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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (7 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡No serás tú quien me diga cuándo he de pegar a mi hijo! —respondió Christine. Luego se acercó a Poldi, lo agarró con fuerza y lo atrajo hacia ella. La cara afilada del chico estaba a punto de asfixiarse entre los enormes pechos de su madre. «Si la tomas con él, tendrás que tomarla conmigo», parecía decirle Christine a Lambert con aquel gesto, de modo que este último cedió.

—¡Bueno, haz lo que quieras! —gruñó él y, a continuación, se marchó de allí enfurecido con paso rápido. Su mujer y sus dos hijos lo siguieron rápidamente. Aunque no estaba segura, a Elisa le pareció que la chica del pelo casi blanco había dejado entrever una sonrisa. Pero puede que el leve e instantáneo movimiento de sus labios no tuviera que ver con la alegría por el mal ajeno, sino que fuese un gesto de alivio, ya que la furia del padre iba dirigida hoy contra otros, no contra ella.

—Imagínate —exclamó, indignado, Poldi, liberándose del abrazo de su madre—. Nos hizo encerrar en un agujero pestilente y si no hubiera sido por…

Christine no lo escuchaba. La expresión de su rostro, todavía hostil, se volvió severa. Esperó a que Lambert desapareciera en medio de la multitud para alzar la mano y propinarle a Poldi una sonora bofetada que lo hizo tambalearse.

—Ni te atrevas a largarte así de nuevo —le dijo Christine a su hijo. Poldi se llevó una mano a la mejilla y rompió a llorar. Pero cuando su madre alzó la mano de nuevo en gesto de amenaza, el niño se calló al instante y se puso otra vez en la fila junto a sus hermanos. Indecisos entre la burla y el respeto, sus hermanos lo observaban, admirados.

Cuando Christine se volvió para hablar con Elisa, su voz sonó mucho más suave.

—¡Muchas gracias, pequeña! No sé lo que habrás hecho, pero has sacado a este sinvergüenza mío de un buen apuro.

—¡No fui yo! —se apresuró a aclararle Elisa—. Fue…

La joven se volvió y empezó a buscar al hombre de las manos hermosas, de los dedos finos, del pelo castaño y rizado; al hombre de la mirada que a ella, en un principio, le había parecido dulce y triste, pero que más tarde se había revelado como firme y decidida. Su presencia la había tranquilizado de inmediato, aunque al mismo tiempo se había sentido algo nerviosa cuando los cálidos ojos del joven examinaron su figura con rapidez: confió entonces en que las trazas de pobreza que ella, como su padre, intentaba ocultar con denuedo no llamaran demasiado la atención del hombre. Sin embargo, ahora ya no podía comprobar cuál era la impresión que le había causado. Con pena, Elisa constató que el joven ya no estaba a su lado y que ya no iba a poder cambiar palabra alguna con él. Él y el regordete pastor se habían alejado en medio del torbellino sin llamar la atención y sin esperar a que les dieran las gracias.

En su lugar, quien acudió a ella corriendo fue su padre, que estaba excitado, impaciente y, como siempre, un poco desbordado.

—¡Ah, Elisa, estás ahí! ¡Llevo media eternidad buscándote! ¿No has oído que ya es hora de subir a los botes? —le gritó su progenitor.

—A los botes, sí —murmuró ella, y solo entonces el alivio porque aquella desgastadora espera llegara de una vez a su fin pesó más; más incluso que la decepción por no poder preguntarle a aquel desconocido si él también viajaba en el Hermann III y si podrían verse de nuevo en el barco.

Cada vez que Elisa se imaginaba el momento de subir al barco, la embargaba una profunda sensación de solemnidad. Aquel iba a ser un momento muy serio, tan marcado por la nostalgia de la despedida como por el ansia de aventuras y la curiosidad. Ella se había propuesto vivir de un modo plenamente consciente el momento en que sintiera por última vez el suelo patrio bajo sus pies.

Sin embargo, ahora, llegado el momento, todo sucedió de un modo muy rápido. Se abrieron paso como pudieron entre aquel hervidero de personas que se empujaban unas a otras, hasta que llegaron a la escalera de piedra que llevaba a uno de los embarcaderos de madera. Allí había atados unos pequeños botes que los iban a llevar al barco, anclado en la bahía. La aglomeración de gente era tal que un niño pequeño estuvo a punto de caer al agua. Espantada, Elisa pegó un grito, pero en ese momento, justo a tiempo, la madre del chico consiguió agarrarlo por el cuello de la camisa.

En el instante siguiente, Elisa se vio sentada en el bote y, en vez de malgastar un solo pensamiento en la despedida, se dedicó a luchar por tomar asiento.

Los otros pasajeros hablaban excitados sobre aquel buque de tres palos: se murmuraba que tenía cuarenta metros de eslora, treinta y cinco metros de manga y una altura similar; pero cuando Elisa tuvo el barco a la vista, su visión quedó obstaculizada por las cabezas de los demás pasajeros.

Cuatro marineros tomaron los remos.

—¡Sentaos! —ordenó uno de ellos y, a continuación, el bote se puso en movimiento.

Elisa oyó las risitas de un niño, probablemente el mismo que había estado a punto de ahogarse unos momentos antes. La joven no se atrevió a mirarlo, sino que se aferró con ambas manos a la áspera madera de los estrechos bancos. El bamboleo era tan fuerte que tuvo la sensación de que su estómago revuelto saltaba dentro del cuerpo, pero en algún momento las altas olas se suavizaron y el trayecto se hizo más agradable, hasta que, al cabo de un rato, llegaron al buque de tres palos. Esa mañana, desde el puerto, habían estado admirando el barco, pero ahora la mirada de Elisa no se fijó en las pesadas velas, sino únicamente en las escalas de cuerda que habían dejado caer para que los pasajeros treparan a bordo. Entonces Elisa se aferró aún más a la madera del banco. Si aquella cáscara de nuez le había parecido endeble e insegura, tanto más peligroso le pareció ahora abandonarla. Solo cuando vio que Annelie también se había puesto pálida, recobró su valor. Annelie podía permitirse mostrar su debilidad, hacer públicos sus temores ante el mundo; ella, en cambio, sería la chica valiente, tan estimada por su madre y también por su padre, por lo menos cuando no estaba ocupado lamentando la falta de un hijo varón o consolando a su delicada segunda esposa.

Por eso, fue la primera de su bote en trepar por la escalera de cuerda. Dos hombres la sostenían y la mantenían bien tensa, por eso la escalera osciló bajo su peso mucho menos de lo que había temido. Las cuerdas de cáñamo se clavaban en la palma de sus manos y le causaban dolor, pero Elisa subió a toda velocidad y al final dos marineros la tomaron por los brazos y la ayudaron a saltar por encima de la barandilla de cubierta.

Annelie fue la siguiente y trepó a un ritmo más lento y vacilante que el de su hijastra, pero con los labios bien apretados, en gesto de resolución. Al llegar arriba, estaba más pálida, pero así y todo no se le oyó ni una sola palabra de queja.

En el rostro del padre no se reflejaba ese miedo cuando siguió a su mujer; sin embargo, se notaba un profundo recelo cuando miró a su alrededor.

—El equipaje —murmuró—, las maletas…

Estas estaban todavía en el pequeño bote, pero no pudo inspeccionar con sus propios ojos cómo las izaban al barco de forma segura, ya que un hombre grande como un armario se plantó ante él y los empujó hacia una puerta. Llevaba el gorro, un sueste, bien calado sobre la frente.

—¡Avanzad! ¡Rápido! —les ordenó—. Si todos se quedan dando vueltas por aquí, al final habrá tal caos que nadie encontrará su camarote.

La expresión vacilante que marcaba con frecuencia el rostro de Richard von Graberg le trazó unas profundas arrugas en la frente.

Pero antes de que Elisa pudiera decir nada, Annelie le tiró cuidadosamente de la manga.

—Todo se hará de la manera correcta. Ya nos entregarán nuestras maletas más tarde, sin duda.

Eran las primeras palabras que Elisa escuchaba de boca de su madrastra en muchas horas, y sonaban de un modo asombrosamente enérgico.

El hombre armario con el gorro marinero no solo los condujo hasta la puerta, sino que los acompañó por una estrecha escalera, cuyos peldaños se sentían algo blandos al pisarlos, como si la madera se fuese disolviendo bajo los efectos del aire salado del mar.

Se adentraron entonces por un pasillo de techo tan bajo que su padre tuvo que encoger la cabeza. Les asignaron el quinto camarote del lado derecho.

Esa había sido una de las condiciones que Richard von Graberg había puesto. Aunque al final había manifestado que estaba dispuesto a abandonar su país, lo que dejaba claro era que no consentiría que lo metiesen en el oscuro entrepuente con la turba de gente anónima, sino que quería un camarote propio en la cubierta superior. Y a pesar de que aun sin ese lujo el dinero les escaseaba, el padre de Elisa hubiese preferido posponer el viaje varios meses a conformarse con menos, y durante ese tiempo se habría dedicado a ahorrar los cien táleros necesarios —más del doble del precio de una plaza en el entrepuente—. Antes de que el hombre con la corpulencia de armario los dejara solos, verificó sus nombres:

—Richard Maximilian von Graberg, su esposa, Anna Aurelia von Graberg, y su hija, Elisabeth Maria von Graberg —leyó de una lista.

Richard le confirmó los nombres con un gesto de asentimiento, mientras Elisa se estremecía. Aún no se había acostumbrado a que Annelie llevara el mismo apellido que ella.

Annelie se dejó caer en una de las literas, con los hombros colgando. Había dos camas, una encima de la otra, y las dos eran tan estrechas que había que procurar no moverse demasiado en ellas. En el hueco situado enfrente había un tercer sitio para dormir: un delgado colchón de paja, cubierto con una sábana limpia de un color blanco impecable, como las almohadas y las mantas. A los pasajeros más pobres, los que viajaban en la entrecubierta, no les proporcionaban tales lujos. Antes Elisa había visto que no solo tenían que traer sus utensilios para comer, sino también sus propios colchones, almohadas y mantas. Entonces la joven se inclinó hacia abajo y alisó la sábana con la mano. La tela era áspera, pero no tenía remiendos.

No lejos de su cama había una pequeña escotilla. El cuadro que se dibujaba allí se desdibujaba ante sus ojos y solo daba una noción de dónde acababa el mar y empezaba el cielo, ya que el cristal no era transparente, sino grueso y de color verde.

Cuando Elisa se dio la vuelta de nuevo, vio que Annelie tenía la cabeza apoyada en las manos y que, por primera vez, soltaba un suspiro conmovedor.

—¿No pensabas traernos algo de beber? —dijo Richard dirigiéndose a su hija Elisa—. Necesitaríamos un tentempié.

Elisa tuvo la protesta en la punta de los labios, pero luego se lo pensó mejor y aprovechó la ocasión para escapar de aquel espacio tan reducido en el que iba a tener que pasar tanto tiempo.

En el pasillo algunos oficiales y marineros empujaban y hacían ruido; otros pasajeros llegaban en tropel desde la cubierta y eran llevados a sus camarotes en la cubierta superior. Las preguntas zumbaban en el aire. Cuándo zarparía el barco, cuándo recibirían la primera comida, dónde podían encontrar agua fresca con que lavarse, dónde estaba el retrete. Elisa no pudo decidir por su cuenta hacia dónde dirigir sus pasos, de modo que se dejó llevar por el tumulto y los empujones. En medio de un racimo de personas, consiguió llegar a la escalera que conducía abajo, a la entrecubierta.

El aire allí abajo era ya cortante; olía a efluvios de personas, a alimentos que ya no estaban en buen estado. Aunque les habían prometido un abastecimiento completo para el tiempo de la travesía, en los boletines de información para emigrantes se les recomendaba que llevaran consigo algún que otro pedazo de tocino o una botella de aguardiente, por si las comidas no eran suficientes.

Elisa arrugó la nariz. Más de uno se había tomado el consejo demasiado al pie de la letra y había traído al barco algunos restos pasados de comida y ya no había perspectiva alguna de que el aire fresco ahuyentara esa nube de hedor. Junto a las dos escaleras abiertas situadas a cada extremo del angosto pasillo había solo unos pocos conductos de ventilación —apenas más grandes que la entrada de una cueva de ratones—, pero no había ventanas. También por eso la luz era tan escasa.

Elisa miró a su alrededor. De acuerdo con lo estipulado, tenía que haber únicamente dos catres, uno encima del otro, no tres ni cuatro, como era habitual en los barcos de antes, aunque los camarotes de estos eran bastante más anchos y ofrecían sitio a un total de cuatro pasajeros. Sin embargo, allí había hasta tres docenas de catres, alineados, de modo que apenas quedaba espacio entre ellos.

Elisa esquivó el borde de una de las bajas mesas que estaban clavadas al suelo delante de los camastros, las cuales, gracias a ello, no se moverían aunque hubiera fuertes marejadas. Entonces el pasillo se fue haciendo cada vez más estrecho, a causa de los baúles y los sacos con el equipaje. En los extremos de los catres se colgaban los aperos de cocina y al lado, las ropas. Estuvo a punto de golpearse la cabeza con un enorme trozo de jamón muy parecido a aquel que se balanceaba por encima de su cabeza durante las noches pasadas en la pensión. ¿Acaso sería el mismo dueño? Pero Elisa solo podía acordarse de su penetrante olor a especias, no de su cara.

—¡Elisa!

Desde el final del pasillo con los catres, Poldi le hacía señas y esa cara, por lo menos, sí que la tenía bien grabada en la mente. Sonriente, el chico caminó hacia donde estaba ella. Por lo visto, Poldi había descubierto que aquellas literas no solo servían para dormir, sino que también se podía trepar por ellas. Pero lo que él consiguió con un único movimiento —saltar sobre la cama más alta— era algo imposible para sus tres hermanas pequeñas: la mayor de ellas lo aceptó con una sonrisa de resignación; la segunda mostraba una expresión de enfado; la tercera, por su parte, seguía lloriqueando de forma lastimosa y conmovedora.

—¡Christl! ¡Lenerl! ¡Katherl! —gritó uno de los hermanos mayores reprendiéndolas. Aquel chico se parecía a Poldi de un modo inconfundible, tenía el mismo pelo rubio blanquecino, que le brotaba de la cabeza como la piel de un erizo, tenía las mismas pecas y la misma nariz respingona e insolente, pero le faltaban la sonrisa pícara y el brillo de los ojos de su hermano. Miró a sus hermanas con ojos serios y severos, y así también sonaba su voz autoritaria. Y de repente, la chica que estaba llorando —Elisa no sabía cuál de los tres nombres mencionados le correspondía— cerró la boca.

Pero no fue preciso darles a todos aquella orden para que se tranquilizaran. Mientras que los niños no podían aguantar un minuto quietos, su padre y su abuelo estaban sentados calmadamente en la cama, ambos con las espaldas encorvadas y las cabezas gachas y, salvo por el hecho de que uno tenía los cabellos más blancos que el otro, se parecían como dos hermanos gemelos.

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