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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

En Grand Central Station me senté y lloré (8 page)

BOOK: En Grand Central Station me senté y lloré
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No, qué va, soy mayor, tengo veintitrés años.

¡De veras! Nunca lo hubiera dicho. Yo tengo treinta y cinco. Tengo un dormitorio amueblado y un salón amueblado y tapetes de encaje y un revistero de caoba: apuntamos alto, mi marido y yo.

Oí una conversación de las hijas de los vecinos: Al claro de luna, ¡je, je! ¿Se puede saber qué estabas haciendo en el coche aparcado en la curva de la carretera?

Oh, a mí el sexo no me interesa lo más mínimo, no sabes cuánto me aburre que me metan mano, pero lo disimulo para que ellos no se ofendan. Para algunas de mis amigas es distinto, sabes, se tienen que frenar porque si no... Te lo juro, aunque no te lo creas. Pues a mí no sé qué me pasa, será que he nacido así.

A las brujas las quemaron en la hoguera, en toda Nueva Inglaterra, sólo por culpa del amor, sólo porque llevaban el aura del deseo satisfecho.

Me siento sola. No consigo ser una santa. Sé lo que quiero, a quién quiero. Le escogí a él, de entre todas las cosas. Fría y deliberadamente le elegí. Pero la pasión no fue fría. Me prendió fuego. Incendió el mundo. Amor, amor, alivia mi corazón, abrázame, alivia mi corazón. ¿No notas cómo se mueve ese hijo de puta?

La cabecita dura se aprieta contra mi vejiga. Es nuestro hijo. Es la recompensa del amor. Por eso bebo leche y cierro los oídos al estrépito del desastre y la furia del cotilleo y el estruendo de la guerra. Escucho a Mozart, hago ramos de flores primaverales, me paseo tomando el sol.

El niño rezuma paz, pero no puede disipar la soledad. Pasa el tiempo, pero la soledad crece más que el niño. Pesa más.

Qué desperdicio de luna, qué desperdicio de árboles en flor exuberantes y de lilas creciendo al borde del camino. Basta de halagos: es a sus pies donde hay que depositarlos, para convencerle de que regrese a la vida, de que vuelva a mi lado. Helechos que os desplegáis, mariposa del bosque, sed mis aliados.

Pero la inexorable primavera sigue su curso, y tiene el desparpajo de acabar en su ausencia, mientras yo paso de una forma a otra, y el niño olvidadizo brinca sin esperar un padre.

Cuarenta días en el desierto y ni una sola visión divina. Paisajes deslumbrantes, pero yo me adormezco entre ellos, tomando el sol, sin extraerles una sola metáfora. La naturaleza me está utilizando. Ha plantado semillas en mí. Cuando salto por rocas y cerros me noto un equilibrio diferente, y caigo hacia atrás o tropiezo con demasiada facilidad, por la sobrecarga en la parte delantera.

Pero no extraigo paralelismos de las repeticiones, ni los encuentros me sirven para encender palabras con chispas de plata. Baja las persianas, embrión mío, sobre mis ojos.

Pero mis ojos, como el crepúsculo sangriento, atisban entre los velos y las brumas que se alzan de la tristeza, en busca de ese encuentro que moriré si no consigo. Y como un muelle roto, mi voluntad, que esforzadamente trepaba peña arriba, cae rodando con frenético estrépito. Me han expulsado del prado de la paz, en el que ya nada, nunca, nada me hará creer.

Mi pasión no puede atajarla la generación que viene. Nadie puede echarme un salvavidas. Debo retroceder sobre mis pasos y aceptar mi sentencia con los brazos abiertos. No puedo seguir cerrando los oídos a mi destino con la esperanza de salvar algo de entre esta inundación de sangre. No puedo rescatar ni la Memoria ni el Niño. El amor es mi única carta: lo apuesto todo a ella.

Tú, dolor, que traerás a mi hijo, sal de entre las cortinas de la naturaleza, esa escrupulosa ama de casa, y dame la verdad o nada. La naturaleza lucha por su embrión como tigresa con todas sus armas, pero el dolor me ha afilado la mente, y agujerea la salvación natural.

Se me apresuran por la calle húmeda los pies para coger el tren, y la mano aferra el billete con destino a mi condena. Haz una reverencia, cerezo, voy a encontrarme con mi amante.

Ni una pizca de consuelo si esto falla. Ni resurrección ni vida después de la muerte. He probado todos los remedios y todos me han fallado. La desesperación invade la esperanza como una mala hierba. La desesperación crece, y como el cuco, echa del nido a mi bebé, que duerme. Quizá, quizá, pero no puedo esperar más.

Destino, recibe mi ultimátum, redactado por la abajo firmante y rubricado en el día de la fecha, leído y aprobado, mi testamento definitivo e inmutable.

DÉCIMA PARTE

En Grand Central Station me senté y lloré.

No
me dejaré aplacar por los pacíficos engranajes de la existencia, ni encontraré consuelo en la solicitud de los camareros que notan mi cara devastada. El sueño intenta seducirme prometiéndome un mañana más razonable. Pero a mí no me traicionará semejante Judas de falacia: traiciona a todo el mundo: los lleva a la muerte. Todo el mundo acepta: todo el mundo hace concesiones.

Dicen: A medida que nos hacemos mayores aceptamos la resignación.

Pero cómo entran en ella: tambaleándose, humillados, ciegos. Y para ese pecado, el pecado de bajar la cabeza ante la resignación, esa alcahueta de la muerte, no existe redención. Es el pecado castigado con la condenación eterna.

¿Pero qué cosa, como no sea la morfina, podría tejer redes soportables capaces de aprisionar al tiburón tigre que, intentando huir por todas las salidas imposibles, me destroza la mente? Los sentidos entregan al sueño lo insufrible, y cesa, sólo que vuelve a aparecer, horrendo, al borde de mis pesadillas, haciendo gestos espantosos que ahuyentan la paz, pero que no consigo descifrar.

El dolor era insoportable, pero yo no quería que terminase: era grandioso como una ópera. Iluminaba todo Grand Central Station como un Día del Juicio Final. Tenía músculos de acero más poderosos que los de Sansón en plena lucha. Podría haberme mostrado el sueño de Dante entero. Sólo con que hubiera conseguido soportarlo.

Voy a tener un hijo, y por lo tanto todos mis sueños son de agua. Desde la otra orilla, un fantasma me hace señas, el fantasma de una calamidad a punto de cumplirse. Pero esta noche, el niño reposa en mí como una isla predestinada, la única isla de todos los mares.

Cuando Lexington Avenue se disolvió en mis lágrimas, y las casas y los neones y las nebulosas zozobraron en el caos del diluvio, ese niño era el recién nacido desnudo cabalgando sobre el agua. Él es el clavo que me clava a mi centro.

Pero este océano desbordante es el amor, y brota de mí a chorros, como de una arteria rota, y me ahogo en él. Las ventanas de los rascacielos de cincuenta pisos centellean y se derrumban en las olas. El agua está cubierta de puntos astronómicos. Es una trampa magnética, mortal, que atrapa todo a su paso.

¿Adónde nos arrastra esta riada, la inundación de mi dolor que ha reventado los diques? Oh huracán, toma una decisión. La que sea, con tal de que acabemos.

El dolor trompetea su triunfo. Está loco furioso, anhelando resolverse en violencia, mas no encuentra ninguna. No hay final. No termino de ahogarme. El agua sumerge y mezcla, pero no estoy muerta. No estoy muerta, no. Estoy debajo del agua. El mar entero está encima de mí.

Entonces me abalanzo a cruzar Grand Central Station sin que nada en absoluto me detenga, como una limusina lanzada a toda velocidad sin frenos, propulsada por mi desesperación fulgurante.

Me da talento. Rebaja las nimiedades que antes me aterrorizaban. Las abrumo de desdén.

¡Vayase al infierno!, digo a los mismos que antes me acobardaban cuando humildemente les pedía un bocadillo.

Obedecen al destello que chispea en el centro de mi ojo vidrioso, último y fiero baluarte que aún resiste. Es inútil invocar reverencias y sonrisas ubicuas: sólo me quedan ya doce centavos de ese infalible soborno, y mi cara flota a la deriva en esa hemorragia de tristeza que lo ha disuelto todo, hasta el acero cromado los palacios de cristal el cemento de Nueva York.

Pero los bares abiertos toda la noche están demasiado acostumbrados a esos desechos humanos que beben café para entrar en calor antes de tirarse al río. En el cuero que recubre las mesas, la sangre nunca se seca del todo. Son mesas que invitan a redactar notas de despedida: «Adiós a todos. No puedo más».

«Tenía la mirada extraviada, sí», le dicen a la policía. «Pero es que por aquí pasan tantos como ella. Cuando uno tiene abierto toda la noche, ya se sabe.»

Sacuden la cabeza cuando la ven salir, y recogiendo la taza de café vacía murmuran: «En buen lío se ha metido la pobre», y para protegerse del terror, hacen chistes contra los fantasmas. «Cosas de la vida... ¿Y a usted, señora, qué le pongo?»

Juego a hacer carreras con el desastre por la Tercera Avenida. El desastre espejea en las aguas del río Hudson. Cuando me atrevo a mirar hacia arriba buscando un signo que me reconforte, inexorables neones resplandecen.

No, nadie se compadecerá de ti en esta ciudad donde el fracaso es sinónimo de vergüenza, y las lágrimas anacronismos, algo que ya no se lleva, ni siquiera en los cines.

«Mira, guapa, todos tenemos problemas. Anímate, mujer, no hay que tomarse las cosas tan a pecho.»

Si en un momento como éste consigues sonreír, podrías llegar a ser una estrella de la publicidad. Ahí es nada. Tiene agallas, la chiquita esa. Ahí donde la ves, con ese desparpajo, tiene detrás una tragedia que si yo te contara... Hace muchos años tenía sentimientos, lloraba y todo, te lo aseguro. Sí, era un ser humano como tú y como yo, claro que de eso hace muchos años. ¿Pero ves adónde se puede llegar? Está ganando quince mil dólares al año, como quien no quiere la cosa.

Alguien está en el templo, Dios, repartiendo billetes falsos de un dólar. Yo no le pedí a nadie que me envidiara. Ni siquiera pedí unos zapatos de ese color que está tan de moda. Yo sólo quería una cosa. Te di instrucciones detalladas. El nombre, lo deletreé con letras grandes como continentes, incluso la dirección, la dirección que ahora me arremolina la sangre, porque es también la de ella.

En voz alta y clara pronuncié las palabras; dije: Es esto lo que quiero. Esto, y ninguna otra cosa. Dame esto nada más y pagaré el precio que me pidas. Sin ninguna reserva. Te aprovechaste de eso. No te guardé rencor. Pero, Señor, si lo que pido es justo, ¿por qué me sigues dando largas? No me queda nada más por dar.

El revisor del autobús echa mostaza en su bocadillo de jamón, de pie, para comérselo deprisa y corriendo entre dos viajes. Ha llegado y se ha marchado mientras yo plantaba tres cruces en mi tumba. ¿Y cuándo tiene tiempo para el amor, digo yo?

Supongo que estará hecho un paquetito en su estómago lo mismo que el bocadillo de jamón.

«Si dispone de poco tiempo, pruebe Tums contra la indigestión. Tums, la divisa de los que tienen prisa.»

Puntual como su taladradora, el revisor entra y sale de la cueva de la revelación. Tiene un ojo lleno del polvo de la calle y el otro en el reloj. Mujer, abre las piernas, que tengo que fichar dentro de cinco minutos.

A ella la veo muchas veces, librando batallas campales por un par de medias rebajadas en el sótano de Macy's. ¿Quién desatará el nudo petrificado que es su cara? ¿Quién cortará ese nudo gordiano?

Una cizalla, oh hermanas, frívolas hermanas locas, o un par de medias de cristal.

Mi amor está crucificado en una cruz flotante, y aulla mi nombre en plena noche. Su esposa lo oye y con ojos de fuego perfora la oscuridad de parte a parte. Mi amor lleva una venda como una tripa de dolor atada al cuello, allí donde hace poco se rajó la garganta.

Está colgando, húmedo de impotentes lágrimas, con una mano clavada al Amor, la otra a la Piedad, y los dos pies clavados a la longitud de lo inevitable, flotando en los mares perpetuos de la tragedia, en los huracanes de esta época fuera de lo común.

Todas mis estrellas polares se han convertido en estrellas caídas. Mi mente flota como los restos de naufragio en la gran riada. Nadie, ni siquiera algún morboso adolescente, se ha aferrado nunca de un modo tan salvaje a una conclusión melodramática. El mundo, entre tanto, eleva su clamor.

Sí, claro, es la histeria lo que me azota, con el nombre de mi amado como látigo, ella es la que me empuja a aullar, enloquecida por la soledad, igual que la primera ameba que se dividió en dos, debajo de su ventana. Como si todos los mundos futuros se hallaran en la conjunción de nuestras células separadas, me retuerzo de desesperación, vociferando su nombre, mientras mi germen se encoge, y el universo entero se marchita, como una corola que ninguna abeja encontró nunca.

Sigue balanceándose. Incluso mientras duerme, está en el potro de tortura.

Al otro lado de la habitación yace ella, lívida de amor y de tristeza, legendaria y de piedra como una catedral católica. Su sacrificio fue el sacrificio perfecto. Todos los hombres civilizados van a llorar por ella. Coros enteros de plañideras se lamentarán eternamente ante ese mausoleo, conmovedor y legítimo. Sus disciplinadas lágrimas harán crecer una hierba tan verde que ablandará los más insensibles corazones.

Todos los ladrillos eran de sangre. La aguja del campanario la embistió, a modo de bautizo, en el mismo momento en que su rostro ofrecido esperaba recibir el beso de Cristo. Las piedras son lisas porque se revolcó sobre ellas durante su agonía: su calvario las desgastó. Ella fue derramada como ofrenda. Tres veces la martirizaron, pero la tercera murió de verdad.

Él está paralizado, viéndola columpiarse en el aire. Ella mueve los ojos, moribundos, en blanco.

Ve cómo la traiciona su dios; pero murmura:
In
la sua voluntade...

Los ojos de las rameras corretean como ratones arriba y abajo de los restaurantes, husmeando posibilidades. Sus estrepitosas risas mecen la desgracia como una cuna de madera sobre el suelo. Mi cuna está dentro de mí. También se mece, pero la mece un huracán. Sus codos me lastiman. A patadas, me expulsa de la anhelada elegancia. Jovencitas enamoradas, conservad la cabeza fría, mantened la calma, planificad vuestra estrategia, atentamente, Dorothy Dix. Jovencitas enamoradas, sed putas, duele menos.

Él también se mece en su red de trapecista, colgado en medio del huracán, columpiándose encima de la condenación. Oh huracán, toma una decisión, la que sea, pero decide de una vez.

¿Cómo puedo compadecerle, por muy expuesto que esté al aguijón de los vientos, si cada uno de los agujeros por los que me desangro me lo hizo él con un beso? Es bello como la alegoría. Bello como la leyenda que la imaginación arroja sobre la arena.

Pero sobre él ¿qué bombas caen, como no sean los indiscriminados elementos, azarosos como el relámpago, ubicuos como el aire? El está abierto a mil gritos de demencia y terror. Delirando se balancea en la noche, sacudido por escalofríos, combatiendo a un millar de enemigos, un millar de desgracias.

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