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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (33 page)

BOOK: Epidemia
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No sucedió nada. El hombre estaba bien.

—¿Qué demonios son esas cosas? —preguntó Foshtomi, refiriéndose a los detectores de humo. Su tono era sarcástico, ya que quería rebajar la tensión.

Ruth intentó reírse por ella, pero sólo consiguió emitir un sonido débil y distraído. Todo lo que hacía parecía forzado, una mezcla de pérdida de control y de mantenerse fuertemente contenida.

Descontaminaron al general Walls y después a la mujer vestida de civil. Meter a los comandos en los vehículos fue más complicado. El grupo de Foshtomi tuvo que abrir todos los Humvees y los camiones bien para dejar salir a los voluntarios o para dejar entrar a los comandos. Consiguieron hacerlo en fases, poniendo en riesgo sólo un vehículo a la vez. Ruth esperaba que Deborah acabase en el Dos con ella, pero Walls la envió al Cinco.

Después le llegó el turno de salir a Ruth. Era incapaz de detener el proceso, pero se sintió avergonzada de nuevo mientras se ponía el traje. Walls había decidido arriesgarse a infectarse para salvarla. ¿Qué iba a decirle?

«No volveré a fallarte —pensó—. Encontraré un modo. Lo juro.»

Una vez vestida, les habló sobre Kendra Freedman y el mensaje en la nanotecnología, pero Walls se limitó a negar con la cabeza.

—No sé si podemos hacer algo al respecto ahora mismo —dijo.

—¡Freedman podría detener la plaga!

—Ya hablaremos de eso. Tenemos que ponernos en marcha.

La sargento Huff y tres hombres se quedaron atrás con la Expedición Ford para conducir hacia el Norte, donde la agente Rezac había situado el avión siniestrado. Ruth se preguntó qué posibilidades tenían. Walls debería haber enviado una fuerza mayor, pero Huff esperaba recorrer la mayor parte del camino a pie por los barrancos en los que había caído el IL-76, y Walls no podía permitirse prescindir de más de sus ya pocas botellas de oxígeno.

El teniente Pritchard era el comando que ocupó el asiento vacío de Huff en el Humvee de Foshtomi, probablemente porque Walls quería asegurarse de que controlaba el vehículo. Foshtomi se había enfrentado a él en una ocasión, aunque sólo ligeramente, y Walls debía de recordar que Ruth les había traicionado anteriormente. Pritchard era su refuerzo allí.

Al igual que Walls, Pritchard había cedido su traje. Ruth era la única en el vehículo que estaba sentada incómodamente, intentando dejar espacio para las botellas de oxígeno, aislada de todos los demás.

Las cenizas ascendían en remolinos por la carretera conforme avanzaban. A Ruth se le permitió contactar con Deborah para preguntarle sobre su equipo, que era bueno, y sobre el progreso que había hecho, que era ninguno. La otra mujer, Emma, era sólo otra oficial médico como Deborah. Ninguna de las dos sabía nada sobre nanotecnología. La breve conversación había descorazonado a Ruth. Terminaron en dos minutos y no se les concedió ni un momento para intercambiar palabras más personales. Walls exigió silencio radiofónico. Ruth se volvió hacia Pritchard.

—¿Cómo habéis descontaminado estos trajes? —preguntó, usando cualquier excusa para distraerse. Estaba malgastando demasiada energía en recriminaciones y sentimientos de culpa. Necesitaba oír que podían mantener a sus amigos a salvo—. ¿Cuánta radiación estabais recibiendo?

—Ninguna —respondió Pritchard—. Unos miliremos.

—Entonces la manta no sirve a cierta distancia.

—A cinco u ocho centímetros. Puede que a diez.

—Pensaba que habíamos progresado más con las CA —dijo Ruth, pero Pritchard se limitó a gruñir.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Cam.

—De las contramedidas ambientales. Durante el año de la plaga, intentamos todo lo que se nos ocurrió para detener la nanotecnología, incluidos los emisores beta como el cobalto-60. —Al ver que seguía confundido, aclaró—: Material radiactivo. La idea era poder llevar un CA encima como una baliza. Todo el que se encontrase a cierta distancia estaría seguro.

—Excepto por la radiación —dijo Cam.

—Bueno. —Ruth vaciló. La enfermedad por radiación se había convertido en un problema mucho menor después de que los equipos científicos de Leadville hubiesen desarrollado la vacuna de refuerzo nanotecnológica, que proporcionaba un bajo y constante grado de protección. Los refuerzos les ayudarían contra la lluvia radiactiva, y Ruth se preguntaba si tendría sentido probar con una fuente radiactiva superior—. Incluso una dosis media sería mejor que morir directamente o perder la cabeza —respondió.

Cam asintió.

—¿Cómo funciona esa manta?

—Los detectores de humo contienen en su interior un poco de americio-241 —explicó Pritchard, mirando hacia fuera mientras pasaban por otro campamento de infectados—. Emite partículas alfa en una cámara de ionización. Si se obstruye con el humo, el flujo alfa desciende y la alarma se activa. El complejo número tres estaba lleno. Al quitarle la carcasa protectora, se obtiene un pequeño foco de radiación.

—¿Por qué no nos lo contaron? ¿Ruth? ¿Por qué no nos lo dijiste? Podríamos habernos hecho con un montón de cacharros de éstos.

—No lo sabía.

—No me mientas.

—Cam, trabajábamos con CA a gran escala. No sabía cómo funcionaban los detectores de humo hasta que nos lo ha explicado Pritchard. —«Y ahora es demasiado tarde —pensó—. ¿Cuántas reservas se quedaron sin utilizar porque estábamos demasiado ocupados cultivando alimentos o discutiendo sobre política con nosotros mismos?»

—¿A qué te refieres con eso de «a gran escala»? —preguntó Foshtomi—. ¿A más bombas?

—Sí. Pero ¿qué sentido tiene? También hablábamos de crear enormes áreas esterilizadas con residuos nucleares, pero nadie podía vivir allí. Se probó en partes de Denver y Phoenix para proporcionarles más tiempo a los esfuerzos de recolecta de materiales, pero vimos que sólo estábamos perdiendo gente y suministros de otra manera.

—Entonces la lluvia radiactiva es algo positivo a ese respecto —dijo Foshtomi—. Podría perjudicar a la plaga.

—Sí. Ése es el único motivo por el que solíamos estar a salvo en las montañas. La atmósfera es menos densa, de modo que hay más rayos ultravioleta. El hecho de que haya una gran cantidad de ultravioleta perjudica a los nanos.

—La plaga de máquinas se autodestruía a cierta altitud —dijo Cam.

Todavía estaba enfadado, de modo que el tono de Ruth era cauto.

—Eso es lo que pasaba por encima de la barrera —dijo Ruth—, pero a veces ganábamos espacio extra porque los nanobots son terriblemente delicados. Se queman con facilidad.

A la gente se le olvidaba que la nanotecnología era artificial, mientras que los seres vivos eran el resultado de dos mil millones de años de evolución y que habían aprendido maneras de sanar que los nanobots no podían imitar. Todavía no. No tardarían mucho en pasar de las existentes claves de duplicación a las de los mecanismos de autorreparación. Sólo había que desarrollar otro programa, aunque ralentizaría ambas plagas y vacunas. La nanotecnología autorreparadora sería más perdurable, pero menos volátil. Por eso todavía no la habían creado, lo cual era una suerte. De otro modo, un CA podría no funcionar en absoluto.

—Se puede acabar con los virus con unos pocos centenares de impactos radiactivos —explicó Ruth—. Probablemente los nanobots se desactivan sólo con cinco o diez. Imagina un reloj resistente que recibe el disparo de una docena de pistolas de aire comprimido. Algo en su interior se rompería.

—Entonces deberíamos conducir cuesta arriba de nuevo —dijo Cam—. No cuesta abajo.

—Con el humo es como si fuera de noche —dijo Foshtomi—. No nos llegan los rayos ultravioleta.

—Pero se despejará. Podríamos...

—Parad —dijo Pritchard—. Nadie os ha preguntado. El general Walls sabe adónde va.

—¿Ruth?

—Veamos qué es lo que han planeado —dijo—. ¿De acuerdo? Si conseguimos la nueva vacuna, será mil veces mejor que esperar a que haya suficiente sol mañana.

Cam asintió, pero su silencio la inquietó. A Pritchard también. El teniente de las Fuerzas Armadas estadounidenses se volvió en su asiento y dijo:

—¿Estás conmigo en esto, Najarro? Cumplimos órdenes.

—Sí, señor —respondió Cam.

Ruth le habría tocado la pierna si no llevara puesto el traje, porque no era justo que ella estuviese a salvo y él no. Quería quitárselo porque quería compartir su destino, pero sabía que hacerlo sería un acto estúpido e irrespetuoso. Todo el mundo había sacrificado demasiado como para que ahora ella rechazara la escasa y temporal suerte de su traje.

Entonces su frustración se volvió más sombría. Un escalofrío recorrió su espalda como un lento dedo, y Ruth intentó desviar la premonición inclinando la cabeza dentro del casco para rezar. «Por favor, Señor, no», pensó.

Había recordado el sueño en el que perdía a Cam. ¿Sería un mal presagio? Ruth no creía que una fuerza superior estuviese de su lado. Nadie era seleccionado para la gloria o la salvación. Eso era obvio. Sus pérdidas eran terribles. Así como sus errores. Definitivamente no había ningún Zeus grande y blanco en el cielo que les favoreciera a ellos frente a todos los demás. Pensar lo contrario era simplista e incluso estúpido. Cada uno era responsable de lo que era: héroes, villanos, espectadores, piezas clave; por mucho que se vieran influenciados por todo lo que les rodeaba. El mundo fluía constantemente. Era el destino. Ruth tenía una fe absoluta en las leyes de la probabilidad, y cada paso que daba era como una promesa que la llevaba en una y otra dirección. Sabía que a menudo su subconsciente captaba cosas antes que su mente despierta. ¿Había algún patrón que debería haber visto? ¿O era simplemente que sabía que en una mala circunstancia Cam daría su vida por salvar la de ella?

Tenía que estar preparada para detenerle.

20

Su convoy disminuyó la velocidad de repente al llegar a una curva de la autopista. Ruth alzó la vista, imaginando que habría algún tipo de problema. Habían llegado al depósito y sus cuatro vehículos se dividieron en parejas para cubrir la carretera desde ambas direcciones.

El depósito era más grande de lo que esperaba. Una parte de la pequeña base estaba recién construida, pero los nuevos búnkers achaparrados y las verjas habían absorbido también dos almacenes de aluminio verde preexistentes. Estaban viejos y desgastados por las inclemencias meteorológicas. El cartel de la empresa había sido eliminado de la fachada frontal de uno de los almacenes, dejando un cuadrado menos descolorido donde éste había protegido el metal durante años. Las pocas áreas abiertas dentro de la valla estaban repletas de camiones, un tanque Abrams y varios tráilers y autocaravanas, que los soldados habrían utilizado como oficinas o viviendas. La mayoría de los vehículos seguían aparcados en filas ordenadas. Por lo demás, el depósito era un desastre.

Desde el punto de vista de Ruth, era como si la plaga mental hubiese sorteado a unas cuantas personas dentro de los tráilers. Después, éstas habrían sido atacadas por el resto. En muchas partes, las ventanas habían estallado a causa de los disparos. Dos de las autocaravanas estaban quemadas. Al menos cinco cuerpos yacían desparramados sobre el asfalto, algunos de ellos carbonizados.

—Aquí Bornmann —dijo la radio—. Mantened vuestras posiciones, pero avisad si veis a alguien. Corto.

Algunos de los infectados seguirían vivos. ¿Dónde estaban escondidos? ¿O habrían atravesado la alambrada y se habrían marchado? Ruth recorrió la valla con la mirada, pero no encontró ningún agujero.

—Tienes que detener a tu general —le dijo a Pritchard—. Podemos hacerlo mejor.

—No te preocupes.

—¡Mira esto! Este lugar está plagado de nanos y todo está quemado. Podemos hacerlo mejor. Incluso una casa normal...

—Hay un avión dentro.

—¿Qué? ¿Que hay un avión dónde?

—No pensábamos quedarnos aquí —dijo Pritchard—. Relájate. Sabemos lo que estamos haciendo.

Ruth frunció el ceño por debajo del casco. Después la radio cobró vida de nuevo.

—Aquí Bornmann. Vamos a salir. Dirigíos a nosotros a través del traje de Reece si veis algo. Corto.

El general Walls había situado a todos sus hombres con traje en la parte de atrás del camión del ejército con la manta. Aquella decisión le permitía abandonar el primer Humvee solo, sin tener que sacar ni meter a nadie. Los soldados protegidos podían saltar del camión cubierto libremente. Ellos eran sus mejores efectivos, incluso aunque uno de ellos fuera Deborah en lugar de cualquier otro comando. Sin embargo, sólo cuatro personas con traje abandonaron el camión, corriendo rápidamente hacia la verja.

—¿Sabes cómo usar el auricular? —preguntó Pritchard, señalando el casco de Ruth.

—Sí.

—Dedícate a escuchar, ¿de acuerdo? No digas nada.

Ruth se llevó la mano torpemente al cinturón de control de su cadera y Cam expresó el mismo problema que la había tenido preocupada a ella.

—No veo ningún avión ni ningún sitio donde despegar.

—Era una operación secreta —explicó Pritchard—. Hemos intentado prepararnos al máximo para este tipo de cosas. Hay aviones escondidos por todas las Rocosas.

—¿Te refieres al almacén? ¿Y la pista de despegue?

—Es un Osprey V-22. De despegue y aterrizaje vertical. ¿Qué estás oyendo, Goldman?

—No dicen nada.

—¿Adónde vamos? —preguntó Cam.

—A Albuquerque. La última vez que tuvimos noticias todavía estaban bien. Rezac está intentando confirmarlo. Ahora silencio. Vigila la parte de atrás si puedes.

Pasaron un mal trago cuando los reactores chinos rugieron en el aire sobrevolándolos, invisibles tras la bruma; sin embargo, los cazas siguieron su camino. El equipo de Bornmann cortó la alambrada y entró a toda velocidad en el complejo. Ruth apenas podía verles al otro lado de la autopista. El almacén tenía unas inmensas persianas, pero las dejaron cerradas y entraron por una puerta de acceso normal.

—Tenemos las alas —dijo Bornmann a través de la radio de su traje. Deborah transmitió su mensaje al resto de vehículos, pero Ruth ya se lo había comunicado al grupo, lo que había provocado un pequeño entusiasmo dentro de su Humvee.

Entonces empezó el verdadero trabajo. El equipo de Bornmann tenía que asumir que el interior del almacén estaba también invadido por la plaga, aunque no había signos de caos. Antes de dejar que Bornmann entrase para iniciar los preparativos previos al vuelo, descontaminaron una buena parte del fuselaje. También le dieron la vuelta a la manta en el aire lo mejor que pudieron. Mientras tanto, Walls le pidió a Ruth que se encargase ella de transmitir la información al resto de vehículos a través de la radio. Ella aceptó, a pesar de que aquello significaba que Deborah sería enviada al depósito con su amiga, Emma Kincaid. Necesitaban ayuda extra.

BOOK: Epidemia
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