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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (3 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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El hombre a quien Lambert había pedido que se acercara miró a los presentes con ojos indecisos y estrujó entre las manos la gorra que se había quitado de la cabeza.

—Yo no soy más que un ayudante del capitán del puerto —masculló sin abrir correctamente la boca.

—¡Pero esto hay que investigarlo! Mi nombre es Lambert Mielhahn, y lo exijo. He estado observando a este chico durante un buen rato, lo he visto vagabundeando por el puerto, buscando cosas que robar. Si no hubiera prestado la debida atención, habría perdido mi monedero.

El ayudante del capitán del puerto frunció el ceño, evaluando la situación. Se notaba a las claras el malestar que sentía por verse metido en aquel embrollo. Al mismo tiempo, no se atrevía a enfrentarse a la voz tronante de Lambert Mielhahn.

—¿Qué ha pasado en realidad? —preguntó el obrero. Por lo menos Elisa creyó haber oído aquella pregunta, aunque en realidad no estaba del todo segura, ya que el hombre se tragaba una de cada dos sílabas.

Lambert no respondió, pero soltó la oreja al chico, aunque le arrebató de un tirón el hatillo que llevaba sobre los hombros. En lugar de verificar si dentro había realmente objetos que pudieran romperse, sacudió su contenido sobre el suelo polvoriento y a continuación soltó una exclamación de triunfo.

—¿Qué os había dicho? ¡Es un ladrón!

Elisa se aproximó. En aquel hatillo solo había embutido mordisqueado, un pañuelo y un reloj de plata reluciente.

El jovencito se agachó con rapidez y, nervioso, intentó recoger los objetos.

—¡Nada de esto es robado! —dijo defendiéndose.

—¿Y de dónde has sacado ese reloj? —La voz de Lambert ya no solo tenía tono de reproche, sino que, según le pareció a Elisa, era casi burlona. «¡Qué hombre tan repulsivo!», fue lo que le pasó por la mente. La apocada mujer de Lambert ya no se atrevió a decir una palabra más. Solo entonces Elisa notó la presencia de los dos niños que llevaba de las manos, quienes contemplaban la escena con los ojos muy abiertos.

—¡Ese reloj pertenece a mi abuelo! —exclamó el jovenzuelo—. ¡Es un recuerdo familiar! Y como se nos terminó el dinero durante el viaje hasta Hamburgo, mi objetivo era venderlo aquí.

—¡Ah! ¿Conque es de tu abuelo? —Por el tono de desprecio con que hablaba Lambert, era evidente que no creía ni una palabra.

—¡No estoy mintiendo! —insistió el muchacho.

El ayudante del capitán del puerto había escuchado aquel intercambio de palabras en silencio. Aunque aún se le notaba claramente la desgana, se sintió en la necesidad de intervenir.

—¿Y dónde está tu abuelo ahora…? ¿Dónde está tu familia? —preguntó arrastrando las palabras.

El joven miró inseguro a su alrededor. Su constitución huesuda destacaba bajo los sucios harapos. Por su aspecto larguirucho y enjuto, a Elisa le recordaba a los niños famélicos de su aldea. Lo peor fue que algunos de aquellos chicos llegaron incluso a morir de hambre un año en que se pudrieron las patatas. Y aunque eso había sucedido cinco años atrás, los inviernos siguientes también habían sido muy duros.

A Elisa la embargó la compasión.

—¡Déjalo marchar de una vez! —dijo de repente, en voz alta, al tiempo que se acercaba un poco más—. Déjalo irse —repitió—. Él es…

«Es tan solo un niño», había pretendido decir. Pero entonces pensó que eso, probablemente, no tuviera ningún peso y que, a pesar de todo, el chico sería castigado por algo que no había hecho.

—Es mi hermano —dijo entonces; y en ese mismo instante sospechó que con ello había cometido un grave error.

Lambert Mielhahn soltó un resoplido, indignado. El ayudante del capitán del puerto, por el contrario, frunció el ceño, pensativo.

—Vaya, conque es tu hermano.

Esta vez, al hablar, separó los dientes aún menos que antes y parecía triturar las palabras en lugar de pronunciarlas.

El chico estaba tieso como una vela. Cuando Elisa buscó su mirada, él la evitó, pero por lo menos no hizo ademán alguno de contradecirla.

—¿Y bien? ¿Cómo se llama… tu hermano? —masculló el hombre.

—Eh… —empezó Elisa sin saber qué hacer.

—Leopold —se apresuró a decir el chico—. Me llamo Leopold.

—Eso —confirmó ella rápidamente—. Y yo soy Elisa —En un principio le pareció más aconsejable callarse su apellido.

—¿Y dónde están vuestros padres? —murmuró el ayudante del capitán.

Elisa se dio la vuelta, buscando, y señaló hacia donde estaba su padre. Por primera vez se sintió aliviada de que estuviera ocupándose de Annelie en lugar de estar velando por su hija, lo que lo habría llevado a preguntarse qué hacía Elisa con aquel mocoso desconocido.

El obrero del puerto frunció el ceño un poco más. Por un instante, a Elisa le pareció que las comisuras de sus labios se estiraban y mostraban una sonrisa bondadosa, pero antes de que el hombre decidiera dar crédito a lo que decían los dos jóvenes, el gruñón de Lambert Mielhahn volvió a intervenir:

—¡No les crea ni una palabra! A esta pandilla de ladronzuelos no le faltan nunca pretextos.

—Pero yo no he… —empezó a decir Leopold.

—Lambert, no es para tanto —dijo, balbuceando, la tímida mujer que estaba a su lado. Ahora que estaba tan cerca, Elisa pudo notar las trazas de cansancio que había alrededor de sus ojos, las oscuras bolsas bajo ellos, los hombros caídos. En realidad no era tan vieja, pero la época de juventud en la que aquella mujer habría bailado y reído, disfrutando de la vida, parecía estar a años de distancia. Los dos chicos se apretujaron un poco más contra ella. Se trataba de un niño de ojos oscuros que brillaban húmedos, como si estuvieran a punto de romper a llorar, y de una niña, de aspecto tan frágil que uno podía pensar que bastaría un golpe de viento para barrerla del sitio. Tenía el pelo muy fino y tan rubio que mostraba un brillo casi blanco.

Lambert Mielhahn no prestó atención a su mujer ni a Leopold, sino que se volvió hacia donde estaba Elisa. La examinó con enorme desdén, como si fuese un grave delito ser la hermana de un chico al que él había tomado por un ladrón. Pero el hecho de que la joven le sostuviera la mirada, sin mostrar el menor asomo de miedo, no pareció impresionarlo demasiado, sino que más bien lo puso de mal humor. Sin embargo, esto no hizo sino animar a la joven a erguirse más y a estirar el cuello.

—¡Ja! —soltó el hombre señalando la cadena que la joven llevaba alrededor del cuello—. ¿De dónde has sacado esa joya tan elegante? ¡Eso no puede ser suyo! Seguro que es una ladrona, como su hermano. ¡La habrá robado!

Elisa se llevó la mano rápidamente a la joya.

Era la cadena de su madre.

Era una joya familiar desde hacía generaciones, una joya que las mujeres de la familia Von Graberg legaban a sus hijas.

—No vas a poder quedártelo —le había dicho burlonamente la vieja Zilly, antes de que partieran.

Zilly era una de las criadas que se había dedicado abnegadamente a cuidar de las vacas. Olía siempre a leche y a establos, incluso cuando no estaba trabajando en ellos. Pero un buen día todos los animales contrajeron la terrible fiebre aftosa y fueron muriendo uno tras otro, y su padre se quejó en voz alta, preguntándose por qué Dios los fustigaba con tanta saña. Hasta ese momento, su padre siempre había sabido mantener la compostura. También Zilly se había quejado, incluso había llorado como una niña pequeña. Andaba como perdida de un lado a otro del establo, sin explicarse por qué aquel mundo que le era tan familiar había cambiado en tan pocos días. Y aunque ella también compartía la desesperación de Richard von Graberg, no comprendía por qué al final había decidido emigrar. Entonces empezó a llenarle la cabeza a Elisa con historias de miedo: sobre alguien que había urdido el mismo plan, pero que luego había tenido que pasar varias semanas esperando en el puerto antes de embarcarse y que, finalmente, había tenido que vender todas sus posesiones para salir adelante.

—Y eso os pasará también a vosotros —le había advertido—. ¡Al final tendrás que deshacerte de la cadena de tu madre a cambio de un pedazo de pan!

«¡Eso nunca!», había pensado Elisa, y también ahora reaccionó con ira.

—¡Qué se ha creído usted! —increpó al tal Lambert Mielhahn.

Por el rabillo del ojo, se dio cuenta de que Leopold ya no tenía aquella mirada obstinada, sino que sonreía con sorna. El ayudante del capitán del puerto, en cambio, seguía muy serio… y desconcertado. En varias ocasiones su mirada se movió rápidamente entre Elisa y Lambert.

—¿Puedes explicarme por qué llevas una joya tan cara? —preguntó finalmente, con gesto desagradable.

—¿Y por qué tendría que explicarlo? —replicó Elisa—. Yo no he hecho nada ilegal, yo solo…

Su frase acabó con un grito de indignación. Sin que ella se diera cuenta, la mano de Lambert Mielhahn se había disparado hacia delante, había agarrado el reluciente colgante de Elisa y se lo había arrancado del cuello para verlo más de cerca. Elisa sintió un ardor en el cuello, pero sobre todo una furia ciega al ver su objeto más preciado en aquella mano tosca. Lambert Mielhahn alzó la cadena hacia la luz para examinarla y chasqueó la lengua tras llegar a la conclusión de que era de oro legítimo.

—¿Cómo se atreve usted a…?

La joven no pudo acabar la frase. Intentó entonces agarrar la cadena, pero como no lo consiguió —pues Lambert era mucho más alto que ella y la apartó sin más—, adelantó la cabeza y le pegó un mordisco al hombre en su brazo peludo. Primero oyó el grito de dolor de Lambert y a continuación empezó a sentir el sabor de la sangre. La cadena cayó al sucio suelo; rápidamente, la joven se agachó y la protegió con la mano cerrada.

Aún sin poder creerlo, Lambert Mielhahn se miraba el brazo, en el que los dientes de la chica habían dejado una herida profunda.

—¿Cree usted ahora que se trata de una banda de ladrones? —gritó Lambert.

Su mujer y sus dos hijos se encogieron. Solo Leopold seguía mostrando aquella sonrisa irónica.

—Jovencita, jovencita —dijo, balbuceante, el ayudante del capitán del puerto, sin saber qué hacer.

—¡No somos ladrones! —insistió Elisa—. Somos emigrantes y nos vamos a Chile.

—¿Y dónde están vuestros padres? —preguntó Lambert con un siseo para, a continuación, añadir con voz triunfante—: Los menores de edad no pueden emigrar sin el permiso de sus tutores.

Con gesto vacilante, Elisa se dio la vuelta de nuevo y miró hacia donde estaban su padre y Annelie. La verdad es que no sabía cómo iba a explicarle que se había hecho pasar por la hermana de Leopold y que había mordido a un desconocido; pero, en su fuero interno, confiaba en que comprendiera el apuro en el que se había visto envuelta y que interviniera. Sin embargo, ahora no se los veía en el sitio donde habían estado hasta hacía muy poco, sentados sobre uno de los baúles.

—¿Dónde está vuestro permiso? —preguntó mientras tanto el ayudante del capitán del puerto.

La mano de Elisa se deslizó dentro de la bolsa de cuero que llevaba consigo, pero antes de que pudiera ponerse a revolver en ella, supo que aquello no iba a servir para nada. El permiso que todo emigrante tenía que mostrar antes de embarcarse estaba entre los demás documentos de viaje y esos los llevaba consigo Richard von Graberg, que no paraba de examinarlos a cada momento.

En ese preciso instante Leopold retrocedió. Al parecer, quiso aprovechar que los dos hombres estaban observando fijamente a Elisa con desconfianza, sin embargo, solo consiguió alejarse unos cinco pasos porque, en eso, Lambert, que hasta ese mismo instante había estado palpándose la herida del brazo con expresión de reproche, se plantó tras él y lo agarró por el pescuezo.

—¡Suélteme! —gritó Leopold, enfadado, al tiempo que daba patadas a diestro y siniestro.

—¿Hace falta más confesión de culpabilidad? —preguntó Lambert Mielhahn.

El ayudante del capitán del puerto suspiró resignado.

—Está bien —dijo cediendo—. La Diputación de Comercio debe decidir qué va a pasar con estos dos.

Elisa se puso pálida. Antes de cada embarque, la Diputación de Comercio enviaba al puerto a sus expertos, los cuales se encargaban de verificar si a bordo de los buques había suficiente comida y agua potable para la travesía.

—Pero ¿usted no pretenderá…? —empezó a decir Elisa.

Una vez más, la joven se dio la vuelta y miró a su alrededor en busca de su padre, pero antes de que pudiera ver una cara conocida entre las muchas personas que esperaban en el muelle, sintió cómo alguien la cogía también por el cuello. Las protestas de la joven resonaron sin ser oídas. El ayudante del capitán del puerto los arrastró a ella y a Poldi hasta una nave alargada que servía como almacén y resolvió encerrarlos allí.

Capítulo 2

La puerta del estrecho agujero en el que los había arrojado el hombre rechinó cuando este la cerró de un tirón a sus espaldas. La parte inferior estaba hecha de una madera de roble oscura y pesada en la que los gusanos habían ido abriendo pequeños agujeritos; en la parte superior había una rejilla herrumbrosa a través de la que se podía ver un pasillo con otras celdas similares alineadas a cada lado.

Una vez más se escuchó un chirrido, cuando el hombre pasó la pesada llave a la cerradura. Por un instante, Elisa tuvo la esperanza de que el hombre dejase la llave allí; así, ella podría estirar la mano más tarde a través de los barrotes oxidados y atraparla de algún modo. Pero al parecer el ayudante del capitán del puerto había tenido la misma idea: después de haber dado algunos pasos jadeantes, sin decir palabra, cogió la llave, se la guardó y se alejó.

—Hablará usted cuanto antes con alguien de la Diputación de Comercio, ¿verdad? ¡Somos inocentes! —gritó Elisa a sus espaldas, con una voz penetrante que el hombre no pudo pasar por alto; de todos modos, su única respuesta fue un gesto de indiferencia con los hombros; parecía aliviado por haber dado una solución a aquel enojoso asunto.

Elisa se dejó caer al suelo, apoyándose en una de las paredes frías, húmedas y cubiertas de finísimas telarañas, mientras se enfrentaba al desánimo que pesaba sobre su alma como el olor a moho de su prisión.

Leopold se había agachado para recoger un sucio jirón de tela: tal vez el precario resto de lo que alguna vez fuera una vela o tal vez un trozo de una vieja gorra de lona.

—¡Ten cuidado! —le gritó la joven cuando vio los clavos esparcidos por el suelo, tan herrumbrosos como los barrotes de la ventanilla.

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