Read En la Tierra del Fuego Online

Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (9 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Así es! —exclamó Cornelius, y su voz pareció liberada de un modo poco habitual en él.

Una breve sonrisa se dibujó en los labios de Elisa.

—Seremos de los primeros alemanes en llegar a aquel país, ¿verdad? —opinó ella—. Antes que nosotros, apenas una docena de barcos ha partido con rumbo a Chile.

A la joven Elisa le temblaba ligeramente la voz, pero sus ojos brillaron ahora con más intensidad cuando dirigió la mirada hacia las gaviotas, que pasaban volando a ras del agua.

—Hasta donde yo sé —empezó a decir Cornelius—, no son muchos los que han elegido Chile como nueva patria. Pero ya hubo antes dos hombres de nuestro pueblo que viajaron allí. En el siglo XVI, el emperador Carlos les concedió esas tierras a los Fugger, de Augsburgo, aunque esos banqueros jamás las reclamaron como suyas. Y poco después, dos aventureros alemanes viajaron allí, siguiendo los pasos de los conquistadores españoles: eran Bartholomäus Blümlein y Peter Lisperger. Cultivaron vino, colonizaron la tierra y finalmente fundaron una ciudad: Viña del Mar.

Cornelius se interrumpió porque no sabía si la joven querría escuchar aquella historia, pero ella parecía interesada, aunque un poco confundida. De repente Cornelius oyó en su mente la voz burlona de Matthias, que le susurraba:

«Lees demasiado, Cornelius. La Revolución hay que hacerla con la lucha, no con las lecturas».

«Pero la lectura —le había respondido él— es la mejor arma en esa lucha.»

A Matthias esa lucha le había costado la vida y a él, en cierto modo, le había costado sus libros. Solo se había llevado consigo unos pocos, la mayoría de ellos se habían quedado en la biblioteca de su tío, y el exótico Chile sería un país rico en tierras fértiles y sin poblar, pero seguro que no lo era en libros. Una vez más Cornelius pensó en Matthias y en esta ocasión tuvo que sonreír. Aunque es posible que Matthias hubiera degradado aquella partida precipitada a la condición de huida, seguramente le habría gustado que su reflexivo y estudioso amigo se encaminara hacia un futuro en el que las habilidades de campesinos y artesanos se demandaran más que todos los estudios del mundo.

A Elisa von Graberg no se le había escapado la manera en que había cambiado la expresión de su rostro.

—¿Por qué sonríes? —preguntó ella.

—No es nada —se apresuró a decir él—. Solo pensaba que… —Cornelius vaciló, se guardó el nombre de Matthias y continuó—: Hay otro alemán que partió a Chile mucho antes que nosotros: Adalbert von Chamisso. Chamisso viajó por el sur; yo he leído el libro en el que relata sus vivencias. Parece que es un país fascinante, con escarpadas montañas, de una especie que nosotros no conocemos, y con lagos de color azul turquesa, glaciares y volcanes, selvas vírgenes y estepas, con animales y plantas exóticas.

El viento había cambiado. Ya no le lanzaba a Elisa el pelo en la cara, sino que se lo apartaba.

Ahora su mirada estaba fija en el puerto de Hamburgo, que se hacía cada vez más pequeño.

—A partir de ahora, no vamos a tener suelo firme bajo los pies durante mucho tiempo —dijo Elisa.

Él asintió. Durante la travesía por dos océanos verían costas una y otra vez. Pero solo pisarían tierra de nuevo en el puerto de Corral.

—¿Tienes miedo? —le preguntó él de pronto.

Las torres de la iglesia de Santa Catalina y de San Miguel ya pronto no serían más grandes que dos bloques de un juego de construcción.

—No —respondió Elisa resueltamente—. No tengo miedo. Llevo mucho tiempo esperando este momento —añadió; por un instante, vaciló, no parecía segura de ir a contarle algo tan íntimo, pero por fin decidió hacerlo—. Mi madre murió el año pasado. Y con sus últimas palabras me hizo prometerle que me largaría de Hesse. «Tu futuro no está aquí —me dijo—. Tu futuro está en el lejano Chile.»

Su mirada, antes fija, se quedó absorta. Probablemente en ese momento estuviera viendo a su madre ante ella, y también Cornelius pensó en las personas a las que había dejado y a las que, quizá, no volvería a ver jamás. Pero en realidad lo que Cornelius vio fueron los rostros hostiles de sus parientes —con la excepción de su tío—, que nunca lo habían tratado mejor que a un peón de la caballeriza.

Y entonces, de repente, vio a una niña pequeña en el puerto que se desvanecía. Había llegado allí con su madre para admirar los grandes barcos y el espectáculo de la partida. Desde lejos, no era mayor que una mano; sin embargo, él podía distinguir perfectamente el rostro excitado y sonriente de la pequeña.

La chica les decía adiós, llena de esperanza, llena de inocencia, como si no partiesen en un viaje peligroso, sino en una agradable excursión para la cual les deseaba todo lo mejor. Entonces Cornelius sintió un movimiento a su lado, y se dio cuenta de que Elisa también había visto a la niña y ahora ella también alzaba la mano para decirle adiós.

Era la primera vez que soltaba la barandilla a la que había estado aferrada hasta ahora y, cuando el barco se inclinó un poco, ella resbaló y estuvo a punto de caer.

Rápidamente Cornelius la agarró y la tomó de la mano, una mano cálida que le devolvió el firme apretón.

—¡Tengo que prestar más atención! —exclamó ella, asustada.

Elisa ya no lo soltó. Se quedaron allí, de la mano, sujetos el uno al otro y, al mismo tiempo, con absoluta libertad para seguir saludando a la niña. Esta reía y soltaba gritos de júbilo, hasta que no quedó de ella más que un puntito que, más tarde, desapareció del horizonte.

Capítulo 4

La cubierta estaba todavía a reventar cuando el piloto, que había subido a bordo en el puerto de Hamburgo, condujo el buque a mar abierto. Y más tarde, cuando regresó de nuevo al pequeño bote de pilotos, que había estado navegando todo el tiempo al lado del Hermann III, empezaron a escucharse gritos y saludos. Los marineros corrían gritando sudorosos de un lado a otro de cubierta para —según Elisa supo más tarde— colocar las velas en tal posición que el viento soplara en parte por delante y en parte por detrás, para que el barco se detuviera por un momento. Con la boca abierta, todos clavaron las miradas en el bote diminuto que, con dos marinos a cargo de los remos, se había enviado desde el otro barco para recoger al piloto de la cubierta. Las enormes olas movían el bote de un lado a otro y amenazaban con volcarlo a cada momento.

Como muchos otros, Elisa gritaba espantada; Poldi, por el contrario, que estaba viendo el espectáculo en medio del círculo formado por sus hermanos, reía a mandíbula batiente. Otros, por su parte, hacían prácticas apuestas sobre si el bote llegaría sano y salvo al barco o no; en los días siguientes las apuestas iban a ser el pan de cada día y sobre todo se apostaría sobre si el barco iba a hacer el viaje en cien días —como se esperaba— o si, tal y como se temía, iba a tardar ciento cincuenta.

Por fin el bote llegó junto al Hermann III, recogió al piloto, que se deslizó hacia abajo por una cuerda, y remó con seguridad hasta el bote de pilotos. Una vez más los marineros corrieron de un lado a otro, unos con gesto avinagrado, otros maldiciendo, al tiempo que intentaban poner de nuevo las velas en la posición correcta. Muy pronto el velamen se hinchó al viento y el barco tomó velocidad.

Poco a poco la cubierta empezó a vaciarse; durante el crepúsculo, que ya comenzaba, el viento sopló con mayor intensidad y el mar se fue volviendo más negro e insondable. Finalmente, se callaron también las gaviotas, que regresaron a tierra. Elisa siguió a Cornelius al interior del barco; un velo de silencio se cernió sobre ella cuando él le soltó la mano; también ahora, al separarse delante del camarote que compartía con su tío, el joven le dedicó un breve gesto con la cabeza, aunque acompañado de una sonrisa.

Elisa se la devolvió tímidamente y con cierto pesar callado por tener que separarse de él —aunque se consoló a sí misma diciéndose que todavía pasarían mucho tiempo juntos—, y se apresuró a marcharse a su propio camarote.

En los primeros días de su viaje, la excitación por la partida fue cediendo, al igual que el dolor por haber dicho adiós al lugar de origen, un adiós que, para la mayoría de ellos, podía ser definitivo. Lo que en un primer momento había sido nuevo y extraño se fue convirtiendo poco a poco en el pan de cada día a bordo del barco. Jamás la cubierta estuvo tan repleta como aquel primer día y lo que al principio se discutía con detalle, entre cuchicheos, se fue convirtiendo en hábito.

Elisa aprendió a vivir con ello, a rodar de un lado a otro mientras dormía y a despertarse por las mañanas presa de los mareos. Luchaba contra esa sensación de inestabilidad en las piernas e intentaba que las circunstancias no le agriaran demasiado el estado de ánimo, porque su estómago, en los primeros días, estaba tan débil como si hubiera comido algo podrido. En cualquier caso, sus mareos no eran tan graves como los de Annelie, que en cuanto el barco alcanzó altamar no paró de vomitar y se negó a probar bocado. Richard contemplaba a su joven esposa allí tumbada en el catre, pálida como un cadáver, sin saber qué hacer.

Elisa, por el contrario, fingía no notar demasiado el estado miserable en que se encontraba su madrastra, aunque en su fuero interno apenas era capaz de resistirse a la compasión que sentía por ella. Deseaba sinceramente que Annelie se recuperase y comiese, sobre todo teniendo en cuenta que las comidas eran mucho mejores de lo que habían esperado.

La misma noche en que el barco zarpó, el camarero del barco, el hombre con talla de armario, vino a buscarlos para llevarlos al comedor, donde los pasajeros de primera y segunda clase se reunían para el desayuno, la comida y la cena. En las comidas había siempre carne, un pan asombrosamente blando y un vino potente —que para Elisa mezclaban con agua por deseo expreso de su padre—. Al tercer día de viaje sirvieron, además, pescado fresco —lenguado y rodaballo—, todo con una fuerte salsa de pimienta: les habían comprado aquellos manjares a un barco de pescadores belga y un marino —se decía que con una sonrisa irónica— había estado a punto de caerse por la barandilla mientras izaba la cesta; la carne blanca de aquellos pescados era tan suave y tierna que se deshacía literalmente en el paladar.

—Bueno, esto se puede comer.

Elisa oyó una voz familiar a sus espaldas. Y cuando se dio la vuelta, vio que, en lugar de hacerse servir la comida en el camarote como hasta entonces, el pastor Suckow acababa de entrar en el comedor en compañía de su sobrino. Cornelius le hizo a la joven un guiño de familiaridad y, mientras le devolvía la mirada y la sonrisa, Elisa sintió cierto cosquilleo en el estómago y esta vez no era a causa del mareo, sino de la excitación que se había apoderado de ella y que ni siquiera podía explicarse del todo. Sintió cómo aumentaba el ardoroso rubor de su cara, así que se inclinó de nuevo rápidamente sobre el plato. Ya estaban en los postres —melocotones con vino de Oporto de Madeira— cuando Cornelius guio al pastor fuera del salón comedor y, como por casualidad, pasó junto a la mesa a la que estaba sentada Elisa.

—¡Mira, tío Zacharias! Ella es Elisa von Graberg, la joven a la que salvaste.

—¿Qué la salvó? ¿De qué? —preguntó confundido el padre de Elisa, a quien su hija le había ocultado aquella terrible experiencia en el puerto de Hamburgo.

—Pues de las garras del diablo, podría decirse así —admitió Zacharias con seriedad para, a continuación, presentarse formalmente a Richard von Graberg; primero con profusión de palabras, para luego confesarle cuánto se alegraba de conocer a personas de su país. En aquellas regiones salvajes, donde les esperaba una vida de renuncias —dijo el pastor, al tiempo que su mirada, al decir aquellas palabras, se posaba ansiosa en los melocotones—, los compatriotas debían apoyarse unos a otros.

Antes de que Richard pudiera decir nada, el barco dio un bandazo y se inclinó ligeramente hacia un lado, por lo que Zacharias estuvo a punto de caer encima de la mesa.

—¡Dios mío, lo sabía, vamos a hundirnos!

—¡Vamos, tío! —exclamó riendo Cornelius, quien, con gran presencia de ánimo, había conseguido agarrar a tiempo un vaso de vino de Oporto que había estado a punto de caer al suelo.

—No vamos a hundirnos, sino de regreso al camarote.

En los días que siguieron, los Von Graberg y los Suckow se sentaron a veces juntos. Y es que, aunque al principio el camarero les había asignado a los pasajeros sitios fijos en las alargadas mesas —que, como los bancos, estaban clavadas en el suelo—, muy pronto la gente empezó a elegir por su cuenta con quién quería sentarse a charlar durante las comidas.

Y cuando el pastor no entraba en pánico ante la idea de que el barco se hundiese, hablaba de comida casi todo el rato. El hecho de que esta siguiera siendo excelente no era consuelo alguno para él: después de los pescados frescos, se sirvió carne de buey, lengua y filetes: estos últimos también se servían en el desayuno, para el que, además de pan y mantequilla, había también huevos frescos a diario.

—¡Nos acostumbraremos a todo esto! —dijo Zacharias—. Y cuando se nos acaben las provisiones, tanto más amargo será morir de inanición.

Nadie podía quitarle esa preocupación y, pasado un tiempo, después de que al principio alguien le llevara siempre la contraria, pronto todos se acostumbraron a sus quejas como al balanceo constante del barco, de modo que pasaban inadvertidas. Y por mucho que a Elisa la divirtieran en secreto los temores del pastor, al mismo tiempo también lamentaba que este jamás se apartase de su sobrino. Aunque Cornelius siempre era cortés, en presencia de su tío se mostraba más retraído y Elisa se preguntaba en su fuero interno si alguna vez podrían volver a hablar en privado como el día en que se despidieron juntos de la ciudad de Hamburgo.

Los hijos de los Steiner, por su parte, no conocían esa clase de retraimiento. Durante los primeros días del viaje, casi todos soleados, Elisa pasó mucho tiempo con ellos en cubierta. Ella misma intentaba eludir a la mareada Annelie y a su preocupado padre, mientras que Poldi, Fritz, Lukas y sus tres hermanas más jóvenes huían de la estrechez de la entrecubierta, donde el día a día —con una luz más escasa, una estrechez mayor y una excesiva falta de privacidad— era mucho más arduo que en los camarotes de primera y segunda clase.

Aquellos chicos describían con los colores más tenebrosos sus comidas diarias y cuando se dieron cuenta de que a Elisa le entraba mala conciencia porque disfrutaba de unos alimentos de mucha más calidad, a Poldi le dio por divertirse de lo lindo representando su horror ante aquellas comidas con arcadas, toses y espasmos fingidos.

BOOK: En la Tierra del Fuego
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Khyber Run by Amber Green
Yin Yang Tattoo by Ron McMillan
Alan Dean Foster by Alien Nation
Cole’s Redemption by J.D. Tyler
The Beginning of After by Jennifer Castle
Claiming the Courtesan by Anna Campbell
Sweet Alien by Sue Mercury
The Taming of the Thief by Heather Long
The Ignorance of Blood by Robert Wilson