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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (8 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Tampoco ellos alzaron la mirada cuando sonó la voz insistente de Christine, que, en esta ocasión, para asombro de Elisa, no iba dirigida a sus hijos, sino a otra persona.

—Si realmente aún está libre —dijo la mujer señalando uno de los camastros vacíos—, entonces nos corresponde con mayor derecho. Tengo seis hijos y tú, solo dos. Además, ¿qué haces tú aquí? He visto muy bien cómo os asignaban dos literas más adelante.

Desde la penumbra apareció el tal Lambert Mielhahn. Involuntariamente, Elisa dio un paso atrás, pero aquel hombre que antes le había causado tantas dificultades, esta vez ni siquiera le prestó atención.

—¡No eres tú la que va a decirme en qué cama nos meteremos los míos y yo! —le contestó Lambert.

—¡Y tú no vas a ocupar una cama que yo necesito para mi familia!

La actitud de ambos era como la de dos gallos de pelea.

—Pero ¿qué pasa aquí? —preguntó Elisa volviéndose hacia Poldi, que no podía dejar de sonreír con cierta sorna. Rápidamente le explicó a la joven que acababan de repartir las literas para los pasajeros del entrepuente y que una había quedado libre, y tanto su madre como Lambert Mielhahn la reclamaban para sí.

—¡Elige otra! —le chilló Christine—. ¡Ahí delante!

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No voy a hacerme con la número diez. Está justo al lado del mástil delantero y todo el mundo sabe que allí es donde el barco se menea más.

—¿Y qué más me da a mí que te caigas de la cama mientras duermes? —le espetó Christine—. Sencillamente, no puedes elegir la litera que mejor te convenga.

—¿Y quién me lo va a impedir? ¿Tú acaso? ¿Por qué todo vuestro equipaje está desperdigado por aquí? ¿Es que no oíste que hay instrucciones bien claras sobre dónde colocarlo? ¡Y no es precisamente entre las literas! ¡Eso incluso está estrictamente prohibido!

—Es exactamente como tú has dicho: ¿quién me lo impide?

Ambos se midieron con miradas venenosas. En los ojos de Lambert no solo había enfado, sino también incredulidad por el hecho de que una mujer se le enfrentara de un modo tan violento. Su esposa, que había estado mirando la escena en silencio, atrajo a los pálidos niños hacia ella. Entonces Lambert la empujó hacia un lado para consumar un hecho, y ese hecho consistió en colocar su hatillo encima de la cama libre.

—Nos quedaremos con esta —afirmó.

Elisa vio entonces que Christine inspiraba profundamente y se disponía a protestar.

Pero las palabras que resonaron a continuación no salieron de su garganta.

—No lo puedo creer.

Era una voz oscura y enérgica. Todos se dieron la vuelta rápidamente, incluidos los hombres de la familia Steiner, que hasta ese momento se habían mostrado cansados e indiferentes, dejando que Christine luchara sola por unos derechos que también les incumbían a ellos. Otro pasajero se acercaba por el oscuro pasillo y no fue Elisa la única a la que se le escapó una exclamación de sorpresa cuando reconoció a esa persona que avanzaba completamente sola.

Aquella voz oscura y enérgica parecía la de un hombre. Sin embargo, era la voz de una mujer que ahora surgía de entre aquella luz opaca. Llevaba el pelo recogido en un moño similar al de Christine, pero mientras que esta última lo tenía en la parte de atrás de la cabeza, la recién llegada lo llevaba en la nuca. Una redecilla oscura lo sostenía y también era oscura la ajustada cofia que ahora se quitó.

—¡Con vuestra venia!

Sus palabras sonaron corteses, pero su comportamiento no lo era. Avanzó hacia el camastro libre con rudeza, tomó posesión de él, se desabrochó la capa oscura que llevaba y la extendió sobre el colchón. Luego, abrió la pequeña bolsa que traía consigo, sacó un cojín tejido a ganchillo —apenas más grande que la palma de una mano y muy poco apropiado para apoyar en él la cabeza durante el sueño— y lo colocó en un extremo de la cama. Por último, siguió con un vestido enrollado, también de color oscuro, como el resto de la ropa, y orlado con una aplicación de pieles que servía de abrigo. Lo extendió sobre la capa, con la intención de que una prenda le sirviera de sábana y la otra de cobertor. Finalmente, metió la mano y revolvió en busca de un librito con oscura encuadernación de piel. Al principio, Elisa creyó que se trataba de una biblia, pero luego se puso de manifiesto que aquella señora desconocida no leía tales cosas, sino que había llevado consigo otro tipo de lectura.

Apenas hubo acabado de ordenar sus cosas, se llevó la mano al moño de la nuca para examinarlo y se fijó de nuevo uno de los mechones descoloridos que se le habían soltado. Para Elisa era imposible determinar su edad. Sus movimientos parecían decididos y daban fe de un amor propio que anunciaba su alto rango. Si fuera una aristócrata, pensó Elisa, no tendría que dormir en la entrecubierta. Su piel, por otra parte, aunque estaba algo arrugada en torno a los ojos, era tan blanca y tersa que se notaba que nunca en su vida había tenido que trabajar duro de sol a sol.

Y en eso la mujer se dio la vuelta y examinó al círculo de personas que se había formado a su alrededor. Christine y Lambert, que estaban divididos por la pelea que habían tenido por la litera, se sentían ahora apabullados en igual medida por el hecho de que una tercera persona les hubiera birlado el sitio sin más.

—Permítanme presentarme —dijo la desconocida pasando por alto las expresiones de recelo de los presentes—. Soy Juliane Eiderstett, de soltera baronesa Von Kriegseis. Y tras haber empobrecido, me vi obligada a casarme con un burgués.

La desvergüenza que mostraba aquella mujer hizo que a Elisa se le ruborizaran las mejillas. Su padre también pertenecía a esa clase, la de la nobleza venida a menos, pero él hubiera preferido morderse la lengua antes que admitir tal cosa públicamente y si se hubiera tenido que casar alguna vez con alguien por debajo de su rango, jamás habría admitido abiertamente la motivación del dinero. La tal señora Eiderstett lo hacía, sin embargo, como algo obvio y sin que nadie le hubiese preguntado.

Christine fue la primera en recuperar la compostura.

—¿Y dónde está… su marido?

La señora Eiderstett metió con toda lentitud su bolso debajo del catre, luego se incorporó de nuevo y se dio la vuelta como si buscase a alguien.

—Por lo que parece, no se le ve por ningún sitio, ¿no es cierto? —preguntó ella con ligereza—. Eso tal vez signifique que no está en este barco.

Christine se ruborizó visiblemente cuando Julie le sonrió con gesto desafiante. Poldi no pudo evitar soltar unas risitas, ya que alguien se había atrevido a burlarse de su severa madre. Elisa, por el contrario, se preguntó qué significaba todo aquello: ¿acaso la tal Juliane Eiderstett era viuda y por eso viajaba sola? ¿O había enviado a su marido a aquellas tierras extrañas con antelación, lo cual era bastante poco habitual?

A Lambert Mielhahn todo eso no le importaba gran cosa, algo muy diferente le parecía mucho más escandaloso que el hecho de que aquella mujer estuviera viajando sin su marido.

—¿Y cómo es que reclama una litera para usted sola? —gruñó.

—Fue lo que se pactó con el capitán —le explicó la señora Eiderstett con gesto solícito—. En muchos barcos los hombres y las mujeres que viajan solos están rigurosamente separados; para mí eso no era importante, pero sí lo era no tener que compartir la cama con ningún hombre. En mi matrimonio ya tuve que hacerlo durante bastante tiempo. Pero pueden tomar posesión de las literas que están alrededor. Eso no me molesta.

Poldi volvió a soltar otra risita y, como antes, su madre estaba demasiado aturdida como para lanzarle una mirada severa o propinarle otra bofetada. Juliane Eiderstett, por el contrario, alzó la mano en gesto de invitación, con cierta condescendencia, como si les hiciera a los allí presentes —los Steiner, los Mielhahn y todos los que ocupaban la entrecubierta— un gran favor al permitirles viajar con ella.

Lambert abrió la boca; sin duda tenía algún comentario grosero en la punta de la lengua, pero los sonoros gritos de un marinero lo interrumpieron. No tenían tiempo de seguir ocupándose de la señora Eiderstett, pues ahora todos los pasajeros debían reunirse en la cubierta para el recuento.

La gente se empujaba de un lado a otro, algunos se ponían rojos a causa de la excitación, mientras que otros estaban como petrificados. En una de aquellas marabuntas había empujones, saltos y hasta golpes, mientras que en otra parte los pasajeros se aferraban temblando a la barandilla, como si el pedazo de suelo que tenían bajo los pies fuera lo único que les resultaba familiar, razón por la cual no querían separarse de él.

Cornelius evitó algún que otro codazo e intentaba no pisar a nadie, lo cual no siempre era posible. En cuanto uno de los oficiales empezaba a contar, muchos de los pasajeros se desplazaban a empellones hacia donde estaba, como si fuese a haber un premio para aquel cuyo nombre fuera marcado primero en la lista. Para no perder su posición, Cornelius tenía que actuar enérgicamente y muy pronto sintió un enorme calor a causa de tanta estrechez, tanta prisa y tanta excitación.

Después de haberle dicho a gritos al escribano del oficial su nombre y el de su tío —todo a través de una hilera enorme de cabezas, ya que había sido imposible acercarse más—, Cornelius tuvo intención de abrirse paso de regreso hasta el camarote que compartía con su tío. Pero al final tuvo que resignarse ante aquel apelotonamiento de gente, que no dejaba que nadie hiciera su voluntad, y se dedicó tan solo a luchar para no quedar demasiado aplastado entre aquellos cuerpos; asimismo, se esforzó por no ser presa del pánico en medio de aquel gentío. Lo cierto es que aquello le recordaba el día en que Matthias había muerto y por eso ahora se aferraba ceremoniosamente a los detalles que diferenciaban este momento de aquel: las gaviotas que chillaban por encima de sus cabezas, las voces gruñonas de dos hombres —que empezaban ya a negociar con vino, cerveza y aguardiente cuando el barco aún no había zarpado— y, finalmente, los marineros, con sus uniformes de color azul oscuro y rayas blancas, que solo esperaban el momento de levar el ancla y, entretanto, mataban el tiempo vociferando canciones.

Cuando por fin acabó el recuento, convocaron a los hombres más fuertes, quienes, ahora que el viento era favorable, debían ayudarlos a colocar las velas y a izar la bandera.

Nadie acudió a Cornelius con ese ruego, de modo que él, que no deseaba permanecer inactivo, se acercó espontáneamente a uno de los marineros y le preguntó si podía ayudar en algo.

El hombre lo examinó con una sonrisa irónica. Y aunque él adoptó la postura más erguida posible para causar la impresión de ser un hombre resuelto, era inequívoco que hasta ese momento había pasado su vida estudiando en un aula, y no trabajando en los campos.

—Podemos hacerlo sin ti, chavalín.

Sacudiendo la cabeza, Cornelius volvió sobre sus pasos.

El pastor Zacharias se había negado a asistir al recuento y en vez de eso se había tumbado en su litera diciendo que su corazón no soportaría el nerviosismo de la despedida. Era imposible que pudiera ver con calma cómo la tierra que le era familiar se iba alejando cada vez más, haciéndose más pequeña, hasta desaparecer del todo. Se había puesto sobre la frente un paño empapado de agua con vinagre, como si tuviera fiebre, y se quejaba en alto por el hedor que reinaba en el barco. A Cornelius, sin embargo, le parecía que el agua con vinagre olía peor que la salada brisa marina de la cubierta, pero no lo había dicho en voz alta.

Lentamente, el camino se fue despejando y, aunque hacia abajo estaba ya libre del todo, él tomó otra decisión y prefirió dejar al tío con sus paños empapados en vinagre y agenciarse un pequeño sitio junto a la barandilla. Entonces el barco pegó una sacudida al ponerse en movimiento, primero tan despacio que parecía estar girando sobre su propio eje. Un pequeño barco pesquero pasó por su lado y los dos hombres que estaban en él gritaron algo que no pudo entender. Y aunque el buque de tres palos parecía demasiado pesado como para alcanzarlo, tomó rápidamente velocidad y, al cabo de pocos instantes, ya se habían acercado al barquito de pescadores. Las elevadas olas mecían este como si fuese una cáscara de nuez, pero eso no impidió que los dos hombres siguieran gritando y riendo. ¿Sentían acaso alivio porque podían permanecer en aguas familiares? ¿O envidia por la aventura de los otros?

—Yo… Yo quería agradecerte…

Aquella voz lo tomó por sorpresa. No había visto venir a Elisa von Graberg y por eso no sabía cuánto tiempo llevaba la joven de pie tras él. Ahora ella también se apoyó en la barandilla. Su mano se aferró a la madera cuando su mirada se dirigió hacia abajo, hacia el agua, que, con su color oscuro, parecía profunda e insondable. Solo en los puntos en los que la quilla del barco la hendía, saltaba la espuma blanca.

—Desapareciste enseguida —empezó diciendo ella—. No hubo tiempo de decir nada. Tampoco sabía si vosotros…

Elisa vacilaba al hablar, no parecía estar segura de si podía o no usar el tú de confianza. Solo entonces él se dio cuenta de que ni siquiera se había presentado a la joven.

—¿Dónde está tu hermano? Se llama Poldi, ¿no es cierto?

—En realidad, no es mi hermano. Dije eso únicamente para ayudarlo. Pero sí, se llama Poldi.

—Y yo me llamo Cornelius Suckow —respondió él escuetamente.

Los dos estaban de pie, uno al lado del otro, muy rectos. La trenza de Elisa había seguido deshaciéndose. El viento removía su cabello, lo alzaba en vertical hacia arriba y luego le golpeaba la cara con él. Con gesto rápido, ella alzó la mano para arreglárselo, pero la brisa del mar se mostró mucho más pertinaz, de modo que la joven acabó desistiendo. Bajo los efectos del aire fresco, sus mejillas ardían y la luz, que, cada vez más suave, iba pasando de un dorado chillón e hiriente a un rojizo cálido, le brillaba en los ojos.

¿Qué edad podría tener la muchacha? ¿Dieciséis o tal vez diecisiete años?

—Tú y tu tío… vais camino de Chile, ¿verdad?

La joven se mordió los labios y el color rojo de su cara se intensificó.

—¡Vaya! ¡Qué pregunta tan estúpida! —se le escapó a Elisa—. ¿Acaso estaríais en el Hermann III si no partierais para Chile?

Ella negó con la cabeza, como si no fuera la primera vez que se enfadaba por el poco dominio con que las palabras salían a borbotones de su boca. Él rio y, como alguien que sopesaba cada sílaba que decía, la encontró refrescante.

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