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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (49 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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De repente, todo había acabado. Ella puso sus manos sobre el pecho de él y lo apartó con brusquedad, soltando un gemido.

—¡Ya basta!

Los labios de Poldi estaban húmedos de saliva. ¿Había probado antes algo más delicioso?

—¿Qué pasa? —susurró el joven con voz ronca—. ¿Es que vas a abofetearme de nuevo? Tú no me has seguido hasta aquí para pegarme. Así que dime, ¿qué quieres?

—Quiero…

Sus manos se deslizaron hacia abajo por el pecho de él. Esta vez fue ella la que superó la distancia hasta los labios de Poldi y apretó los suyos suavemente contra los de él no con una actitud exigente, como la del joven, sino con ternura. Los dedos de Barbara le acariciaron las mejillas, el cabello, el cuello. Poldi sintió como si unas lenguas de fuego bailaran sobre él. Pero, como el anterior, este beso también tuvo un final abrupto. En esta ocasión, ella no lo empujó para apartarlo, sino que se dio la vuelta.

—Barbara, quédate, por favor…

Él notó cómo le temblaban los hombros. Con un breve grito, ella se volvió de nuevo y ahora, reaccionando con retraso, lo golpeó, pero no lo hizo en la cara, sino que le dio con los puños en el pecho. Poldi retrocedió un paso, dos. Sus pies se enredaron con la maleza, tropezó y cayó al suelo, que estaba mojado y blando. Él ya no sentía los puños de ella, sino tan solo su cuerpo, que él había arrastrado con el suyo al caer, y que ahora yacía encima del suyo pesadamente.

—¿Qué estamos haciendo? —La voz de Barbara no era más alta que un suspiro; y entonces ya no dijo nada más, pegó su boca contra la de Poldi, le rodeó el cuello con los brazos. Por último, sus manos fueron bajando, le tiraron de la camisa. Un aire frío penetró su cuerpo y Poldi sintió cómo se le endurecían los pezones. Él quería tocar los de ella, quería sentir su carne blanda, hundirse en ella, asfixiarse, pero no tuvo suficiente paciencia para explorar su cuerpo lenta y suavemente. Cuando vio que ella se subía la falda, él se abrió rápidamente los pantalones. El miembro se le endureció, parecía que iba a explotar entre las manos de ella, que lo palpaban. Entonces ella abrió las piernas y se colocó encima de él. Él soltó un gemido al penetrar cada vez más hondo en esa estrechez húmeda y cálida, y se aferró a sus caderas. Y cuando ella empezó a cabalgar sobre él, la cabeza de Poldi golpeó contra un tronco. Sintió que sobre la cara le caían un poco de tierra y algunos trozos de corteza; cerró los ojos, y unas lágrimas brotaron. Pero aquello no le molestó. El gemido que salió de su boca se mezcló con los agudos gritos de ella. Él fue penetrando cada vez más en ella hasta que tuvo la sensación de que iba a arder a causa del calor. Aún llegó a sentir que ella le tapaba la boca con las manos cuando sus gritos se hicieron más intensos. Y a continuación ya no percibió nada más, solo sintió cómo el placer crecía entre sus piernas e iba formando un nudo y al final salía al exterior. Creyó que se iba a derretir, dentro de ella, debajo de ella, sí, puede que ahora también estuviera encima de ella.

Poldi no habría sabido decirlo. Su mundo se había puesto patas arriba. Ahora, su mundo solo se componía de Barbara, ella era todo su mundo.

—¿Y ahora? —preguntó Poldi al cabo de un rato.

El calor desapareció, aunque todavía estaba muy pegado a la mujer. Su voz sonó temerosa, como si de nuevo fuera un niño pequeño que ha hecho alguna travesura y espera el castigo de su madre.

Con un gesto brusco, Barbara se separó de él.

—Tadeus no debe enterarse nunca de esto —dijo ella con voz dura, una voz en la que no quedaba ya nada del placer sentido apenas un momento antes—. Y, por lo demás, nadie debe enterarse, pero sobre todo no debe saberlo Tadeus. Es un buen hombre, no se merece esto.

Aun cuando había empezado a hablar de manera enérgica, hacia el final su voz se volvió temblorosa. Quizá su mente creyera lo que decía, pero su corazón no, y de eso Poldi estaba seguro.

Es decir: claro que Tadeus era un buen hombre, eso no podía dudarlo nadie. Pero eso no bastaba ni con mucho para desatar en Barbara esa rabiosa avidez que la había arrojado a sus brazos.

Poldi sintió que se encendía en él una sensación de orgullo, una sensación cálida y penetrante que, desgraciadamente, no duró demasiado.

—Tienes que casarte con Resa —le ordenó Barbara inesperadamente.

Poldi no estaba seguro de haber entendido bien.

—¿Qué? —se le escapó.

Ella se puso en pie, se abotonó la blusa y se alisó la falda.

—Tienes que casarte con Resa —repitió ella—. Así por lo menos serás mi yerno.

Barbara se marchó presurosa. Le temblaban los hombros. Poldi no pudo determinar si tenía escalofríos, si reía o si lloraba. ¿Lo habría dicho en serio? ¿O era una broma? ¿Se estaba burlando de él? ¿De sí misma?

Poldi no lo sabía. Solo sabía que, si por él fuera, se casaría con la hija del mismísimo diablo si Barbara se lo exigía.

El chico no se atrevió a seguirla y se quedó allí tumbado, hasta que toda la sensación de placer amainó en su cuerpo y este quedó rígido y frío.

Claro que no estaba bien lo que acababan de hacer, pero también estaba seguro de que se moriría si no lo repetían.

Capítulo 22

Cornelius había esperado que llegar a la colonia situada junto al lago iba a ser más fácil. Un hombre llamado Franz Geisse había querido construir tres caminos que rodearan el lago de Valdivia y condujeran hasta él: uno de ellos debía llevar desde el lado norte hasta el lado sur, otro desde Melipulli hasta Puerto Varas y otro desde Octay hasta Osorno pasando por Cancura. Todos aquellos eran lugares en los que ahora había grandes colonias de inmigrantes.

Sin embargo, Cornelius comprobó que los planes de Geisse habían fracasado, al parecer, porque, en largos tramos, la orilla era de maleza y selva, y resultaba imposible llegar al lugar de destino sin hacer uso de una embarcación.

Al final, Quidel pudo conseguir un bote y le explicó cuál era la mejor manera para llegar a la orilla occidental del lago.

—¿Y cómo es que conoces tan bien esa zona?

—Podemos manejar un hacha mejor que los alemanes —respondió Quidel.

Cornelius necesitó algún tiempo para interpretar el sentido correcto de aquellas palabras. Solo entonces comprendió que Quidel era uno de los hombres que Franz Geisse había contratado para construir aquella carretera, por un jornal de dos reales al día, tal y como el propio Quidel le contó, algo que, según sabía Cornelius, era un sueldo miserable. No era de extrañar que la gente no tuviera demasiadas ganas de trabajar ni que la construcción de aquel camino se suspendiera rápidamente, aunque algún que otro hombre lo atribuyó a la holgazanería de los mapuches, no al descaro de explotarlos de esa forma.

Quidel guardó silencio después de que subieran al bote, del mismo modo que había permanecido callado cuando Cornelius envió a su tío solo de vuelta a Alemania y regresó a Corral.

Pero tal vez eso tuviera su lado bueno. A Cornelius le resultaba más fácil lidiar con la terrible traición de su tío Zacharias si no tenía que hablar de ello. Todavía en el puerto, había tenido la sensación de que se iba a asfixiar a causa de la ira, se había abalanzado sobre su tío con los puños en alto y estuvo a punto de lanzarlo a aquellas aguas turbulentas del puerto. La cara pálida y asustada del tío lo hizo contenerse y, a la postre, también tuvieron su peso los reproches culpables que se hacía el pastor, la manera en que se despreciaba a sí mismo por haber orquestado aquella mentira para la que no había encontrado ninguna otra salida.

—¡Fuera de mi vista! —le había gritado Cornelius, y Zacharias se había marchado, en efecto, con los hombros caídos, sin siquiera darse la vuelta ni una vez.

Pero cuando se dio la vuelta para verlo, Cornelius ya no sentía odio alguno, solo una profunda tristeza por haber desperdiciado tanto tiempo y por haber apostado por un hombre incapaz de asumir la responsabilidad de su vida.

Desde entonces, intentaba no pensar en su tío. En vez de eso, se concentró en ahorrar un poco de dinero para no tener que aparecer ante Elisa en aquel estado de pobreza, como un mendigo.

—Yo te ayudaré —le había prometido Quidel, muy serio, cuando por fin pudo reunir lo suficiente.

Cornelius no estaba muy seguro del alcance de esa promesa. Si solo lo iba a acompañar durante el camino hasta aquella colonia de inmigrantes o si también lo iba a ayudar a labrarse un porvenir allí.

Se iban alternando con los remos y, aunque Cornelius ya estaba bastante acostumbrado al trabajo físico, pronto empezaron a dolerle los hombros. Pero le daba igual y menos aún le preocupó hundirse hasta los tobillos en el lodo cuando por fin, después de varias horas, atracaron en la orilla. Todo le parecía fácil desde que tenía un objetivo a la vista, desde que había leído una y otra vez la carta que Elisa le había escrito y desde que ya no tenía a su tío dándole todo el tiempo la lata con sus protestas.

Mientras cruzaban el lago, apenas había levantado la vista; ya en la orilla miró con respeto los enormes volcanes que orlaban el lado oriental del lago: el Osorno, que arrojaba su imagen blanca sobre el espejo azul que había a sus pies, y también las escarpadas laderas rocosas del Pichijuan. El agua soltaba un brillo verdoso allí donde la selva llegaba hasta la orilla. En el lugar en que Quidel atracó, las tierras cercanas a la ribera ya habían sido preparadas para el cultivo. En algunos puntos, se veían oasis de tierra de color marrón; otros terrenos estaban cubiertos de ceniza y, en otros, crecía aún la maleza y las raíces se extendían por encima de unos caminos apenas transitables. A lo lejos, Cornelius creyó ver una columna de humo que ascendía hacia el cielo.

Y antes de que pudiera ver las primeras casas, vislumbró la silueta de una persona. Esta se fue acercando, primero lentamente, con cautela, y luego cada vez más rápido. Cornelius creyó oír que un grito salía de su boca. ¿Había gritado su nombre?

—¡Dios mío! —se le escapó a Cornelius. Hasta ese momento había dudado de poder encontrar tan pronto la colonia—. ¡Dios mío! Conozco a esa chica… Es…

La joven se detuvo; a las claras, estaba esperando que él se acercara. Cornelius estuvo a punto de tropezar cuando echó a correr hacia ella. Muchos de sus rasgos le eran familiares, pero también muchos le resultaban irreconocibles.

Estaba muy delgada, como antaño, pero era mucho más alta; sus cabellos seguían siendo casi blancos, pero estaban más desgreñados. La ropa que llevaba puesta se le había quedado pequeña, era la de una niña: la falda apenas le llegaba a la rodilla y las mangas de la blusa solo le llegaban hasta los codos. Llegó hasta donde estaba y pudo verle bien la cara. Estaba pálida y tenía la piel tan delicada que las oscuras venas resaltaban en ella. A Cornelius le pareció que tenía un aspecto miserable, pero la sonrisa que mostraron sus labios le daba a sus rasgos cierto resplandor.

—¿Greta? —preguntó Cornelius.

La niña echó un vistazo por encima del hombro, como si tuviera miedo de ser sorprendida haciendo algo prohibido. ¿Vivirían ella y su hermano todavía bajo la fusta de su severo padre?

—Qué bueno que hayas regresado —dijo la joven en voz baja. Y así como sus palabras y su sonrisa no prometían otra cosa, su voz no sonó entusiasmada o alegre, sino inexpresiva.

—Nunca he olvidado cómo te ocupaste de nosotros en el barco —añadió la chica— aquel día en que nuestro padre golpeó a Viktor hasta hacerle sangrar.

Cornelius no sabía si extenderle la mano o abrazarla y se quedó tieso ante ella, ya que la joven tampoco hacía nada por superar aquella última distancia.

—Cómo has crecido, Greta, y estás tan… —Cornelius se interrumpió. Porque no, la verdad es que no estaba más llenita ni más fuerte que antaño.

Greta todavía sonreía, pero su sonrisa ya no tenía aquel brillo, sino que era una sonrisa triste. Y en ella se mezclaba otro sentimiento que él no sabía interpretar. ¿Burla? ¿Desprecio?

—Has venido para la boda, ¿verdad? —le preguntó ella.

—¿Qué boda?

—Viktor no quiere que yo vaya. Quiere que me quede con él. —La tristeza aumentó; al mismo tiempo, en la cara de Greta se vio un destello de triunfo que Cornelius no pudo explicarse. Sin poder entender, la miró de arriba abajo.

—Tampoco es que me importe mucho —se apresuró a decir Greta.

—¿El qué?

Aunque el sol estaba en su cenit y era un día claro y cálido, y aunque había sudado mucho mientras remaba, Cornelius, de repente, sintió frío.

—Bueno, es que Elisa se casa, ¿no lo sabías? Se casa con el segundo hijo de los Steiner, con Lukas. Creo que es el hombre adecuado para ella.

Ahora, mientras decía aquellas palabras que hacían trizas sus sueños, tenía un tono de sabihonda.

Sin embargo, al mismo tiempo, la tristeza no se borraba de su expresión, ni tampoco esa mirada de triunfo callado.

Cornelius corrió a la casa de los Von Graberg. No había iglesia, de modo que la boda se celebraría allí, y tampoco había un pastor, por lo que Tadeus Glöckner les tomaría la promesa de unión eterna. Eso le había dicho Greta. Y la chica había querido contarle más cosas, pero él había salido disparado, dejando atrás a Quidel, que apenas podía seguirle los pasos. Se le desgarró el pantalón cuando se quedó enganchado en una rama con espinas y las piedrecillas que se le habían colado en los zapatos le herían los talones con su filo. Pero Cornelius no prestó atención a nada de eso y no aminoró el paso hasta que oyó un murmullo de voces.

Quidel lo seguía. Greta, por el contrario, se había quedado en su propia parcela. Un momento antes no había nada capaz de detenerlo, pero ahora Cornelius apenas se sentía capaz de levantar un pie.

«No puedo destruirle este día, no puedo.»

Fue el único pensamiento sensato que afloró en él. A ese no lo siguió ningún otro, ni ninguna decisión, solo un vacío, un profundo vacío, y al mismo tiempo la sensación de sentirse mágicamente atraído por aquella casa y por el grupo de personas que se había reunido delante de ella.

Entonces, se sacudió la rigidez que atenazaba su cuerpo y se acercó; la alta hierba atenuaba el sonido de sus pasos.

Reconoció la mayoría de las caras: los hermanos del novio, sus padres, el padre y la madrastra de la novia…

Todas las voces que llegaban hasta él sonaban alegres y eufóricas… Todas menos una.

—Otra mujer que se llevan al altar —oyó decir a aquella voz. Era Jule Eiderstett—. Y todo para que Christine tenga una criada y Richard tenga pronto un nieto. Aunque para ti lo que más cuenta es que el venerable marido esté satisfecho, no esta vieja.

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