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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (5 page)

BOOK: Entra en mi vida
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En verano venían a comer o a merendar los compañeros taxistas de mi padre, sobre todo uno, con su mujer y sus hijos, que se llamaba Osvaldo. Era venezolano y ponía música de salsa, por lo que ese día nuestra casa parecía la más alegre de toda la urbanización. Los padres de mi padre vivían en Canarias y sólo habían venido un par de veces a vernos y además se alojaban en un hotel del centro para poder patearse Madrid y porque mi madre no les ponía muy buena cara. Nos invitaban a cenar en algún restaurante caro, y mi padre se ponía las botas, pero mi madre apenas tocaba el plato. Eran altos, enjutos, con aire de extranjeros, y aún no se habían hecho a la idea de que mi padre fuese un simple taxista, de que no hubiese llegado más lejos, como si su mujer y sus hijos le hubiésemos cortado el paso a la gloria, cuando jamás oí a mi padre quejarse de nada y cuando daba la impresión de haber conseguido lo que quería.

También nuestros abuelos maternos, Marita y Fernando, eran casi unos extraños para Ángel y para mí. A veces les escribíamos alguna postal, y entre nosotros a Marita la llamábamos abuelita por lo pequeña que era. Sentada, los pies no le llegaban al suelo. Mi madre había salido a su padre, un militar guapo que había caído en las garras de esa mujercilla que lo único que había querido toda su vida era estar tumbada en la cama y no hacer nada, según mi madre. En casa todo lo hacía él. La compra, la comida, lavar y planchar, llevar las cuentas y encargarse de todos los caprichos de su mujer. Abuelita usaba gafas de culo de vaso sobre unos ojos diminutos, por lo que todavía tenía más mérito el enamoramiento de mi abuelo. Y los deseos de Marita eran órdenes para él. Por lo visto, tenía un magnetismo especial para que todo el mundo acabara haciendo lo que ella quería. Me intrigaba mucho, me gustaba que aquella mujer fea de misteriosos encantos fuese mi abuela. Y al mismo tiempo, en solidaridad con mi madre, no me gustaba. Quizá era la única que se resistía a sus deseos, y a cualquier cosa que le pedía le respondía con un rotundo no. Le decía que se buscase otro tonto. Era asombrosa la firmeza de mi madre frente a ella siendo hija única.

Una calurosa tarde de junio con el cielo azul, Ángel llegó alborotado diciendo que creía que abuelita subía la cuesta arrastrando una maleta más grande que ella. Salí afuera y, en efecto, una mujer con zapatos blancos de tacón se aproximaba tirando de una maleta y con un bolso también blanco cruzado sobre el pecho. Llevaba un vestido negro con motas blancas. Mi madre estaba haciendo visitas a los clientes y mi padre con el taxi. Yo trataba de estudiar en mi cuarto.

Ángel y yo bajamos a ayudarla. La última vez que la habíamos visto fue en la comunión de Ángel, y luego llamaba por teléfono para felicitarnos por cualquier cosa o para comprobar que seguíamos vivos. Para nosotros existía, pero no del todo. No como los árboles de enfrente que veíamos a todas horas, vacíos de hojas o llenos como ahora.

Al vernos soltó la maleta y nos besó mucho, pero antes hubo un instante de reconocimiento. ¿Éramos nosotros? Vaya estirón. Yo era una mujer y Ángel seguro que volvía locas a las niñas. Le dijimos que la había visto Ángel por casualidad y que nuestros padres estaban trabajando. Le dijimos que jamás nos habríamos imaginado verla viniendo hacia la casa un día normal y corriente.

Agradecí que mi madre no estuviera a la llegada de Marita porque así el recibimiento era más fácil. Nos dio unos regalos. No eran caros: se notaba que no tenía mucho dinero. Seguramente la pensión que cobraba mi abuelo no era gran cosa. Él se había quedado en casa cuidando de la gata y del jardín. Abuelita se quejó de que le dolían los pies de andar con los zapatos de tacón y le puse un barreño con agua y sales. Me dijo que se sentía de maravilla. La maleta, después de sacar los regalos, se quedó abierta en medio del salón. La cerré y la llevé a mi habitación. Podría haberla acomodado en el cuarto de invitados, pero preferí sacar la cama nido y tenerla cerca.

—Tenía ganas de veros —dijo pasándome la mano por la cabeza mientras le masajeaba los pies en el barreño—. Por eso no he llamado a tu madre: me habría puesto pegas y mientras tanto vosotros crecéis.

—Vienen un poco tarde. Trabajan mucho.

—No importa. Haremos la cena y les daremos una sorpresa.

Ángel se fue a kárate y yo iba a ir al cine con unas amigas, pero deshice la cita. Marita tenía algo que hacía que me apeteciese estar con ella, quizá era el hecho de que me reconocía en algunas cosas. Las dos teníamos la piel tan blanca que las venas resaltaban como si fueran a romperse al mínimo roce, y al mirar sus manos vi que se me arrugarían antes de tiempo, como si tuviésemos pocas capas de piel y como si nuestros antepasados vinieran de un país con poco sol.

Era muy pacífica. De vez en cuando me daba un beso. Hacía mucho que no la veía, pero era mi abuela y estaba en su derecho de besarme. Hicimos empanadillas, ensalada y pescado a la plancha. Mejor dicho, lo hacía yo y ella observaba bajo sus gafas de mil dioptrías. Entre las gafas y los pendientes casi no se le veía la cara. No hablaba mucho, pensaba más que hablaba. Sería eso lo que había vuelto loco a mi abuelo. Le conté de un tirón mi vida de adolescente, y ella me dijo que tuviera cuidado con los chicos. Me habló de mi madre, de cuando era pequeña. Le gustaban mucho los animales. En la casa había perros, gatos, un loro, peces en una pecera. Suponía muchísimo trabajo y tuvieron que ir deshaciéndose poco a poco de aquel zoo, porque Betty era una niña muy compasiva con los animales desvalidos y había que frenarla. Yo me parecía a ella, en los ojos, en el pelo y en la nariz. Cuando me miraba, parecía que estaba viendo a Betty. Me agradaba mucho que me hablase de mí. Por la noche, cuando estuviéramos en la cama, le preguntaría por la historia con el abuelo. Era una sensación extraña, la de haber vuelto a una cueva pequeña y caliente donde estaba toda mi tribu.

A las nueve y media sonó el timbre de la puerta. Ya habíamos puesto la mesa con el mantel que mi madre guardaba para las ocasiones especiales. La primera en llegar fue ella. Abuelita estaba sentada en el sofá. Al oír la puerta se giró de medio lado. A mamá se le clavaron los pies en la entrada al salón. Se paralizó.

—¡Qué sorpresa! —dijo.

Abuelita se levantó y fue a darle un beso. Llevaba mis pantuflas con caras de perro y casi no podía andar con ellas. Se las dejé porque eran suaves y ella tenía ampollas. Mi madre las miró. No parecía hacerle gracia que llevara mis pantuflas, lo que significaba que no le hacía gracia que su madre estuviera aquí. Las dos tenían el mismo culo respingón y ningún parecido más.

—¿No tienes calor con eso? —preguntó.

—He venido a veros.

Mi madre se quitó los zapatos y la blusa y se quedó en sujetador. Era lo primero que hacía antes de ducharse. De camino al baño echó un vistazo a la mesa.

—Así que estamos de fiesta.

—Sí —le dije—, en cuanto vengan papá y Ángel cenaremos.

No dijo más. Se oyó correr el agua de la ducha más de lo habitual. Marita salió al porche. Refrescaba y se veían las pequeñas luces de los otros porches.

—Está muy bien para ser Madrid —dijo.

A las diez y diez estábamos cenando. La mesa estaba animada. A todos, menos a mi madre, nos alegraba que hubiese una persona más de la familia. Por la ventana abierta entraba una brisa negra y azulada. Nos dejaron beber un poco de vino. Mi padre le dijo a Marita que si necesitaba ir a algún sitio él la llevaría en el taxi. Mamá le preguntó que por qué no había llamado para avisar, ella tenía mucho trabajo y no iba a poder atenderla. Le contestó que no se preocupara, que venía para ayudar, no para dar más guerra.

—Tu ayuda llega un poco tarde, ¿no crees? —dijo con ojos furiosos. Se podría pensar que los tenía así de brillantes y negros por el vino, pero era por abuelita.

En aquel momento, Ángel tuvo el acierto de poner la televisión y todos miramos hacia ella. Viajábamos en la oscuridad del cielo, y como si me leyera el pensamiento Ángel dijo que ahora nos estábamos trasladando a una enorme velocidad alrededor del sol. Mi padre dijo:

—Quiere ser astrónomo.

Marita estuvo una semana en casa y al final mi padre la llevó en el taxi a la estación. Esa noche, cuando mi madre regresó, dijo que por fin estábamos de nuevo en familia y que íbamos a cenar de una manera normal.

—Ya no sabe guisar —dijo, lo que no era cierto.

—Eres injusta —le dijo mi padre de muy malhumor—. ¿No se te ha ocurrido pensar que puedes estar juzgándola mal?

—Ella tuvo la culpa. La tuvieron los dos. Me dejaron sola. ¡Sola! Y no pude defenderme. Son tal para cual. Son mis padres sólo de boquilla, para venir aquí a darme más trabajo, para interrumpir nuestra vida. Ya no los necesito.

Mi padre suavizó la voz.

—Cariño, no sé qué hacer para que dejes de obsesionarte. Tenemos que vivir. ¿Sabes lo que es eso? ¡Vivir!

Entonces mi madre se puso a llorar sonándose todo el rato con un pañuelo.

Llevaba la ropa de la calle. Un vestido suelto con tirantes, que le borraba las formas, unas sandalias con cuña y un colgante con una amatista que a mí me gustaba mucho de pequeña y que le llegaba más abajo del pecho.

—Creía que la había encontrado. Creía que ya la tenía —dijo, sentada en el borde del sofá y con el pañuelo entre las manos.

Mi padre estaba de pie. Meneó la cabeza, se sentía impotente.

—He estado en una casa vendiendo los cosméticos, convencida de que era la suya. Parecía una pista completamente fiable. Pero sólo había una mujer en una silla de ruedas. Le pregunté si había algún joven estudiando al que le pudiera interesar tomar algún complemento para la memoria y me dijo que no. Eché un vistazo alrededor y sólo vi muebles buenos y cuadros oscuros como de museo. No había fotos enmarcadas.

Mi padre de pronto cayó en la cuenta de que Ángel y yo estábamos allí y se la llevó a la cocina.

—Vas a enfermar —le dijo. Al día siguiente, en cuanto estuve sola, volví a abrir la cartera de cocodrilo. Si había habido algún avance en este asunto, lo habrían guardado aquí. Pero no había nada. Y no me atrevía a mirar en el bolso de mi madre porque era traspasar la línea del respeto.

El nombre de Laura estaba a punto de salir de mis labios cualquier día. Se me iba a escapar de un momento a otro. Ángel no metería la pata porque lo había oído como quien oye el vuelo de una mosca. Laura. Yo no sabía exactamente quién era, pero sí que era real y que de alguna manera vivía entre nosotros.

Capítulo 6

Laura, no puedes engañarme

Mi nuevo colegio se llamaba Santa Marta, y la directora, sor Esperanza. Era tan corpulenta y tenía tanta seguridad en sí misma y controlaba tan bien todo lo que la rodeaba que nos hacía sentir insignificantes. Su frase más repetida era que allí habíamos entrado para formarnos como mujeres. Lo buscaron entre mi abuela y Ana porque, por aquellos días, mamá estaba centrada en un curso intensivo de yoga y dijo que conocería a la directora y a las profesoras cuando pudiera ir a buscarme. Me impresionó mucho entrar el primer día porque el patio del recreo estaba protegido por muros de cinco metros. Tenía pinta de convento y pensé que en el futuro quizá yo fuese también monja.

Mi abuela siempre iba a buscarme en su Mercedes, mi madre algunas veces, pero cuando cumplí los dieciséis les dije que quería volver a casa en el autobús como todas mis compañeras. Aunque al principio a Lilí no le gustó la idea porque decía que perdería demasiado tiempo en el viaje en perjuicio del estudio, mi madre me echó un cable al decirle que si hasta ahora no había pasado nada, tampoco tenía por qué pasar en adelante. Aquella frase se me clavó en la memoria porque parecía decir más de lo que decía. Sobre todo porque era casi imposible que nos pasara algo. Las monjas que limpiaban y hacían la comida también nos cuidaban y controlaban al milímetro todo lo que ocurría en el colegio. En cierto modo, me parecía normal estar vigilada constantemente, llevar pegados a la nuca los ojos de las monjas y de Lilí. Llegué a pensar que Lilí era una espía de Dios y que sabía todo sobre mí, lo que hacía en cada momento, lo que pensaba, y que era imposible engañarla.

Capítulo 7

Un banana split para Verónica

Ana vino con
Gus
a casa antes de que llegara mi madre de trabajar. Se anunciaba con sus tres timbrazos cortos y secos. Nos traía un regalo de Tailandia, unos muñecos típicos. Le gustaba mucho viajar, irse lejos, tomar aviones. A mí me intimidaba que fuera una mujer de mundo y que hubiese conocido a tanta gente y tantas cosas porque eso nos convertía en unos paletos. Y, a veces, en el fondo de mi alma sentía miedo de que mi madre quisiera ser como ella y que no pudiese y se sintiera frustrada.

Le dije que podíamos hacer tiempo en el parque para que
Gus
correteara, y contestó que era una idea fantástica, maravillosa, poniéndose las manos en el pecho. Nunca regateaba elogios ni entusiasmo. Y esto era lo primero que había que aprender para ser como ella: no estar esperando que algo nos obnubilase ni nos acelerase el corazón para estar entusiasmados. Le quitó la correa a
Gus
, que empezó a correr como un loco, y se dirigió al quiosco de bebidas. Nunca nos habíamos sentado allí porque mis padres no eran caprichosos, no hacían lo que les apetecía en cada momento.

Elegimos helados a la carta, para mí un banana split. Yo iba con pantalón corto, y Ana, con un vestido de seda rojo abierto por los lados hasta medio muslo. Se pidió un gin-tonic, se encendió un cigarrillo, cruzó las piernas, sacó un bolígrafo del bolso, extendió unas postales en la mesa y se quedó mirando al cielo. Parecía todo muy alegre, la gente paseando arriba y abajo, las enormes bolas del helado de fresa, nata y chocolate con anisitos espolvoreados y una minisombrilla clavada encima. Me lo tomaba cogiendo con una cucharilla trozos pequeños mientras ella escribía, fumaba y bebía.

—¿Está bueno el helado? —dijo sin dejar de escribir.

Afirmé con la cabeza.

—¿Qué tal va el colegio?

Me encogí de hombros.

—Regular —dije—. No entiendo las matemáticas.

Se rió un poco.

—No eres la única. Cuando seas mayor las entenderás.

Y entonces me decidí y lo solté.

—¿Sabes quién es Laura?

Tiró el cigarrillo, debía de ser el tercero, y lo aplastó con su zapato plano de bailarina. Por primera vez me prestó verdadera atención.

—Una niña con melenita y un peto vaquero. Mi madre tiene su foto en la cartera de cocodrilo.

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