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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (43 page)

BOOK: Epidemia
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El silencio se apoderó del cuartel en el momento en que Jia recibió a Qin en la puerta. Pero se disipó de nuevo con las ajetreadas voces, aunque todo el mundo fue consciente del cambio. Parecía que los recién llegados hubiesen salido directamente de la China continental, limpios y aseados, lo que resaltaba todavía más su autoridad. Habían estado protegidos mientras todos los demás en California ardían.

—¿Dónde está vuestro personal del SATCOM? —inquirió Qin.

—Aquí, señor —señaló Jia.

—Estos oficiales están ahora al mando —dijo Qin al tiempo que sus dos subordinados, un comandante y un teniente, se dirigían al cuartel. Ambos portaban un maletín. El comandante también llevaba su propio ordenador portátil.

Jia sintió un ramalazo de resentimiento. «Lo hemos hecho bien», pensó.

—Hay algún lugar donde podamos hablar tranquilamente —dijo Qin, dándole a sus palabras un tono de orden, y no de pregunta.

—Sí, señor. Permítame que deje instrucciones...

—Mis oficiales están al mando —dijo Qin.

—Sí, señor. Por aquí, señor. —Jia ni siquiera se volvió a mirar la sala para hacerles señales a los dos supervivientes de su equipo de mando, Yi y Renshu. Salió del cuartel con el primero de los guardaespaldas de Qin pegado a la espalda. Caminaba a paso ligero. Para Jia era importante que sus soldados no oyeran cómo le disparaban, y Qin no le concedería más piedad o más ceremonia que la que él mismo había tenido con Dongmei.

El pasillo estaba lleno de hollín y de escombros, abierto a la noche en uno de sus extremos. Cada respiración sabía a fracaso. Después el general salió del cuartel con un segundo guardaespaldas. Tal vez el alivio de Jia fuese infundado (¿iban a arrestarle?), pero no pudo reprimir una sensación de victoria, lo cual le hizo sentir resentimiento de nuevo. Les odiaba por hacerle sentir miedo.

La puerta se cerró y les dejó en la oscuridad. Uno de los guardaespaldas de Qin encendió una linterna. Por arriba, Jia oía los gritos de sus ingenieros y de las decenas de soldados forzados a actuar como peones. Habían estado trabajando todo el día para asegurar la base y continuarían toda la noche. Se sentía orgulloso de ellos.

Jia guió a Qin y a sus guardaespaldas a través de dos puertas. La segunda estaba bloqueada por un bloque de cemento y de acero estriado. Una insignificante gravilla cubría el suelo, difícil de ver con la ceniza. Qin avanzó elegantemente ante el rayo de luz que salía de la mano de su guardaespaldas. No obstante, Jia vio una ocasión para mostrar respeto.

—Cuidado con el suelo, señor —dijo.

La tercera puerta daba a una sala de suministros que había permanecido cerrada hasta que la pared se había combado con los temblores, lo cual había roto la puerta y su marco. De lo contrario, Jia la habría abierto a la fuerza. Nadie había recuperado las llaves, pero las cajas de zumo para los niños y la comida enlatada que se almacenaban en su interior era lo único que había sustentado a sus soldados desde la salida del sol.

Jia se hizo a un lado en la entrada y le dio al interruptor para iluminar el cemento vacío. No quedaba nada más que un envoltorio azul chillón con la imagen de un sonriente perro rojo. Jia miró el cartón. ¿Compartiría su tumba?

«No», se dio cuenta entonces. Ni siquiera le estaban mirando a él.

—Señor, esto no me gusta —dijo el guardaespaldas, dirigiendo su linterna hacia el exterior del marco de la puerta.

—Unas cuantas grietas en la pared no son precisamente el mayor riesgo al que nos hayamos enfrentado hoy —respondió Qin—. Salid. Proteged el pasillo. Sólo serán unos minutos.

«¿Qué es lo que quiere?»

Jia observó a Qin mientras este último entraba en la habitación solo. Ni siquiera se había molestado en confiscar el arma de Jia, lo que decía mucho sobre su poder y su dureza. Era evidente que Qin conocía el expediente de Jia en el MSE. Esperaba obediencia y eso es lo que le daría. Sólo le habría gustado dar la imagen adecuada. Volvía a ser consciente de la sangre y la suciedad de su uniforme, aunque también se regodeaba con ello. No había tenido tiempo de conseguir ropa nueva. Y probablemente no había ropa nueva en ninguna parte, y desde luego no para todo el mundo, y a Jia no le interesaba sentirse más cómodo si sus soldados no podían compartir la misma mejoría. Su andrajoso uniforme definía bien su propia conducta.

Estaba presionando a sus hombres más que nunca. Habían tardado horas en establecer un nuevo centro de mando y retomar el contacto con las pocas estaciones de radar que quedaban al sur de California. Durante todo ese tiempo permanecieron indefensos, sin nadie que controlara y patrullara sus fronteras. La mayoría de los aviones que habían sobrevivido habían estado regresando desde territorio enemigo, diseminados por toda Norteamérica. Unas cuantas aeronaves seguían estacionadas en diversos lugares de California, pero con el holocausto habían perdido su rastro, o a sus pilotos, o a su personal de tierra.

La base de Jia fue una de las primeras en volver a conectarse. De hecho, hasta primera hora de la tarde, él había sido el oficial superior a cargo del Ejército Popular de Liberación. La radio funcionaba de manera intermitente. Las líneas se habían cortado completamente. Consiguió formar una especie de infantería y varias unidades blindadas en una docena de emplazamientos, pero ¿para qué? Ninguna de ellas podía contactar con las demás, y tampoco habrían servido de nada contra los cazas enemigos.

Era aún más crucial vigilar los lanzamientos de misiles, tanto los propios de China como otro posible ataque estadounidense. Necesitaba estar al corriente. Pero no conseguía reconectar con sus satélites. Su primera orden útil había sido redirigir sus aviones hacia territorio ruso, donde podrían utilizar los aeródromos. Esta decisión le pareció todavía más previsora cuando se enteró de que una segunda ola de misiles ICBM había destruido Montana y las Dakotas, acabando con los últimos silos de los estadounidenses. Había protegido su fuerza aérea, que de otro modo habría sufrido más bajas con los ataques de los misiles. Después restableció las patrullas sobre California.

Hubo dos contraataques. Tres F/A-18 partieron desde Flagstaff y derribaron cinco cazas chinos antes de caer ellos mismos. Un único Osprey V-22 despegó en Colorado y, usando códigos chinos, había logrado adentrarse en California antes de ser derribado también. También hubo varios aviones estadounidenses que se dirigían a la costa Este o al extranjero. Fueron perseguidos y aniquilados. Tal vez unos pocos habían logrado escapar.

La batalla estaba ganada, pero el coste había sido demasiado elevado. Jia era el justo culpable, no una cabeza de turco, y el honor exigía que los hombres que habían iniciado la guerra se hiciesen responsables de sus pérdidas. Qin asumiría el mando de aquella base, eso era obvio.

«Me alegro de haber servido», pensó Jia mientras sacaba su arma y se la entregaba a Qin con la culata hacia él al tiempo que inclinaba la cabeza a modo de reverencia.

—Hace veinte minutos nuestros laboratorios nanotecnológicos no han fichado a la hora prevista —dijo Qin para su sorpresa.

—¿Sí, señor?

—Puede que su radio no funcione —dijo Qin—. O que sus edificios hayan sido destruidos por una réplica. O puede que se trate de un problema mayor. Necesitamos estar seguros.

«Podría haber nanotecnología armamentística escapando del emplazamiento», pensó Jia, completando los temores que Qin había dejado sin mencionar.

—Había considerado desviar mi helicóptero hacia la zona —dijo Qin—, pero mi misión aquí es fundamental y sólo éramos siete hombres con el piloto incluido. Tengo entendido que cuenta con un segundo helicóptero en esta base, ¿no es así?

—Sí, señor.

Antes del año de la plaga, el ELP había iniciado una nueva e importante iniciativa de aumentar su flota de helicópteros. Aun así, seguían estando muy por detrás de otros ejércitos más modernos. Sólo consiguieron hacerse con un puñado de Z-9 y de Z-10 de la fuerza invasora y no tenían suficientes pilotos como para aprovechar todos los helicópteros que habían ganado en la guerra. Un helicóptero con tripulación y que funcionase era inestimable, pero aquella misma mañana Jia había ordenado que una de las pocas aeronaves de la región volase hasta allí con la esperanza de rescatar más elementos electrónicos de otras bases. Habían tenido poco éxito, pero al parecer aquélla también había sido una decisión predestinada, de modo que se arriesgó a hacer una pregunta.

—¿Se encuentran cerca los laboratorios nanotecnológicos?

—Están a menos de una hora de esta base, en San Bernadino, contra las montañas —dijo Qin.

Aquella información se le había ocultado a Jia. Sólo había visto informes del progreso de los científicos, pero entendía por qué había estado más cerca del programa de lo que había pensado. Había habido protocolos de cuarentena en caso de catástrofe. Él estaba dentro de aquellas fronteras. Antes de que los misiles cayeran habría podido contactar con los laboratorios de haber sido necesario.

—Es posible que bombardeemos el lugar —dijo Qin—. Antes quiero que dirija un equipo de ataque a los laboratorios. Asegure nuestra investigación y a nuestro personal allí también. Vuelva a demostrar su valía. Algunos quieren despojarle de su cargo, pero usted es esencial para el MSE y nosotros siempre cuidamos de los nuestros.

Su pulso se aceleró al escuchar la inflexión en las palabras de Qin. «Nosotros.» Jia había tenido una extraña sensación desde que se habían conocido, pero había estado demasiado preocupado como para darse cuenta. Ahora aquel hombre le había rozado el dorso de la mano con la punta de los dedos. Fue un gesto efímero. Ya no le tocaba, pero tenía una luz atenta en los ojos, y ningún oficial chino habría tocado a otro de ese modo en una conversación normal.

Qin Cho también era homosexual.

Aquella certeza fue como si se le abriese el cielo a través de las cenizas. «Conoce mi secreto —pensó—. ¡Y lo comparte!» Después, más sorprendido todavía, pensó: «Podría tenerme si quisiera. Soy suyo. Y él mío.»

El pulso de Jia se aceleró todavía más. Qin no estaba mal. Su autoridad y la experiencia que reflejaban sus ojos compensaban con creces su exceso de peso y la vejez de su cuerpo. El peligro era una sensación de emoción prohibida. Jia no podía ni imaginar el momento o el lugar para compartir cama con aquel hombre, pero la idea era extraordinaria.

Llevaba mucho tiempo preocupado pensando que sus superiores hubiesen descubierto su sexualidad y que estuviesen dispuestos a usarla en su contra. ¿Y si su plan era todavía más rebuscado de lo que creía? Si sus ataques fallaban, podían utilizar su desviación para condenarle, pero si tenía éxito, se asegurarían de que el oficial al mando fuese uno de ellos.

«¡Hay más de nosotros en la sombra!», pensó Jia. Al menos quería creer que Qin no era el único como él, porque apenas podía contener su emoción.

¿Invalidaba su condición sus otras lealtades? Probablemente no. Pero podría crear un subbloque de poder fantasma dentro del MSE. Los elementos más militaristas del MSE ocupaban los cargos de mayor autoridad. Unos cuantos hombres en posiciones clave podrían influir en el destino de la nación, y a los homosexuales les movería una profunda motivación personal para ascender, aparte de los grandes objetivos de China. También tenían menos probabilidades de verse limitados por las preocupaciones de sus esposas o sus hijos. ¿Y si su vergüenza y su orgullo eran los verdaderos responsables de la agresión que había llevado a la guerra? ¿O a desarrollar la propia plaga mental? ¿Podían esperar utilizar la nanotecnología para reprogramarse a ellos mismos y convertirse en hombres heterosexuales algún día? ¿Sería posible hacerlo?

Si se había denunciado a Jia cuando era joven, aquella información debía de haber sido interceptada y suprimida por alguien que siempre estaba buscando más reclutas. Eso significaría que habían estado observándole. Jia no sabía hasta qué nivel de la escala de mando habría llegado. Qin ya era general antes incluso de que cayesen los misiles y no se habría desplazado en persona hasta la zona en cuarentena si fuese el cargo superviviente más alto de su hermandad.

Jia ansiaba tener más poder. Reconocimiento. Aceptación. Incluso aunque fuese en secreto, la idea de ser bien recibido por personas que compartían su mismo estigma era irresistible.

«Así es como me seduce», pensó Jia. Serían como amantes. Si se daban literalmente placer el uno al otro o no, era casi incuestionable. Era la detestable verdad la que les unía.

—Será un honor, señor —respondió Jia—. Gracias, señor.

—Entonces ¿lo entiendes?

—Creo que sí, señor. Sí, señor.

Qin había estado examinando el rostro de Jia mientras iba asimilando todo aquello, observando cada desconcierto y emoción perceptibles. «Él debió de sentir lo mismo cuando ellos se acercaron a él», pensó. ¿Cuánto tiempo haría que existía aquel concilio? ¿Años? La idea hizo que la cabeza le diera vueltas. Se sentía como si se encontrase en una escalera sobre una inmensa fosa. Un paso en falso le llevaría a la muerte, pero también tenía una estimulante sensación de cercanía. Tal vez algún día él estaría por encima de otro hombre, ayudándole también.

Jia sonrió, pero el rostro del otro hombre se oscureció como si le rechazara. ¿Había pensado que era una sonrisa insinuante? ¿Una treta?

«¿Lo he hecho con esa intención?», se preguntó Jia.

—Ya sabes que ha entrado un vuelo estadounidense en California hace cuatro horas —dijo Qin.

—Sí, señor. Lo derribamos, señor.

—Estaban usando códigos del Segundo Departamento. La coincidencia en el tiempo parece sospechosa. El destacamento que protege los laboratorios no es insignificante. Un pelotón completo de Tigres Negros residía con los equipos científicos. También estaban equipados con dos helicópteros propios. Si sus radios han fallado, ¿por qué no han enviado esos helicópteros para solicitar ayuda?

—El avión estadounidense fue destruido, señor.

—¿Y si había más? ¿Podrían los estadounidenses haber traspasado vuestras líneas con otra aeronave?

—Sí, señor. —Jia tenía ahora una postura formal. Se había dado cuenta de su error. En su relación con Bu Xiaowen se había visto en el mismo dilema, que era precisamente la razón por la que la homosexualidad era ilegal en el ELP. El favoritismo era una debilidad, así como la sumisión forzada y el resentimiento que podía surgir de las violaciones. Si el concilio estaba tan bien afianzado como Jia esperaba, debían de ser incluso más estrictos a la hora de exigir una política de no intervención entre ellos. Era una ley esquizofrénica pero vital, negar su propia naturaleza. ¿Había excepciones? ¿Relaciones encubiertas? Debía de haberlas. Pero ¿cuál sería el castigo?

BOOK: Epidemia
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