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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (27 page)

BOOK: Epidemia
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La base tembló de nuevo y cientos de voces reaccionaron por encima de él, gritándole al viento. Una pila de escombros se desmoronó cerca, enterrando a algunos de los muertos y a un hombre herido que se revolvió una vez antes de desaparecer. «¡No!», pensó Jia. Pero el hombre ya no estaba. Unas cuantas personas se estaban levantando en el interior del foso, pero la mayoría de los demás supervivientes parecían encontrarse en la destrozada planta superior. No podía contar con su ayuda inmediata.

—¿Bu? —gritó—. ¿¡Bu, me oyes!?

Por todas partes, las paredes derrumbadas formaban barreras y cúmulos inestables. Aquel otro hombre podía estar enterrado bajo cualquiera de ellos. Las voces suponían otro tipo de obstáculo, ya que le impedían oír.

—¡Bu! ¡Sargento Bu! —Su voz iba aumentando de volumen—. ¡Respóndame!

Más tarde, Jia descubriría que un par de ICBM Minuteman habían realizado una detonación a ambos lados de la extensión de Los Ángeles, lo cual había encerrado la ciudad entre sus fronteras noreste y sureste. Aunque la carga de esos misiles era sólo de un megatón cada uno (los estadounidenses habían intentado limitar el peligro de perjudicarse con la radiación a ellos mismos), esto superaba varias veces la fuerza de la primera bomba atómica utilizada en Hiroshima. Y lo que es peor, las dos ondas expansivas chocaron con la fuerza de un huracán.

Al mismo tiempo, otros misiles impactaron en Oahu y Hawái, las bases de operaciones de los rusos y los chinos. Los ataques también podían haber sido una señal, desplazando la devastación hacia el Pacífico, como una especie de finta hacia China. Mucho más cerca, más misiles detonaron en Santa Bárbara, Oceanside y San Diego. Los estadounidenses también destruyeron las tres grandes bases militares interiores que había en el desierto de Mojave, donde los chinos mantenían la mayor parte de su base aérea, pero no hubo ataques en la propia China continental. El lanzamiento estadounidense fue preciso. Posiblemente ya no tenían suficientes silos operativos para una respuesta mayor.

Pero de momento, Jia sólo conocía su pesadilla privada. Agarró un amasijo de restos con ambas manos, haciendo caso omiso de la punzada de dolor que sentía en el antebrazo. Había sangre en el polvo gris. Mucha sangre.

—¡Sargento! —gritó.

Encontró un pie desnudo. Estaba aplastado y doblado, pero aun así Jia sintió alivio. Todavía no pensaba con claridad, así que no se le ocurría cómo podría Bu haber perdido la bota, y mucho menos el calcetín. Aquella era otra persona, un hombre que habría estado durmiendo en los cuarteles superiores. Jia siguió avanzando. El suelo se había convertido en una extraña ruina con montículos. La mayoría de las dunas cedían bajo sus pies. Sus instintos le impulsaban a esquivar los bloques más grandes, pero se asomaba por ellos de todos modos, llamando al otro hombre.

—¡Bu! ¡Sargento Bu!

Encontró un cable suelto chisporroteando entre los escombros. Pasó sobre un montón de fantasmas formados por ropas vacías. Entonces dio un brinco cuando otro superviviente salió cojeando de entre el polvo de repente, como si uno de los fantasmas hubiese cobrado vida.

—¡Tú! —gritó Jia—. Ayúdame. Estamos buscando a un suboficial del Segundo Departamento en...

El hombre no respondió y se alejó, arrastrando los pies. ¿Es que estaba sordo? Tenía el pelo cubierto de sangre, de modo que Jia lo dejó marchar. Oyó gruñir a otra persona y siguió el sonido, abriéndose paso a través de un inmenso pedazo de cemento.

Bu Xiaowen estaba al otro lado. Cada respiración era una forzada escofina. A pesar de estar encorvado y cubierto de polvo, Jia reconoció la voz del otro hombre incluso en aquellas condiciones extremas. Corrió hacia él, tropezando una vez y golpeándose el brazo fracturado.

—Bu —dijo, sorprendido al ver cuánto les había separado el temblor. Ahora estaban juntos. Jia se notó despierto por fin. Sintió unas emociones intensas, y sinceras, al colocar su mano en la mejilla de Bu para comprobar las vías respiratorias de su amante. La boca de Bu parecía estar libre de gravilla y de dientes sueltos. Eso era bueno, pero era evidente que estaba gravemente herido.

—No puedo... —gruñó Bu—. No siento...

—No te muevas. Estoy aquí. No te muevas. Te sacaremos en cuanto podamos —dijo Jia, prometiendo algo que no tenía derecho a garantizar.

La garganta de Bu estaba magullada e hinchada. Tenía el brazo izquierdo retorcido y alejado del cuerpo como si fuera algo muerto. Jia pensó que debía de haber rodado hasta los escombros más cercanos, un amasijo de cemento y acero estriado. Una de las barras de acero le había perforado la pierna y la sangre había salido a chorros por entre el polvo.

Jia presionó su mano buena contra la pantorrilla herida. Dominando el dolor de su otro brazo, se quitó la cartuchera y la envolvió dos veces por debajo de la rodilla de Bu antes de abrocharla bien apretada. Después se giró y empezó a abrir la camisa de su amante.

—El techo... —gruñó Bu—. ¿Qué...?

—No hables. Respira. Escúchame. Sólo respira. Han atacado la base, pero todo irá bien.

La clavícula de Bu le había atravesado la piel. Seguramente tenía un pulmón perforado, tal vez por varias partes. Por eso no inspiraba con normalidad, y Jia no sabía si la respiración boca a boca ayudaría. «¿Qué hago?», pensó, cuando en realidad era una pregunta diferente la que necesitaba plantearse.

«¿Qué he hecho?»

Toda la seguridad de la noche anterior se transformó en culpabilidad. Había presionado mucho para atacar a los estadounidenses. Tal vez aquello no habría sucedido de no ser por él. Había otros hombres con ambición, pero sus circunstancias eran únicas. Tal vez otro oficial no se habría apresurado a demostrar su valía. ¿Y si hubieran esperado hasta que la plaga mental fuese todavía más virulenta? Es posible que los estadounidenses no hubiesen sobrevivido lo suficiente como para devolverles el ataque, y la guerra habría sido realmente unilateral.

Jia hizo una mueca de dolor a través de una máscara de lágrimas. Después se inclinó hacia el rostro aturdido y pálido de Bu. No quería que aquel beso fuese una despedida pero, sobre todo, no quería que Bu muriese sin volver a sentir su amor.

Aunque Bu seguía muy aturdido, sus labios se abrieron para recibir los de Jia. Compartieron aquel minúsculo instante de cariño. Entonces se escuchó el sonido de unas botas sobre los escombros y Jia apartó la cabeza de Bu.

Dongmei estaba al otro lado de las dunas grises. Su uniforme estaba más limpio que el de Jia o el de Bu, y portaba una cantimplora y una pequeña bolsa de suministros médicos. Era encantadora, como un ángel. Jia esperaba que se apresurase, pero mientras que sus anchas caderas estaban preparadas para continuar hacia delante, el resto de su cuerpo parecía inseguro. Se inclinó ligeramente hacia un lado como si estuviera a punto de darse la vuelta y salir corriendo.

Les estaba observando con la boca abierta.

Jia la miró, incapaz de creerse su mala suerte. Los cuarteles de las mujeres estaban lejos del sótano. Dongmei había escapado al bombardeo. De modo que o había descendido hasta el foso o había saltado para ayudar. Era una buena soldado. Posiblemente hubiese corrido hacia el peligro por iniciativa totalmente propia, sin esperar a que ningún oficial se lo ordenase.

Jia vio su única oportunidad al escuchar que otras personas gritaban por detrás de Dongmei. No había manera de hacerla callar sin correr el riesgo de ser descubierto, ni siquiera si usaba las manos en lugar de su pistola. Primero tendría que alcanzarla, y Dongmei se encontraba a treinta metros de distancia. Además, parecía que estaban llegando más soldados al foso en busca de supervivientes.

Necesitarían liderazgo, por lo que el papel de Jia sería ahora más fundamental que nunca, sobre todo si el centro de mando había desaparecido. La responsabilidad era para él más importante que cualquier otra cosa, de modo que se frotó los ojos y se secó la mejilla con la mano cubierta de mugre.

—No puede respirar —dijo Jia, fingiendo haber estado haciéndole a Bu el boca a boca—. Su cuello. Sus costillas.

—Yo... yo... —tartamudeó Dongmei.

—¿Tiene una bolsa y una máscara en el botiquín? También tiene un corte en la pierna. ¿Hay algún médico?

El miedo en el redondo rostro de Dongmei era cautivador, incluso pueril. Era la mirada de una mujer joven que se encontraba ante unos monstruos que jamás había imaginado que existieran. ¿Era posible que fuese tan inocente? ¿O estaba tan asustada porque le admiraba y no sabía cómo asimilar su homosexualidad?

—¡Teniente Cheng! —ladró—. ¿Hay algún médico?

Dongmei pareció reaccionar y volver en sí ante el familiar tono.

—No, señor —respondió—. Aquí abajo no. El capitán Ge nos envió a algunos a ayudar...

«Probablemente hayan enviado sólo a los más débiles —pensó Jia—. A las mujeres y a los heridos. Que los heridos se ocupen de los heridos.» Era cruel, pero aprobaba la medida. Si todavía había equipos operativos arriba, estarían tremendamente ocupados intentando responder a la ofensiva estadounidense.

¿Quién estaba al mando? ¿El general Zheng? ¿Cuántos oficiales habían muerto con el derrumbe de la base?

—Señor —gruñó Bu—. Señor, no puedo...

—Venga aquí —ordenó Jia a Dongmei, ahogando la voz de su amante. ¿Y si Bu Xiaowen decía algo inoportuno?—. Encárguese de él. Manténgalo estabilizado. Necesito ir arriba, pero jamás dejamos atrás a uno de los Héroes del Pueblo. Este hombre merece toda la ayuda que podamos prestarle.

Dongmei asintió, y a Jia le pareció ver una nueva incertidumbre en su expresión. Estaba empezando a dudar de lo que había visto, lo cual era bueno, pero no suficiente. No podía dejarla a solas con Bu.

Mientras ella se abría paso entre los escombros, Jia se agachó de nuevo hacia Bu. Había tomado una decisión. Siempre había habido dos personas en él, el soldado y el hombre, y era el soldado el que debía ganar sobre su yo secreto y más dulce.

—Te quiero —susurró.

Bu estaba confuso, aturdido a causa del dolor y del
shock
.

—¿Señor? —escofinó. Entonces sonrió—. Señor, no deberíamos...

Jia tapó con su mano buena la nariz y la boca de Bu, ocultando su acción lo mejor que pudo con su propio rostro para que Dongmei no se percatara. Bu se agarrotó bajo él. Estaba demasiado débil para luchar. Sus caderas se movían, pero las heridas de su pecho debían provocarle una agonía incluso peor que la asfixia. También intentó morderle. Jia le cerró la mandíbula aplastándole los labios. Inclinado cerca del rostro de Bu, Jia cerró los ojos para evitar la imagen de los ojos desorbitados de su amante.

Dongmei vaciló de nuevo a unos pocos pasos de ellos. Jia había olvidado fingir levantar la cabeza para tomar aire y exhalarlo en la boca de Bu. Tal vez ella también hubiese visto el rostro de Bu, cubierto de manchas rojas a causa de los capilares rotos.

Ya estaba hecho. Jia no se volvió a mirar al cuerpo mientras se levantaba. Temía echarse a llorar si lo hacía.

—Ha muerto —dijo, poniendo demasiado énfasis en sus palabras. Podría haber sonado como un comentario inocente, sino fuera porque ella acababa de verle cometer el asesinato.

—Yo... Sí, señor —dijo Dongmei. Su mirada era solemne y clara, pero ¿le temblaba la voz?

Jia no podía esperar, ni darle una oportunidad más adelante. Necesitaba confiar en Dongmei, de modo que dijo todo lo que se le ocurrió para demostrar sus aptitudes.

—Lo más importante ahora es reunir a todos de nuevo y asumir el mando. Necesitamos estar seguros de que estamos protegidos contra nuevos ataques, y nuestro equipo será clave para proseguir con los nanos. ¿Cómo has bajado hasta aquí? ¿Hay alguna escalera?

—Sí, señor. Hemos usado cuerdas, señor. Creo que he descendido por allí —respondió Dongmei, señalando a su derecha. Ahora no iba a enfrentarse a él.

Pero ¿acabaría ella traicionándole?

Jia la estranguló también. Se abalanzó sobre la joven, fingiendo grotescamente la intención de practicar el coito, poniendo sus piernas entre las de ella y levantando los brazos a través de las agitadas manos de Dongmei hasta su cuello, usando su peso para sujetarla contra los escombros. Era su amiga y una soldado magnífica, pero China le necesitaba a él. Era lo mejor que podía hacer por su patria. Era su deber.

Cuando hubo muerto, Jia inspeccionó las ruinas. Arrastró a Dongmei lejos de Bu y tiró juiciosamente de un trozo de barra de acero estriado, lo que provocó una avalancha sobre su rostro y su torso. Si le realizasen una autopsia, las magulladuras del cuello resultarían obvias, pero Jia sabía que los supervivientes estaban demasiado ocupados como para dedicarle tiempo a la investigación criminal.

Después se alejó. Y cuando encontró, a través del polvo y la carnicería, el camino hasta los equipos de rescate, nadie cuestionó el sangriento corte que la soldado le había abierto en la frente ni la furiosa ira que reflejaban sus ojos. Le ayudaron a subir por una escalera de cuerda hasta la segunda planta. Dos médicos intentaron evaluar sus heridas, dejando de atender a soldados con heridas mucho peores, pero Jia los rechazó.

—Atiendan a nuestros héroes —dijo.

—¡Coronel! —gritó un hombre—. ¡Coronel! —Era un teniente de las Fuerzas Aéreas al que Jia reconocía, aunque no recordaba su nombre.

—¿Cuál es el parte? —dijo Jia.

—¡El número de bajas es sobrecogedor, señor! ¡La mayor parte de la base ha desaparecido! ¡No consigo contactar con nadie por radio y el capitán Ge dice que parece que la ciudad entera ha sido destruida!

El joven estaba histérico, pero su reacción sólo parecía aumentar la serenidad de Jia.

—¿Dónde están los generales Zheng y Shui? —preguntó.

—¡No lo sé, señor! ¡Usted es el oficial de mayor rango que he encontrado! Hemos tratado de organizar nuestras acciones de rescate...

—Han hecho bien, pero necesitamos restablecer las comunicaciones tanto internas como con el resto del continente. Necesito saber hasta qué punto nos han perjudicado y con qué recursos contamos. Sobre todo en lo relativo a las Fuerzas Aéreas, teniente. —Jia le dio unas palmaditas paternales en el brazo y vio su propia firmeza reflejada en la expresión del teniente, que era de firmeza y gratitud. Se alegró en medio de toda la rabia que sentía.

Jia Yuanjun atacaría a los estadounidenses con todo lo que quedase a su disposición.

17

Cam ya no estaba seguro de adónde ir, pero su principal prioridad no había cambiado. Proteger a Ruth. Sobrevivir. Llevó a las mujeres al este, hacia un angosto valle, porque quería salir del campo visual de más estallidos nucleares. También necesitaban alejarse del viento, aunque en el fondo lo agradecía. La brisa estaba cargada de nanos, pero también evitaba que las altísimas nubes negras que había al este cayeran sobre ellos en forma de polvo radiactivo. Sus puntos de referencia más distantes ya habían desaparecido y sus blancos picos nevados habían sido absorbidos por la tormenta.

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