por orgullo.

Pero los viejos se conforman con implorar una mirada de aquellos que han usurpado su lugar. ¿Son realmente lúcidos? ¿O camina junto a ellos la naturaleza, sosteniendo sus brazos fofos y murmurando mentiras medicinales? Pues la memoria les abandona y sus ojos se hacen más vagos cuanta más perspectiva adquieren sobre el pasado que se aleja. ¿Quién puede decir que se ha ganado algo si es a ese precio?

«Creo que veo el mundo hecho un guiñapo, querida, igual que un cadáver, pero me falla la vista y no estoy del todo seguro.»

«Anoche me pareció oír una bandada de ángeles llorando junto a mi ventana, pero lo mismo me confundo, mis oídos ya no son lo que eran. No tiene importancia. No te molestes en intentar averiguarlo.»

¿Tendremos algo que decir, nosotros, que ya a estas alturas sabemos demasiado? «Qué más da, si al final todo es lo mismo.»

«Si quieres librar tu corazón del amor y de todo su escozor, duerme entonces, amor mío, duerme...»

Oh los dedos del frío, los deditos sigilosos, disuasorios.

NOVENA PARTE

La hierba está ya verde en el campo. Mi imaginación se aferra a esa realidad como a una bolsa de agua caliente, y se aturde con ella, y la usa como una droga para librar mi corazón de todo lo que lo agita. Mi futuro está ya allí plantado, y mi esperanza se prepara a florecer a la vez que los cerezos.

Mi amante merodea en torno al asesinato. No puedo llamarle. No puedo decir: Mátala de una vez, y tampoco puedo decir: Resucítala y quédate con ella para siempre —la única alternativa—.

No está aquí. Se ha ido, del todo. No hay nada más que el globo hinchado. Nada, excepto el brazalete que él puso en mi muñeca, me recuerda que alguna vez estuve viva. Mis ojos apagados, mis días vacantes, sólo demuestran que estoy muerta, no dicen por qué, ni hablan de su existencia.

Contemplo vagamente los instrumentos del amor, y con frío asombro me pregunto: ¿De veras se estremeció el planeta cuando él acercó la mano? El pecho al que antaño él prendía fuego desde lejos yace ahora más frío, menos inflamable que el Everest.

Mi estado presente está lejos del deseo porque lo dejó atrás. Es el estado en que lo insoportable se eclipsa: un estado de coma. Y estoy hasta tal punto sumergida en esta amnesia, en ese purgatorio, que he perdido la fe en el renacimiento: en el fondo no creo en el regreso de la primavera, en el amor, en nuestras bocas unidas.

¿Ocurrió alguna vez? ¿De veras estuvimos tan juntos, como corrientes que se atraen con tanta fuerza, que terminan por fluir en una sola?

Si conservara la lucidez necesaria para recordar que mi apatía presente procede en línea recta de un amor excesivamente intenso, todo quedaría demostrado. Pero la lógica no está al servicio del amor, ni suele tampoco acompañar los estados de coma.

Estoy flotando a la deriva. Sin cabeza. Peligrosamente deshabitada.

A veces atisbo un despertar; pero la pesadilla de comprender-demasiado-tarde me estalla como un volcán en la cabeza, esparciendo una niebla todavía más densa. Como un loco que mira con ojos de soslayo, pegados con cola a una cuenta de vidrio, veo ese cerezo y la hierba verde, y procuro enfocarlo, y todo lo encauzo en esa dirección. Con la meticulosidad propia de los locos, terminaré por conseguirlo.

Pero mañana y mañana y mañana están guardados bajo siete llaves, tan inexplorados como la otra cara de la luna, y suscitan mucha, muchísima menos curiosidad. Alcanzo el cerezo y florecemos todos. O alcanzo el cerezo y nos morimos. Pero alcanzo el cerezo. Eso es todo mi plan y todo el objetivo de los cuarenta años que me quedan, suponiendo, aunque parezca imposible, que me queden tantos.

Por la costa del Pacífico vagabundeo como Dido, oyendo en las olas que rompen tanta pasión de lágrimas, que pregunto cómo puede no estar llorando el mundo entero inconsolablemente.

En la hierba, bajo los pinos, me siento muy erguida, pues el simple reclinarme me recuerda las posturas del amor, y soy incapaz de arrostrar el dolor de la memoria. Luego divago ladera arriba, fija en los pies la mirada fieramente vacía, y digo: ¿Ella también está poniendo sus pies al servicio de la monotonía sedante?

En esos momentos muertos, cuando la belleza, abofeteada, pasa desapercibida y no provoca emoción alguna, es entonces cuando puedo saber lo que ella también siente, al caminar sin corazón.

¿Y qué hay de mi ángel, del ángel que ella ha perdido ahora, incendio milagroso suspendido en el aire entre todas las guerras? El ángel se revuelve enjaulado en su inacción, impotente busca la salida, y la noche primaveral que entra ilegalmente en Nueva York le agujerea.

¿Quiénes fueron las santas, me pregunto, y cómo consiguieron que Dios les llenase la cama? ¿Cómo puede cualquier mujer de este mundo vacío tender un puente al cielo? Entonces, sentada en una piedra con la mentira de la vida de Wordsworth bajo el brazo, me pregunto: ¿Qué es el amor?, disecándolo con las palabras más pedantes, asegurándome a mí misma que toda esa sangre fue derramada con objeto de convertirme en filósofa.

Pero mientras tanto, como un joven farero avizorando el mar a la espera de un barco cargado de noticias y de revistas de colores, mi alma tiende la mano ardientemente para atrapar el crujido de una carta que me traiga el indulto.

De noche, bajo el claro de luna, que se me antoja casto y eclesiástico, recorro la polvorienta carretera, suplicando, por miedo al exceso de recuerdos, que me sea concedido convertirme en ermitaña, esforzarme siempre en ascender, o lo contrario: derrumbarme en un diluvio de sangre del espíritu.

¡Dejadme yacer sobre las piedras frías! ¡Dejadme alzar pesos demasiado pesados para mí! ¡Dejadme gritar: Más! ¡Bajo el dolor! ¡Que las llamas den forma a mi pálido rostro, que me dejen demostrar mi resistencia al látigo, que me aten con las cuerdas reservadas al asceta invulnerable, que me conviertan en emblema de la santidad posible!

Pero mis propios pies perturban el mensaje que el silencio destina a mis oídos, y por la noche el pecho se me cae en la mano como una criatura insoportable e injustamente maltratada.

¿Pero por qué cincelar? Dilo de manera que los vecinos puedan entenderlo: Cuando estamos en la cama siento...

¿No estás triste de estar sola?

Sí, claro, ¿usted no?

Ah, y qué fría está la cama.

Y la rubia, la guapetona, ¿en qué postura dormía? Probaré yo también.

El cornejo baja las orejas. El verano lo subyuga. Del mismo modo la coquetería es subyugada por la procreación. Abulto demasiado para poder bailar el minué.

Está esperando otro bebé para dentro de seis meses.

Vaya, vaya... Me lo imaginaba.

Paseando por la parte más espesa del bosque encontré una pequeña tumba. La tomé por una flor recién abierta, crecían dos primaveras sobre ella. ¿Qué mujer riega su vergüenza con lágrimas bajo los decadentes cedros?

No tenía ganas de preguntar a nadie. Me miran con malos ojos. Perforan mi anular porque está desnudo, y miden mi vientre como sastres, para tejer un chisme bien jugoso.

¿Estás en un apuro, verdad, guapa? Te has metido en un buen lío, a que sí.

Oh, no, gracias, estoy bien, estupendamente. Algún malentendido con el banco, nada más.

Si me quieres contar algo, puedes, confiar en mí, ¿sabes? Sé lo que es la vida, mi marido y yo, sabemos lo que es la vida.

No, no, muchísimas gracias, estoy muy bien.

No es que quiera meterme en lo que no me importa, pero fue un poco raro, la verdad, la manera en que llegaste y todo eso. Ya sabes cómo es la gente de chismosa, y además pareces una cría.

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