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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (4 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Entonces el joven retrocedió y olfateó con expresión de asco. En aquel almacén había otro olor aún más penetrante que el hedor corrupto y salobre de una barraca junto al mar.

—¿También tú lo hueles? —preguntó el chico—. ¿Qué es eso?

Elisa miró a su alrededor. Tras varias horas expuesta a aquel sol deslumbrante, en un principio no vio más que los contornos de las cosas. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la opaca luz.

En el rincón trasero del almacén había varios barriles uno al lado del otro. Uno de ellos se había caído y de él brotaba gota a gota un líquido oscuro. En el suelo se había formado un charco pegajoso.

—Creo que es sulfato de hierro. Se usa para limpiar los barcos, sobre todo las letrinas.

—¡Entonces alguien entrará pronto por esa puerta para llevárselo! —exclamó el jovenzuelo con entusiasmo—. Quiero decir antes de que el barco zarpe.

Elisa asintió; no quería admitir que la duda se iba apoderando de ella. No era solo que aquellos barriles parecían estar vacíos, sino que las reservas de ese «chisme», como lo llamó Leopold, abundarían en los demás almacenes, por lo que nadie estaría obligado a ir a recogerlo precisamente allí. Además, el ayudante del capitán del puerto no había dado muestras de tener prisa alguna.

Elisa miró en dirección a los barrotes de la parte superior de la puerta; los pasos del hombre que se alejaba arrastrando los pies eran lo último que había oído. Debido a la madera de las paredes, los ruidos que llegaban del puerto —las voces, los chillidos de las gaviotas, el chapoteo de las olas— se escuchaban solo en sordina y apenas se podían diferenciar unos de otros.

—¿De verdad te llamas Leopold? —le preguntó Elisa al chico para distraerse.

El joven frunció el ceño.

—¿Es que crees que miento? —preguntó Leopold con voz ofendida.

—Si lo creyera no te hubiese ayudado —se apresuró a tranquilizarlo ella.

—Bueno, eso de ayudarme es mucho decir; de lo contrario, no estaríamos aquí —replicó él con un suspiro—. Te presentaste como mi hermana… Y eso, eso sí que ha sido una mentira.

En eso, sin duda, tenía razón, pero Elisa prefería no pensar en las consecuencias que esa mentira había tenido para ella.

—Pues bien… Leopold… —empezó a decir Elisa.

—Mis hermanos me llaman Poldi.

—Pues bien… Poldi…

El chico había dejado caer de nuevo el trozo de tela al suelo y luego se había quedado de pie, tieso, en medio de aquel recinto, haciendo un notable esfuerzo por no tocar nada. Pero entonces se acercó bruscamente a la puerta y sacudió los herrumbrosos barrotes. En vano. Cuando retiró las manos, las tenía cubiertas de óxido rojizo.

—El barco zarpará pronto —afirmó Poldi. Su voz luchaba contra el pánico, y era precisamente eso lo que se iba apoderando poco a poco de Elisa, rodeándole el cuello como una anilla que amenazaba con estrecharse cada vez más y cortarle el aliento.

La joven intentó respirar con tranquilidad para contrarrestar aquella sensación.

—¿También vosotros os vais a… Chile? —le preguntó ella.

Hasta entonces había pronunciado el nombre de aquel país en muy contadas ocasiones, como si se tratase de algo demasiado preciado para mencionarlo a la ligera, incluso como si la enorme lejanía de aquellas tierras, su exotismo incomparable exigieran un respeto similar al de una oración.

Poldi asintió brevemente.

—En realidad habíamos decidido marcharnos a Nueva York. Uno de nuestra aldea, al que llamábamos Hans el Pato, se fue allí y encontró trabajo enseguida, según contaba en una carta. Ahora, al parecer, trabaja en los ferrocarriles y gana tanto dinero que ya no tiene que comer pan duro. Puede darse el lujo de comer pasteles de hojaldre, hechos con harina de la mejor calidad —dijo. Y se relamió los labios con un chasquido antes de continuar—: El viaje hasta allí solo dura cincuenta días, no es tan largo como a Chile. Pero mi abuelo viaja con nosotros. Y tiene más de sesenta años.

Elisa sabía lo que el chico quería decir con eso. En uno de aquellos boletines oficiales que ella y su madre habían ido devorando mes tras mes, se podía leer que en Estados Unidos no eran bienvenidas las personas mayores de sesenta años. Sin embargo, aunque en la propia familia de Elisa todos estaban dentro de la edad adecuada, se habían decidido por Chile y no por Nueva York. Casi todo el mundo emigraba allí, había dicho su madre, y los extranjeros ya no eran tan bienvenidos como antaño. Era preciso disfrutar los himnos de alabanza a la nueva patria que podían leerse en las cartas con ciertas reservas. Algún que otro emigrante había estado soñando entusiasmado con un país de Jauja, pero había regresado a Alemania al cabo de pocos meses, tan solo con lo puesto y con alguna experiencia decepcionante más.

—¿Y quién más viaja contigo aparte de tu abuelo? —preguntó Elisa.

Poldi empezó entonces a caminar inquieto de un lado a otro del estrecho recinto.

—Mis hermanos, Fritz y Lukas. Y luego están Christl, Katherl y Lenerl, mis hermanas.

«¡Tres hombres en total! —le pasó por la cabeza a Elisa—. ¡Cuánto envidiaría su padre a esa familia!»

Ninguno de los varones que la madre de Elisa había dado a luz había sobrevivido al año de vida. Todos los domingos, después de misa, visitaban sus tumbas, y una y otra vez Richard von Graberg se quejaba por no tener un primogénito sano. Elisa sabía que su padre estaba orgulloso de ella, que la quería, pero tenía la impresión de que eso sucedía a pesar de que ella fuera una niña —no precisamente por serlo— y de que su padre se preguntaba en secreto por qué la que había llegado a crecer y desarrollarse era esa única hija, y no sus hijos varones, que habían muerto todos.

¿Quizá por eso se casó su padre tan pronto con Annelie tras la muerte de su madre?

Antes de partir hacia Chile, él había vuelto a lamentarse en voz alta por no tener hijos varones: el gobierno de aquel lejano país, según decían los boletines informativos oficiales, le prometía a cada padre de familia inmigrante tierras en cantidad de ocho «cuadras», como decían allí, lo cual equivalía más o menos a una hectárea, y por cada hijo varón le cedía otras cuatro. Y también le entregaba más cantidad de lo que necesitaran para cultivar el suelo —semillas, herramientas y bueyes—, si podía demostrar que tenía hijos varones.

En fin, por lo menos el resto de los derechos y deberes eran los mismos: durante seis años no tendrían que pagar impuestos y serían tratados, desde el primer día, como ciudadanos chilenos, siempre y cuando prestaran juramento a la Constitución del país.

Poldi no se había dado cuenta de lo mucho que había impresionado a Elisa mencionando a sus hermanos.

—De todos modos, existe otra razón por la que no hubiéramos podido marcharnos a Nueva York —le dijo el chico—. Porque primero hubiésemos tenido que conseguir el dinero para la travesía. En el caso de Chile, sin embargo, hay un préstamo del gobierno. Esos sí que nos quieren en su país, ¿no te parece?

Elisa asintió.

—¡De todos modos, es una pena! —exclamó Poldi—. A mí me hubiese encantado probar esos pasteles de hojaldre con harina de trigo. ¿Qué habrá de comer en Chile?

Elisa se encogió de hombros. Su curiosidad por lo que Poldi tenía que contarle iba disminuyendo, pues ahora los minutos pasaban volando uno tras otro y no se oía a nadie en el pasillo. Una vez más, miró hacia fuera por la rejilla.

—¿Crees que esos diputados de la Diputación de Comercio vendrán y nos liberarán?

—¡Por supuesto que lo harán! —dijo Elisa abruptamente, y antes de que Poldi pudiera expresar sus dudas, añadió—: ¿De qué…, de qué vivíais antes de partir hacia aquí?

—Mi padre era forjador de armas y tenía su propia forja —la informó Poldi, orgulloso, pero cuando continuó, su voz sonó más apocada—: Cierto que la forja era ya muy antigua y estaba medio en ruinas; él necesitaba nuevas herramientas, pero se las podía permitir. En algún momento se había empobrecido tanto que decidió empezar a trabajar en las canteras y más tarde lo hizo para los ferrocarriles. Pero con eso, según decía mi madre siempre, no se podía alimentar a una familia, sino solo a un hombre adulto. ¿Y vosotros? ¿Por qué os marcháis a Chile?

Elisa, impaciente, cambió de postura. Su padre ya tenía que llevar un buen rato echándola de menos y seguramente ya habría comenzado a buscarla. Sin embargo, pensar en ello no la tranquilizaba, la ponía aún más nerviosa. ¡A su padre nunca se le pasaría por la cabeza la idea de buscarla precisamente en ese almacén!

—Hace algunos años —empezó a contar la joven para no tener que pensar— emigraron a Chile nueve familias de artesanos de Hesse. Una de esas familias era conocida de una prima de mi abuela. Y ella nos mostró una carta que esos emigrantes habían enviado.

Aquella carta no tenía un tono tan entusiasta como algunos de los relatos que llegaban de Norteamérica, pero era mucho más sincera. El viaje había sido largo, pero al final pudieron llegar sanos y salvos a Corral, en el puerto de Valdivia. La labor que les esperaba allí era dura, pero también era cierto que en aquel país había tierras para todos: la mayor parte del territorio estaba cubierta de selva virgen, pero cuando se talaba, se ganaban terrenos muy fértiles.

Su padre había estado dudando hasta el final sobre si Chile sería o no el destino adecuado para ellos, pero es que él siempre dudaba antes de tomar cualquier decisión.

—Mi padre pospuso el viaje durante mucho tiempo —le dijo Elisa a Poldi—, pero tras el último invierno de hambruna…

Elisa se interrumpió. Hasta ese momento los ruidos del exterior, las voces de los emigrantes y las órdenes de los hombres que inspeccionaban los barcos les habían llegado apagados, en sordina. Sin embargo, ahora, de repente, algunos retazos aislados de palabras empezaron a aumentar de volumen y se convirtieron en un ruido tronante. Parecía como si todos hubieran empezado a hablar a la vez, como si todo el mundo se hubiese puesto de pie a un tiempo y se hubiera dirigido en masa hacia el mismo lugar.

Elisa y Poldi se miraron desconcertados; en una fracción de segundo comprendieron lo que aquello podía significar: el barco, por fin, había recibido el visto bueno de los inspectores y los pasajeros podían empezar a embarcar.

En el instante siguiente se oyó una voz que destacaba por encima de toda aquella confusión y que impartía órdenes estrictas sobre dónde debían colocarse los futuros pasajeros, antes de empezar a repartirlos en los botes auxiliares.

Elisa corrió hasta la puerta, la sacudió con fuerza, aunque ya sabía, desde hacía tiempo, que aquello no serviría de nada. Ahora también sus manos se quedaron manchadas de óxido.

—¡Santo cielo! —gritó Poldi—. Empiezan a subir a los botes. ¡Y se han olvidado de nosotros!

Esta vez Elisa no contradijo sus temores.

—¡Auxilio! —gritó la joven con fuerza, aunque apenas podía imponer su voz por encima del ruido reinante—. ¡Estamos encerrados aquí! ¡Auxilio!

El pastor Zacharias Suckow se quedó allí de pie, impasible. Ya en varias ocasiones había hecho ademán de no dar un paso, pero hasta entonces Cornelius siempre había conseguido arrastrarlo consigo. Sin embargo, ahora, el pastor se resistió al imperioso agarre.

—No puedo hacer otra cosa —explicó el pastor con voz obstinada—. Y tampoco tengo buenas sensaciones.

Cornelius suspiró e intentó —tal y como había hecho tantas veces en esos últimos días— encontrar el pretexto adecuado para hacer avanzar a su tío. Y ese no era el único reto en aquel momento. También era preciso evitar la multitud de gente, que se había hecho cada vez más impenetrable. Los obreros portuarios y los estibadores arrastraban con ellos carros cargados de mercancías y equipaje, los marineros maldecían mientras se ocupaban de las cuerdas y los cabos; algunos espectadores curiosos llegaban desde todos los puntos de la ciudad de Hamburgo para presenciar con asombro, fascinación y compasión a un tiempo la partida de los emigrantes.

Aquella multitud era bastante variopinta: había gente frágil y débil, hombres robustos con sus mujeres, adolescentes curiosos y niños pequeños. El calor los había mantenido hasta entonces en un estado de agotamiento, pero desde que se corrió la voz de que había llegado la hora de embarcar, todos se habían desperezado de repente. Comenzaron los agolpamientos y los gritos, se escuchaban improperios y gritos jubilosos, cantos y quejas, risas y llantos. Algunos estaban excitados, otros se mostraban temerosos.

—¡Atención! —retumbó un sonoro grito a espaldas del gentío. Justo a tiempo, Cornelius pudo apartar a su tío hacia un lado y evitar así que los hombres lo embistieran con el aparato del que tiraban. Era un artefacto enorme y pesado, compuesto de varias mangueras y recipientes de agua.

—¡Mira eso! —exclamó Cornelius intentando despertar con su voz el entusiasmo de su tío—. Es una destiladora para producir agua potable. Supongo que la subirán al barco.

Pero su tío no lo escuchaba.

—No sé qué hacer; no puedo evitarlo, pero tengo una mala sensación.

«Pues no me extraña», se le pasó a Cornelius por la mente. El pastor Zacharias solo se sentía bien cuando estaba en el púlpito, predicando a boca llena, con el sudor saliéndosele por todos los poros, o cuando estaba sentado ante un vaso bien lleno de vino de Oporto, haciendo girar entre sus dedos un buen puro.

Cornelius lo miró de soslayo y, solo con algo de esfuerzo, consiguió reprimir un suspiro de resignación. Su tío puso tal cara de desesperación que parecía a punto de echarse a llorar. En su presencia, Cornelius —a pesar de sus veintitrés años de edad— se sentía muy a menudo dueño de una dignidad inusual, se sentía escaldado y con la experiencia vital de un anciano, mientras que Zacharias Suckow —quien ya peinaba canas desde hacía bastante tiempo y tenía el rostro surcado por una red de arrugas— se comportaba como un niño pequeño expuesto por primera vez al gran mundo, ese mundo lleno de peligros, con todas sus trampas y perfidias.

«Si por lo menos se controlase un poco», pensó el sobrino, una idea que enseguida reprimió.

No siempre era fácil vivir junto al pastor Zacharias Suckow, pero, en el fondo, era un hombre de muy buen corazón, bondadoso, y él, Cornelius, tenía mucho que agradecerle, muchísimo.

—¿Cuánto tiempo llevamos ya sin comer nada? —se quejó entonces Zacharias, como si el hambre acabase de abrirle un agujero en la tripa, aunque la suya, como siempre, tenía una forma bien redonda y parecía muy bien alimentada.

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