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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (2 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—De modo que te has decidido de veras —repitió Poldi, y añadió al cabo de un instante—: ¡Qué agradecido y contento estaría si en mi vida hubiese habido tanta claridad como en la tuya! Amas a Cornelius, ¿no es cierto? Siempre lo has amado.

—Sí —respondió Elisa en voz baja—. Lo amo. Y ahora sé por fin lo que tengo que hacer.

Libro primero
El viaje
1852

Capítulo 1

—¡Detened al ladrón!

Elisa abrió los ojos con apatía. Sentía los párpados muy pesados y la frente le brillaba a causa del sudor. Poco antes, los pocos lugares a la sombra del puerto de Hamburgo habían sido objeto de una acalorada disputa y, aunque ella había podido conseguir uno con sumo esfuerzo, ahora el sol abrasador caía en vertical, de modo que ya no quedaba ningún sitio donde resguardarse de su luz deslumbrante. El mar no enviaba brisa alguna que los refrescara, sino que mostraba un color grisáceo y verde, como un espeso caldo de pescado.

—¡Detened al ladrón!

La voz, a pesar del calor sofocante, era asombrosamente animada y sacó a Elisa de su modorra. Hasta hacía muy poco había estado contemplando, atónita, con los ojos bien abiertos, el ajetreo del puerto, sin poder apartar su mirada de los magníficos buques de tres palos, los impacientes emigrantes y los laboriosos trabajadores portuarios. Pero el sol abrasador había acallado el ruido y al final le había entrado sueño.

En ese momento, los únicos que seguían ocupados eran los agentes navieros, los cargadores y armadores de la casa Godefroy & Sohn, que preparaban la carga y verificaban que el Hermann III, el barco al que ella misma iba a subir dentro de muy poco, podía navegar. Entonces Elisa vio que un joven bajito pasaba por delante de uno de esos grupos de hombres que se hablaban unos a otros con insistencia, gesticulando afanosamente.

—¡Maldita sea! ¡Agarradlo de una vez!

En ese momento, Elisa vio también al hombre que corría detrás del chico. A pesar del calor de ese día, llevaba un frac manchado, igual que los demás emigrantes, que escogían su mejor prenda de vestir aunque no supieran cuándo iban a poder cambiársela. Probablemente el perseguidor de aquel mozalbete fuera uno de ellos.

El hombre estaba ya casi a punto de alcanzarlo y, cuando se disponía a alargar la mano hacia él, el chico se agachó con agilidad, cambió de rumbo repentinamente y huyó por entre la multitud.

Elisa, que se había incorporado para poder observar mejor la persecución, no tuvo más remedio que sonreír. No sabía qué había pasado, pero la expresión severa y amenazante del hombre —que tampoco cejaba en su persecución y usaba los codos sin miramientos para abrirse paso a través del gentío— hizo que la joven tomara partido automáticamente por aquel pequeño.

—¿Has visto eso?

Elisa se había vuelto hacia su padre, pero Richard von Graberg no había oído los gritos enfurecidos del hombre ni había prestado atención al chiquillo —que ahora corría ágilmente a lo largo del muelle—, sino que estaba absorto en el grueso legajo de documentos que llevaba consigo.

Elisa suspiró al verlo, sentado allí de aquella guisa. Lo más probable era que ya se supiese de memoria el contenido de todos los papeles necesarios para emigrar a Chile, pero, así y todo, seguía examinándolos una y otra vez, como si esos folios le proporcionaran el último resquicio de esperanza que existía en este mundo inconstante. El contrato de viaje que habían firmado con los agentes migratorios figuraba entre esos papeles y allí estaba también la lista al completo de los precios que había que pagar, la hora estimada en que se zarparía, así como un dibujo con la ruta exacta que seguiría el barco y, finalmente, el salvoconducto de estancia en Hamburgo, emitido para un plazo de catorce días.

—Papá… Pronto subiremos al barco y para entonces ya no necesitaremos ese permiso de estancia en la ciudad —dijo Elisa en voz baja.

Richard von Graberg levantó la mirada, indeciso, y entrecerró los ojos como si le dolieran. Elisa sospechaba que su padre tenía dificultades para leer, aunque no quisiera admitirlo.

—¿Qué quiere decir «pronto»? ¡Nos lo llevan prometiendo todo el día! Pero a saber cuánto más tendremos que esperar aún.

La mirada del padre se posó sobre la jovencita —apenas algo mayor que Elisa— que estaba sentada pesadamente, con la espalda encorvada, sobre uno de los baúles que conformaban su equipaje. Tampoco ella había prestado atención al joven que huía, y tampoco le devolvió la mirada a Richard.

«Como una flor marchita», le pasó a Elisa por la mente.

—¿Podrías traerle, tal vez, un poco de agua a Annelie…? —le propuso el padre con tono vacilante.

Con sumo esfuerzo, Elisa reprimió un grito de indignación. ¿Por qué su padre tenía que estar recordándole constantemente la indeseada compañía de aquella mujer?

Annelie.

Su nombre de soltera era Drechsler. Pero desde hacía poco se llamaba Annelie von Graberg y era la segunda esposa de Richard, con quien su padre había contraído matrimonio tres meses antes de haber partido de Niederwalzen, un pueblo situado entre Fráncfort y Kassel. Un matrimonio bastante precipitado, según le pareció a todo el mundo, pero especialmente a su hija. Su padre ni siquiera había guardado el acostumbrado año de luto.

Elisa frunció los labios.

No era ella la que debía estar allí. No Annelie.

No era con ella con quien Elisa habría querido empacar todas sus pertenencias ni regalar todas las cosas que no podían llevarse en el viaje —un viaje que iba a ser largo, agotador y peligroso—, entre las que se encontraban también los manteles y cobertores de encaje que su abuela había confeccionado y que habían sido el orgullo de la anciana durante toda su vida. No era con ella, a fin de cuentas, con quien la joven Elisa hubiera querido partir una mañana, cuando la hierba aún estaba empapada de rocío y el cielo de primavera estaba todavía brumoso. Habían cubierto el primer tramo del camino en un carro de posta y luego habían continuado el viaje con el tren de vapor, un monstruo rugiente, cuyos escupitajos y siseos aterraban a Elisa, al tiempo que la fascinaban.

Habría sido una aventura excitante, de no haber sido Annelie la persona con la que, finalmente, habían llegado a Hamburgo, ya bien entrada la noche. Las farolas rodeadas de nubes de mosquitos iluminaban el camino desde la estación de Berlín, situada junto a la Deichtor, hasta el lugar donde se alojarían, en la Admiralitätsstraße. Antes los habían recibido unos policías, los agentes del orden encargados de vigilar la estación y de velar por que los emigrantes no cayeran en manos de los embaucadores que, a veces, con falsas promesas, les birlaban todas sus posesiones. También eran los policías los encargados de emitir el permiso de estancia en la ciudad y la autorización para subir a bordo. Habían tenido que hacer una cola de varias horas antes de llegar, ya de madrugada, a su alojamiento. Este consistía en cuatro paredes de tablones sin pintar y unos techos de crujiente madera que prometían la estabilidad de un castillo de naipes. Por si fuera poco, no había camas libres, así que tuvieron que conformarse con unos colchones dispuestos en el suelo. Un enorme trozo de jamón, que uno de los huéspedes había colgado en el extremo de su cama, se bamboleaba por encima de la cabeza de Elisa. El olor salado hizo que la sensación de hambre arreciara en el estómago vacío de la joven, si bien era un olor mucho más agradable que el de los pies sudorosos y las prendas de ropa sin lavar.

Tardó mucho en quedarse dormida, imaginándose lo diferente que habría sido el comienzo de ese largo viaje si su madre los hubiese acompañado. ¿Se habría cansado ella tan pronto, como le sucedió a Annelie? ¿Se habría pasado todo el tiempo suspirando, en lugar de dedicarse a absorber con avidez todas aquellas nuevas impresiones, como había estado haciendo Elisa?

«¡Seguro que no!», pensó Elisa resueltamente. Su madre era una mujer de carácter y de una enorme fuerza de voluntad, no una criatura débil como Annelie, quien ahora estaba allí, tumbada como un saco de harina, inmóvil y pesada.

Sí, era su madre la que debía haber estado allí. No Annelie.

«En cualquier caso —pensó Elisa a regañadientes mientras se levantaba—, salvo por esos suspiros, la mayoría de las veces no se queja; tampoco ahora.»

—No es necesario que Elisa me traiga agua —se apresuró a decirle Annelie a Richard, a raíz de la petición de este—. Yo… lo soportaré…

—¡Pero esta gente no puede dejarnos morir de sed! —se quejó el padre.

—No, está bien —murmuró Elisa de mala gana, al tiempo que se levantaba; aunque, a decir verdad, no lo hacía para hacerle el favor a Annelie, sino más bien porque ella misma tenía la boca reseca—. Está bien, iré a ver qué se puede hacer.

—Gracias —susurró Annelie, pero Elisa no le respondió; lo único que hizo fue echar un último vistazo enfadado a su joven madrastra.

«¿Por qué mamá no tuvo oportunidad de vivir más?», se le pasó por la cabeza.

En los últimos años, había leído con ella todas las
Intelligenzblätter,
aquellos útiles folletos informativos para emigrantes. En uno de ellos habían dado con los nombres de Bernhard y Rudolph Philippi, unos hermanos alemanes que habían explorado la región del sur de Chile —totalmente deshabitada— y que habían convencido al gobierno de aquel país de que la tierra salvaje se podría conquistar fácilmente si se llevaban colonos alemanes, tan conocidos por su laboriosidad y autosuficiencia, por su talento como artesanos y por su experiencia en la agricultura. Al final, a Bernhard Philippi lo nombraron agente de colonización en Alemania.

Elisa, enfadada, arrugó los labios cuando vio cómo su padre le alcanzaba a Annelie su chaqueta, para que esta la doblara y se sentara más cómodamente sobre ella. En otra época, los cuidados de su padre se dirigían únicamente a su madre, sobre todo cuando la tos había empeorado y ella había empezado a escupir sangre; y también al final, cuando su madre, ya en su lecho de muerte, les arrancó al marido y a la hija la promesa de que mantendrían en firme los planes de emigrar.

Debido a la rabia contenida, Elisa golpeó el suelo con los talones. Y, sumida como estaba en sus cavilaciones, no vio venir a la figura con la que chocó de repente con brusquedad. Algo afilado y duro se le estampó contra el pecho. Le faltó el aire; la vajilla de hojalata que, como los demás emigrantes, llevaba en el cinturón —un recipiente para beber, una mantequillera y un cuenco para comer, así como la jofaina para lavarse y los cubiertos— resonó al chocar con la otra persona.

—¡Oiga! —exclamó indignada.

Y cuando alzó la vista vio la cara malhumorada del hombre que había estado persiguiendo a aquel jovenzuelo que huía. Por lo visto, a aquel sujeto no parecía importarle el haberla atropellado casi hasta el punto de derribarla. En lugar de detenerse, pedirle disculpas y cerciorarse de que la joven estaba bien a pesar de la colisión, continuó andando; y entonces Elisa también pudo ver por qué su rostro malhumorado había cobrado aquella expresión decidida.

Allí delante estaba de nuevo el jovencito desgreñado, que acababa de conseguir deslizarse por entre la multitud, pero que había estado más o menos dando vueltas en círculo y ahora se veía detenido en su carrera por una hilera de cajas listas para ser cargadas.

Nervioso, miró a un lado y a otro, pero era ya demasiado tarde. El hombre de aspecto tenebroso lo alcanzó, lo agarró por la oreja y tiró de él con tal fuerza que el chico soltó un grito estridente.

—¡Por fin te tengo! —gruñó el hombre.

Entonces lo agarró con más fuerza, y el chico volvió a gritar. Daba igual lo que hubiera hecho aquel jovenzuelo, a Elisa le pareció que no merecía un trato tan rudo.

—¡No soy ningún ladrón! —se quejó el joven—. No le he robado nada. Por favor… Tiene que creerme.

Su cara estaba roja a causa del dolor y de la indignación.

Elisa no pudo contenerse y salió disparada hacia donde estaban ambos.

—¡Pero si es un niño! —fue lo primero que dijo.

El hombre, que, a pesar de la amplia sonrisa sarcástica que ahora mostraba, aún tenía la mirada malhumorada, no le prestó atención. Tampoco tomó nota de la delgada mujer que se les acercó con cuidado en ese instante.

—Lambert, suéltalo ya… De verdad que no fue él…

—¡Eh, oiga! —gritó el hombre dirigiéndose a un jornalero del puerto que en ese momento estaba levantando una de las cajas que le había cortado la huida al jovenzuelo; el obrero dejó caer la caja nuevamente y alzó la vista, cansado.

—¡Sí, me refiero a usted! —bramó el hombre a quien la mujer (que por lo visto era su esposa) que se le había acercado rápidamente había llamado Lambert—. ¡He atrapado aquí a este mataperros! El muy pillo andaba por ahí solo y no podía apartar la mirada de mi monedero.

—¡Pero yo solo lo miré, no lo robé! —se quejó el joven.

—¡Sí, claro, porque yo me di cuenta a tiempo! No quisiera ni saber a cuántos viajeros honrados les habrás birlado sus legítimas pertenencias.

—¡A ninguno! ¡Lo juro! Yo solo quería…

En eso la mujer delgada intervino de nuevo, si bien su voz era poco más intensa que un susurro.

—Lambert, tal vez deberías…

—¡Cierra el pico! —gritó Lambert con rudeza. Elisa no estaba segura de a quién estaba mandando callar, si al chico o a su mujer. De todos modos, a Elisa le parecía una grosería y también la molestaba la actitud engreída con la que el hombre acusaba al joven, haciendo caso únicamente de sus suposiciones, sin tener ni una sola prueba concreta.

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