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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (6 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Eh, oiga! —le gritó por fin, decidido, a un hombre que estaba ocupado ordenando a los emigrantes en una larga hilera—. ¡Oiga! ¡Usted! —repitió Cornelius y, al ver que el obrero no lo escuchaba, elevó el tono de voz. Por fin, el hombre se dio la vuelta, aunque frunció el ceño en gesto de rechazo cuando Cornelius le expuso el asunto. No era posible determinar si había sido él, en persona, quien había encerrado a aquellos dos chicos o si había oído algo por boca de alguno de sus colegas.

—¡No tengo nada que ver con eso! —le espetó el hombre a Cornelius muy escuetamente.

—¡Pero no se puede retener así como así a unos emigrantes, mucho menos a unos niños! Si sus padres…

—Bueno, no tiene usted aspecto de padre —dijo el obrero, y su mirada examinó con desprecio la figura de Cornelius. Este era un joven alto, pero bastante más enclenque que muchos de aquellos hombres acostumbrados al trabajo duro.

—Bueno, escúcheme… —dijo Cornelius mirando el mazo de llaves que tintineaba en el cinturón del hombre—. Precisamente como no es asunto suyo, usted podría abrirles y…

No pudo continuar hablando. Una voz lo interrumpió, una voz que resoplaba, impaciente.

—¡Cornelius! —le gritó su tío, y su tono de queja era tal que parecía que el sobrino lo había abandonado en su mismísimo lecho de muerte—. ¿Qué haces? ¿Es que no piensas en mí?

Cornelius se dio la vuelta con brusquedad. La cara del pastor Zacharias estaba ahora un poco más roja e hinchada que antes.

—¡Mira que dejarme sentado ahí, al sol! —se quejó—. ¡He estado a punto de morirme de un ataque al corazón!

Pero aquella frase no sonó como si ese fuese su peor temor. A fin de cuentas, para él, era preferible morir que marchar a las regiones salvajes, y eso ya lo venía anunciando hacía varias semanas. Pero su cuerpo estaba demasiado bien alimentado como para concederle ese favor.

—Tienes que ayudarme, tío —le dijo Cornelius con agitación.

—Sencillamente, me has dejado allí solo, y…

—¡Tío Zacharias! —lo interrumpió el sobrino con acritud y, dado que eran pocas las veces en que le hablaba con un tono tan severo, el pastor enmudeció al instante y lo miró fijamente y con los ojos desmesuradamente abiertos—. Tío, allí dentro hay dos pobres almas encerradas, prisioneras… —empezó Cornelius, al tiempo que señalaba hacia la nave del almacén. Por experiencia, sabía que el tío le prestaría más atención si le hablaba de almas, no de personas. Y también por experiencia sabía que el pastor abriría más los oídos si exageraba un poco—. Han cometido con ellos una grave injusticia. Corren peligro de morir de sed y ya están muy debilitados. La joven damita aún mantiene el valor, pero no sé cuánto más podrá soportarlo.

Con gesto patético, Cornelius se golpeó el pecho con el puño cerrado para darle a aquella situación desagradable un carácter casi trágico y aquello surtió efecto al punto. El espanto se apoderó del rostro de Zacharias, si bien a él, personalmente, la abstinencia de agua no le parecía tan amarga como la de vino. Entonces el pastor chasqueó la lengua anhelante.

—¡Espere! —gritó Cornelius, al ver que el obrero portuario al que había abordado se daba la vuelta, en silencio, con el propósito de marcharse—. Mi tío es pastor. Su nombre es Zacharias Suckow. Y él puede dar fe de que esos dos chicos prisioneros son ovejas leales y honestas de su rebaño.

El hombre se dio la vuelta y lo miró dudoso, exactamente igual que el tío Zacharias.

—¿De verdad puedo atestiguarlo? —preguntó el pastor, inseguro.

Cornelius asintió con firmeza.

—¡Sí que puedes! —dijo con la misma severidad de antes.

De inmediato el ceño fruncido del pastor se alisó.

—¡Sí, claro que puedo! —dijo.

—Así es —dijo Cornelius dirigiéndose afanosamente al obrero portuario—, esos dos chicos acuden a misa todos los domingos.

—¡Cierto! ¡Todos y cada uno! —exclamó Zacharias.

—Y sus padres también son cristianos decentes, aplicados y humildes.

—¡Muy aplicados! —lo secundó el tío—. ¡Y muy humildes!

—No tienen ningún vicio. Ni beben, ni son vanidosos, ni muestran codicia.

—¡No! ¡Ni un solo vicio!

Entonces Zacharias se incorporó cuan alto era, tal y como hacía cada domingo al avanzar hacia el púlpito para decir la prédica y aleccionar a su comunidad sobre la voluntad de Dios.

De hecho, Zacharias vivía para esos momentos, cuando podía entusiasmarse hasta tal punto que las comisuras de los labios se le llenaban de espuma y la cabeza se le ponía roja como un tomate, hasta el extremo de que uno llegaba a pensar que le iba a reventar. Pero, en fin, no solo vivía a la espera de esos momentos, sino también de la comida que venía a continuación. Era un buen predicador —nadie podía poner eso en tela de juicio— y no solo porque durante esa hora contemplaba desde cierta distancia a los miembros de su rebaño, que ocupaban los asientos de la iglesia, y estos no podían molestarlo entonces con las penurias y las preocupaciones de sus vidas.

—¡No pueden encerrar de ese modo a gente tan honrada! —gritó Cornelius.

—¡Exacto! —exclamó también el pastor Zacharias—. ¿Adónde vamos a parar si es a las personas justas y decentes a las que se encierra en oscuros calabozos, mientras que en otros sitios los criminales cometen sus fechorías impunemente?

Cornelius hizo un esfuerzo supremo por asentir con expresión adusta, en lugar de mostrar una sonrisa sarcástica.

Incrédulo, el obrero miró a uno y a otro. Resultaba difícil determinar por cuál de los dos hombres se sentía más burlado. Y aunque el patético tono de voz del pastor Zacharias lo hacía dudar a todas luces de la salud mental de este, cuando sus expertos ojos examinaron la ropa de ambos, rápidamente al hombre le pareció que, a pesar de la pose que desplegaban ante él, tenía en su presencia a dos caballeros honrados y bien nacidos.

Con gesto avinagrado, dijo por fin:

—Si vosotros dais garantías por ellos… —comenzó a decir.

—¡Sí, y lo hago con la santidad de mi cargo! —exclamó el pastor Zacharias, entusiasmado.

—Bueno, no hay que exagerar… —masculló el hombre.

Esta vez Cornelius no pudo reprimir la sonrisa. Gracias a Dios el otro no notó nada, pues estaba ocupado sacando la llave del llavero y dirigiéndose con paso cargado hacia el almacén.

Pero el pastor Zacharias sí que le dio un codazo en el costado.

—¿Puedes decirme ahora de qué se trata todo esto?

Cornelius no tuvo más remedio que soltar una carcajada al ver la cara atónita de su tío.

—Pienso que en cualquier caso se trata de una buena acción —dijo el sobrino—, pero lo demás te lo contaré más tarde.

En su confusión, el pastor Zacharias olvidó preguntar por el plato de sopa que su sobrino le había prometido. Una vez más Cornelius no tuvo más opción que reír, pero en esa ocasión la risa se le quedó atravesada en la garganta.

Aún no había salido del almacén el obrero portuario en compañía de la joven y del mozalbete cuando un hombre desconocido se abalanzó sobre ellos con las manos alzadas en gesto de amenaza.

—¿Cómo es eso? —les gritó el hombre desde lejos—. ¿¡Por qué los deja en libertad!? ¡Cómo se le ocurre! ¡No puede hacer eso!

Capítulo 3

Tan aliviada se sintió Elisa por haber escapado de aquella cárcel como asustada cuando de repente vio que Lambert Mielhahn avanzaba hacia ellos. Se disponía en ese momento a darle las gracias al desconocido que había salido en su defensa para luego partir a toda prisa en busca de su padre, pero de nuevo aquel hombre repulsivo, hecho una furia, se interponía en su camino.

El obrero portuario que los había sacado de aquel agujero se encogió de hombros. Su salvador, sin embargo, los miró a ella y a Poldi con ojos inquisitivos.

Antes de que uno de ellos pudiera explicar la situación, o de que Lambert pudiera continuar con sus gritos enfurecidos, Poldi se vio rodeado por un amasijo de manos sucias y pies desnudos. Elisa no había visto acercarse al tropel de niños, pues se había estado tapando los ojos para protegerse de la cegadora luz del sol. Sin embargo, todos aquellos chicos parecían hablarle a él, a Poldi, con insistencia: dos muchachos algo más grandes que él, delgados y vestidos también con ropas remendadas, y dos chicas, la más pequeña de las cuales salió corriendo en línea recta y se aferró lloriqueando a la hermana mayor.

—¿Dónde te habías metido?

—¡Mamá nos ha enviado a buscarte!

—¡Estaba enfadadísima!

—¿Cómo puedes ponerte a deambular solo por el puerto?

Así hablaban aquellos niños —que por lo visto eran hermanos—, en total confusión. Poldi sonrió.

—¡Nos habían encerrado! —se jactó el chiquillo. En su voz ya no había rastro del susto por la experiencia que acababa de vivir, sino un deje de orgullo—. ¡Y todo por culpa de… ese hombre!

Poldi se dio la vuelta rápidamente y señaló a Lambert Mielhahn. Para asombro de Elisa, la expresión del rostro de este había cambiado por completo. Si hacía un momento se mostraba furioso, visiblemente dispuesto a sacudir de nuevo al pequeño Poldi, ahora examinaba al grupo de niños con desconcierto… y algo temeroso.

—¡No puede ser! ¡Son los hijos de los Steiner! —se le escapó a Lambert.

Por lo visto, solo Poldi le era totalmente desconocido; en medio del enjambre de hermanos, se ponía de manifiesto que el tal Lambert Mielhahn conocía a su familia.

—¡Me tomó por un ladrón! —añadió Poldi, indignado.

Una vez más se escuchó la algarabía caótica de los niños. El hermano mayor se dirigió a Lambert Mielhahn, pero Elisa no pudo entender lo que le dijo, pues, en ese momento, el segundo de los hermanos le estaba dando una palmada a Poldi en el hombro y alabando en voz alta su valor al enfrentarse al tal Lambert Mielhahn. Una de las chicas, por su parte, gritó que debían ir a buscar a sus padres de inmediato, mientras la otra intentaba tranquilizar a la más pequeña con una avalancha de palabras, aunque esta volvió a sumirse en un llanto desconsolado.

En medio de ese ajetreo —que, según le pareció a Elisa, superaba con mucho la algarabía que había antes reinado en la pensión y ahora en el puerto—, resonó de pronto un silbido estridente. En ese mismo instante el griterío de los niños enmudeció. No parecía ser la primera vez que oían aquel sonido; y sabían perfectamente lo que este demandaba de ellos. De modo que todos se dieron la vuelta a la vez, se alinearon en una fila por tamaños y en un santiamén estuvieron situados unos al lado de otros como los tubos de un órgano. Poldi ocupaba la tercera posición tras los dos hermanos mayores y luego lo seguían las chicas. La más joven de todas seguía aferrada a la falda de su hermana mayor, buscando amparo, pero por lo menos había dejado de llorar.

—¿Qué está pasando aquí?

La voz de la mujer que había emitido aquel sonoro silbido era tan enérgica como cada uno de sus gestos. Christine Steiner —según se enteró Elisa en aquel momento— era una mujer a la que le gustaba mucho hablar y que casi nunca podía estarse quieta. Con sus senos bamboleantes, se acercó adonde estaba su prole, haciendo que los pasos de los dos hombres que la seguían —su marido y su suegro— parecieran mucho menos enérgicos. Sus ojos marrones despedían un brillo cálido, ciertamente, pero se movían con tal agilidad que apenas se les escapaba la menor fechoría de sus hijos. Sus labios anchos y redondos se fruncieron, igual que los de Poldi cuando se enfadaba. El pelo de color rubio oscuro, recogido en un gran moño, había perdido el color y se había tornado gris en algunas partes, y la piel de su cara redonda era tersa alrededor de los ojos, pero algo flácida en torno al mentón. En otro tiempo tuvo que haber sido una mujer muy atractiva; hoy era, en todo caso, una mujer que sabía muy bien lo que quería y que, sobre todo, sabía educar a sus hijos.

Pasó revista a la fila como un general que se ocupa con esmero de que cada uno de sus soldados lleve el arma correctamente al hombro y haya limpiado sus botas.

—¿Y bien? —preguntó otra vez, mientras todos sus hijos evitaban su mirada y se buscaban cohibidos las puntas de los zapatos—. ¿Qué está pasando aquí? Y tú, Poldi, ¿dónde te habías metido?

Entretanto, el padre y el abuelo también se habían acercado, pero ninguno de los dos intervino. Era evidente quién daba las órdenes allí.

Mientras tanto, Lambert, inquieto, removía el suelo con el pie; acto seguido dio un paso hacia delante.

—Yo no sabía que era uno de tus críos, Christine Steiner —dijo. Lo cierto es que no sonaba como si de veras sintiera aquel malentendido, más bien era una frase malhumorada, gruñona, por haber perdido tanto tiempo en ese asunto—. Confundí a tu hijo con un ladrón, pero tampoco está bien que ande deambulando solo por el puerto.

Sin hacer aspavientos, la mujer de Lambert y sus dos hijos —el temeroso chiquillo y la niña de pelo rubio cenizo— se habían acercado al grupo. Ninguno de los chiquillos parecía atreverse a hacer algo así ni por asomo.

—¡Lo que haga mi hijo no es asunto tuyo! —le espetó Christine con voz estridente. Sus pechos se bambolearon de nuevo, pero esta vez no por la rápida manera de andar, sino a causa de la indignación—. ¿Qué te has creído? ¡Mira que tomarlo por un ladrón!

En un principio, parecía que Lambert se encogía bajo los efectos de la sonora voz de la mujer, pero entonces el hombre se irguió cuan alto era. Sus mandíbulas rechinaron.

—Si no perdieras de vista a tus hijos, como corresponde a una madre decente, nada de esto habría sucedido —dijo Lambert entre dientes.

—¿Qué? —chilló Christine—. ¿Es que no soy una madre decente? De ocho hijos, he criado a seis, sin que ninguno de ellos se me muriera de hambre o por alguna enfermedad pulmonar. —La mirada de la mujer repasó a los hijos de Lambert, como si quisiera decir: «Sin embargo, tu mujer, tan apocada y sumisa, solo ha parido a dos».

La animadversión que impregnaba su voz era mucho más antigua, se había incubado mucho antes de aquel día. Probablemente, supuso Elisa, eran del mismo pueblo. La mayoría de las familias de emigrantes se unían para emprender el viaje hacia uno de los puertos del norte de Alemania. Solo su familia, la de Elisa, había venido sola. Nadie de su pueblo había querido unirse a los Von Graberg, quienes —aunque ahora fueran pobres y tuvieran que trabajar los campos con sus propias manos— no pertenecían a la humilde clase campesina, por lo que no eran vistos como iguales.

—Se hubiese merecido una tunda de palos —dijo Lambert, acalorado.

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