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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (2 page)

BOOK: Entra en mi vida
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Esa tarde fue tremenda, incluso
Gus
estaba alerta, con las orejas empinadas, como si fuese a tener que actuar de un momento a otro. La tensión era total. Aunque hubiese querido no habría podido desentenderme de lo que estaba ocurriendo, sabía un poco y sospechaba demasiado, ¿quién era esa niña? Me habría quedado sin ir al cine un año por escuchar la historia que mi madre le estaba contando a Ana. No debía de ser nada fácil contarla porque se cogía la cabeza con las manos, lloraba, volvía a comprobar que yo no estuviera por allí, se encendía otro cigarrillo que aplastaba al minuto, le enseñaba otra vez la foto, que Ana tomaba entre sus dedos con aprensión. Ana movió negativamente la cabeza como diciendo es imposible, y mi madre suspiró y se pasó el dorso de la mano por la nariz. Por fin cerró la cartera con varios golpes secos y se la llevó de vuelta al dormitorio, mientras Ana se quedó mirando a la pared de enfrente. Estaría contemplando el mueble del televisor y los libros que había alrededor. Estaría agotada de la escenita melodramática que le había montado su amiga. Después se subió un poco la manga del jersey y miró la hora. Se puso en pie, de pronto tenía prisa. Anduvo de un lado para otro del comedor frotándose las manos como si fuese a arrancarse la piel.

Antes de que mi madre volviera, Ana fue a buscar el perro al porche.

—¿Estás aquí? —dijo alarmada al verme junto a
Gus
.

Me concentré en volver a acariciar el lomo peludo: estaba claro que Ana preferiría que no supiese nada de la foto de Laura y no quería meter la pata.

—Creía que habías salido.

—No, me he quedado jugando con este salvaje. ¿Dónde está mi madre?

—En la cocina, creo, o en el baño.

La verdad es que me incomodaba cómo me observaba Ana, que sabía perfectamente que mi madre estaba guardando la cartera en el dormitorio. Daba la impresión de que quería hacerme desaparecer con la mirada.

—Pensaba que os habíais ido a dar una vuelta —se me ocurrió decir para tranquilizarla.

—No, hemos estado charlando —contestó ya más relajada y tomando entre los dedos uno de mis rizos.

Ana siempre decía que tenía un pelo precioso, el sueño de cualquier chica. Lo tenía como mi madre, negro y rizado, lleno de caracoles por la nuca y en las sienes. Y a Ana le gustaba tocarlo, meter la mano dentro y dejarla ahí unos segundos. Pero yo me sentía aliviada cuando por fin dejaba de sentirla.

• • •

Cuando mi padre llegó por la noche notó que algo pasaba.

—Se lo he contado —dijo mi madre en cuanto entró en la cocina.

Mi padre hizo tiempo lavándose con el detergente de fregar los platos. Se pasó las manos húmedas por la cara y por fin miró a su mujer.

Yo estaba haciendo los deberes en la mesa de roble de la cocina y apenas levanté la cabeza del cuaderno: no quería que reparasen en mí y me hicieran salir. Ya tenía el pijama puesto y había cenado con mi hermano, que estaba viendo la televisión.

—Quizá ella pueda ayudarnos.

Mi padre torció el gesto, se le ensombreció la cara. Se convirtió en una roca con ojos tristes.

—¿Se puede cenar? —preguntó de mal humor.

—Sí —dijo mi madre poniéndole el plato de espaguetis delante con un golpe.

Unas cuantas gotas de tomate regaron la mesa. Menos mal que no era la mesa buena del comedor porque entonces sí que habría sido un desastre. En la de la cocina se podía bailar encima y no pasaba nada. Mi padre abrió las palmas de las manos como para detener una tormenta.

—He tenido un día regular. Casi me atracan.

Sospeché que era una manera de frenar a mi madre.

También mi madre se sirvió un plato y los dos comenzaron a cenar en silencio, sin mirarse.

Había llegado el momento de cerrar el cuaderno e irme con Ángel a ver la televisión. Me repantigué en el sofá y me quedé mirando la pantalla sin pensar en lo que veía. Ángel tenía mucha suerte: no sabía nada, vivía en la inopia, pendiente de comer y jugar. Algo de la televisión le hizo reír y me miró para ver si también me reía. Dependía mucho de mi opinión. Siempre estaba observando de reojo si algo me parecía bien o mal, si me hacía gracia o no lo que él decía, si me gustaba lo que dibujaba.

De la cocina no venía ningún ruido, ni siquiera de platos, vasos o cubiertos, como si nuestros padres hubiesen muerto. Les debía de estar costando trabajo romper un silencio tan profundo, un silencio como el del mar cuando se bucea y no se oye nada.

Ángel seguía a un lado, pendiente de mis movimientos y pendiente de la televisión. Era más que delgado, no había manera de que los brazos y las piernas tomaran algo de forma por mucho que mamá lo llevara a kárate. Iba siendo cada vez menos rubio y de mayor sería completamente moreno, por lo que no parecería la misma persona. Mi padre también había sido rubio y ahora era tirando a castaño, pero con ojos azules. En las fotos de niño tenía una cara redonda que parecía que jamás fuese a endurecerse, pero sí que se le había endurecido hasta marcársele todos los huesos de la cara.

—¿Has hecho los deberes? —le pregunté por decir algo.

Como era de esperar, Ángel no contestó y se acomodó más en el sofá. Permanecimos así unos segundos hasta que dirigimos la cara hacia el pasillo que llevaba a la cocina. De allí llegaba un llanto débil. Podía ser llanto o una risa ahogada. Quizá mis padres habían hecho una de esas cosas que hacen los adultos de abrazarse de golpe y pasar de la pena a la alegría. Ojalá, pero no era probable. Eran muy tozudos; no les gustaba dar el brazo a torcer y, sobre todo, les costaba romper el silencio profundo, como si por romperlo fuese a estallar el universo.

Ángel volvió la cara otra vez hacia la televisión. Una cara preocupada en una cabeza que no quería preocuparse; si no hubiese estado yo delante, se habría tapado los oídos. Era llanto, y luego, nada. Ahora, el grifo. Mi madre estaría lavándose la cara. ¿Qué hacía, me iba o me quedaba? No quería verles así, pero tampoco quería salir huyendo a mi cuarto. Decidí quedarme junto a Ángel. Los pasos de cuatro pies descalzos avanzaban hacia el salón; el volumen de la televisión se elevó por los anuncios.

—Ana es muy lista, seguro que se le ocurre algo —dijo mamá, y se dejó caer en el sofá de golpe, como intentando romperlo—. ¿Cómo voy a estar tranquila, Daniel, cómo voy a estar tranquila?

A mi padre le cayó una tela invisible por los ojos y se le puso la mirada de cuando la vida no merecía la pena. Podía leérsele el pensamiento: trabajar, aguantar a los clientes, estar cogido al volante todo el día, soportar a unos cuantos compañeros que no podía ver, preocuparse por el colegio de los niños, por sus estudios, por su futuro, por que fuesen bien vestidos y no les faltara de nada, tener todos los recibos al corriente, procurar sacar a Betty del pozo oscuro en que a veces caía. Pero no era bastante, nunca era bastante, porque por bien que se hicieran las cosas, por bien que se encarase la vida, siempre, absolutamente siempre, había algo pendiente.

Y yo sabía qué era eso pendiente. Era Laura. Algo grave ocurría con la niña de la foto.

—Ana me ha ofrecido un trabajo para que me distraiga.

A mi padre le desapareció la tela invisible y se animó un poco. La vida volvía a merecer la pena.

—Me harían un hueco en la empresa de un amigo suyo vendiendo productos dietéticos y cosméticos de alta gama a domicilio. Dice que a lo tonto a lo tonto te sacas un sueldo.

—No nos vendría nada mal —dijo mi padre cogiendo a su mujer por los hombros.

Ángel asistía a la escena viendo la televisión con los ojos de la cara y viendo a sus padres con los ojos de la nuca unas veces y con los ojos laterales otras. Era más inteligente de lo que parecía, por lo que era conveniente que no escuchase el nombre de la niña para que no preguntase.

—Por lo visto, puedo sacar varios frascos de multivitaminas al mes para nosotros a mitad de precio. Son reconstituyentes.

Todos miramos hacia Ángel, y Ángel dijo que él no pensaba tomarse esas porquerías.

Me propuse ser la próxima vez mucho más simpática con Ana y con
Gus
porque gracias a ella mis padres acababan de salir del infierno al menos por esa noche.

Capítulo 2

Laura

Cuando nos marchamos de nuestra antigua casa de El Olivar yo tenía doce años, mi madre era joven y mi abuela Lilí no estaba en la silla de ruedas. La casa era difícil de encontrar. Estaba al final de una cuesta a la derecha, entre árboles y hiedra, y si no sabías que allí vivía gente te la pasabas. Sólo iba el cartero y los que leían los contadores de la luz, el gas y el agua. Y cuando venía alguien a visitarnos había que explicarle mil veces cómo llegar. Todo era así. Por las mañanas la parada del autobús se llenaba de vecinos que salían de entre la maleza con trajes y tacones, y también nuestro coche, con los faros encendidos en invierno, con las ventanillas bajadas en verano para que entrara el fresco y el olor a regado.

Y de pronto un día tuvimos que marcharnos y tuve que cambiar de colegio. Lilí y mamá dijeron que era más práctico vivir encima de la zapatería, el negocio de la familia, en un piso señorial, y no tener que coger tanto la carretera. Pero no podían disimular que estaban enfadadas porque había ocurrido algo de lo que hablaban cuando no estaba yo o creían que no estaba. La noticia que revolucionó nuestra vida se la dio Ana, a la que yo a veces llamaba tía sin ser realmente mi tía. Se presentó un día en casa bastante seria, diciendo que nunca se habría imaginado que esto pudiera pasar, y me mandaron a jugar al jardín. Por las puertas de cristal del salón miraba a Ana ir y venir de un lado a otro con un cigarrillo en la mano, y a Lilí y a mamá escuchándola sentadas. A la semana siguiente de madrugada nos mudamos y metimos todos los muebles en el piso de la calle Goya, encima de la zapatería. Durante toda la tarde anterior estuve recogiendo mis cosas y a las cinco de la mañana llegaron los de la mudanza. Estábamos serias, tristes, irritables; no nos mirábamos. A mí no me permitieron despedirme de mis amigos del vecindario ni decir en el nuevo colegio dónde vivía. Me dijeron que a nadie le importaba nuestra vida y que no querían que los nuevos propietarios del chalé nos dieran la lata con reclamaciones. No me costó mucho callar porque estaba acostumbrada a no hablar de la familia. Me hice más discreta aún y pensaba lo que iba a decir antes de abrir la boca. Y cuando me saltaba esta ley, sentía que traicionaba a mi familia y a mí misma y que era una irresponsable.

A Lilí todo el mundo la quería, pero pocos podían imaginarse lo desconfiada que era, como si alguna vez le hubiese ocurrido algo terrible e imposible de contar. Desde que tuve uso de razón la oí decirme que no me fiara de nadie y que no hablase con desconocidos. Me decía que la gente siempre quiere algo y que pocas veces sabemos qué es realmente. Cuando iba al colegio me decía que me anduviese con ojo y que nunca le dijera a nadie en qué calle vivía ni cómo me llamaba; me decía que no tenía por qué hablar con extraños y me contaba cuentos que tenían que ver con niños a los que querían secuestrar. Y cogí la costumbre, que ha continuado hasta el día de hoy, de no abrir la puerta de la calle sin preguntar antes quién es.

Aparte de mi madre, Greta, y de mi abuela Lilí, mi familia la formaban mi tía Gloria y su marido Nilo y mi prima Carol, la actriz, y unas tías segundas de mi madre, una soltera y la otra viuda, que había tenido dos hijas, Catalina y otra que murió cuando yo tenía diez años y que se llamaba Sagrario. Sagrario era una mujer tan dulce y discreta que casi nadie se dio cuenta de que había muerto. Yo recordaba de ella cómo se me quedaba mirando fijamente y luego me sonreía, como si quisiera comunicarme algo con el pensamiento o como si viese en mí algo muy extraño. Toda la atención la acaparaba Catalina, y la pobre Sagrario se conformaba con su pequeño y corto papel en la vida. El hermano menor de Lilí se llamaba Alberto y tenía un hijo que también se llamaba Alberto. Alberto I y Alberto II estaban unidos a las celebraciones. No se sabía nada de ellos hasta que mágicamente aparecían en el cumpleaños o en el entierro, como si no existieran en ningún otro lugar del universo. Más o menos ésta era la familia más próxima, toda materna porque mi padre desapareció del mapa antes de nacer yo. No se hablaba de él, hasta el punto de que tenía la impresión de que nunca había existido y que mi madre y mi abuela me habían hecho con sus propias manos. A la que más quería era a mi prima Carol porque habíamos pasado muchos veranos juntas, porque ninguna tenía una hermana y porque sólo me llevaba tres años y yo la admiraba.

Desde los diez años hasta los doce me dormía todas las noches pidiendo que no muriese nadie de mi familia, sin acordarme de que la pobre Sagrario ya había muerto. Y por el momento mis ruegos habían sido atendidos. Y si yo tenía ese interés por que todo siguiera igual es que seguramente era feliz.

Sólo podría ser más feliz si se enamorasen de mí como se enamoraban de Carol. No tenía que hacer nada para que se fijasen en ella. Tenía mucha presencia: cuando entraba en una habitación era como si hubiesen entrado veinte. Cuando se arrancaba la goma del pelo y sacudía la cabeza y el ambiente se llenaba de suavidad y brillo y fragancia, nos quedábamos mirándola como a un ser superior. A mí me daba miedo ser como Sagrario, así que a veces trataba de imitar a Carol. Me esforzaba por ser muy simpática y natural y espontánea, por no pasar inadvertida, pero no producía el mismo efecto que ella y además acababa agotada. Yo era más bien contemplativa y reflexiva, aunque para bien poco me habría servido ya que no supe distinguir ni interpretar ninguna de las señales que la vida me enviaba.

Capítulo 3

El vestido rojo de Verónica

Mi madre tomó con entusiasmo su nuevo trabajo de vendedora a domicilio. En la empresa le marcaron objetivos y llegaba por la noche completamente rendida. No tuve más remedio que aprender a hacer espaguetis para mi hermano y para mí, y al cabo de unos días también los preparaba para mis padres. Se los dejaba sobre la encimera tapados con el cubrequeso. Los hacía a la boloñesa, a la carbonara, a los cuatro quesos. No quería que mi madre encontrara ninguna excusa para volver a quedarse en casa y sumirse en la melancolía. Así parecía que vivía como el resto de las mujeres del mundo. Ángel llegó a acostumbrarse tanto a mi comida que ya no saboreaba lo que hacía mi madre. Nos encontrábamos a gusto los dos solos haciendo los deberes en la cocina mientras se iba cociendo la pasta. A veces mi madre se empeñaba en que probásemos los productos de algas y tofu de su empresa, y nosotros los tirábamos a la basura cuando no estaba y los tapábamos con papel de periódico. No queríamos que dudase de que lo que vendía le gustaba a la gente.

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