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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes

BOOK: Espada de reyes
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Thorbadin es el reino de los Enanos de las Montañas y éstos, tal como indica su nombre, viven en el interior de un risco. Están dividos en clanes, cada uno gobernado por un thane, lo que da lugar a frecuentes rencillas y conflictos entre las diferentes facciones. Por otra parte, el hecho de vivir aislados del mundo exterior los ha convertido en seres egoístas que se desentienden de un suceso muy grave que está ocurriendo en el mundo de los humanos: la Guerra de la Lanza.

Nancy V. Berberick

Espada de reyes

Héroes de la Dragonlance - 2

ePUB v1.2

OZN
30.05.12

Título original:
Stormblade

Nancy V. Berberick, enero de 1988.

Traducción: Marta Pérez

Ilustraciones: Duane O. Myer

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

PREÁMBULO

Nota de Astinus

Los historiadores llaman «de la Guerra de la Lanza» al período comprendido entre los años 348 y 352 d.C. Esta denominación se ha popularizado entre las razas que habitan Krynn.

Hubo un tiempo en el que los dioses guerrearon entre ellos, en que el Bien se opuso al Mal. Takhisis cedió sus dragones, oscuras criaturas de muerte y de fuego, a sus esbirros de mayor confianza, e impuso a estos últimos el apelativo de Señores de los Dragones. Paladine y Mishakal, por su parte, concedieron su ayuda a quienes luchaban contra los ejércitos de la Reina de las Tinieblas y contra ella misma. Paladine viajó una temporada junto al kender Tasslehoff Burrfoot y sus compañeros, quienes lo conocían como Fizban. Mishakal puso su erudición y conocimientos de las más ancestrales tradiciones en manos de una amiga del citado kender, una princesa de las tribus bárbaras de las Llanuras que aprendió el significado de la fe y la restituyó a cuantos pobladores de Krynn quisieron escucharla.

Son todos éstos los acontecimientos más señalados del conflicto. Otros, en cambio, han merecido tan sólo una línea de tinta en las Crónicas.

Una de estas líneas intriga sobremanera a los estudiosos del tema. Es la que figura en el tomo dedicado al año 348 d.C: «Nordmaar cae en poder de las hordas de la malignidad. Los enanos de Thorbardin fraguan una Espada Real y la bautizan con el nombre de Vulcania».

Sólo en otro párrafo, datado dos años más tarde, se hace referencia al misterioso acero: «Los esclavos de Verminaard escapan de sus minas de Pax Tharkas, rescatados por un grupo de aventureros entre los que destacan el kender Tasslehoff Burrfoot y el mago Fizban. Se localiza una Espada Real».

Entre estas dos citas, y extendiéndose hacia el futuro, existe una larga narración que explica por qué, después de abstenerse celosamente de ofrecer su respaldo a quienes batallaban contra la soberana de las Tinieblas, los enanos de Thorbardin participaron al fin en la Guerra de la Lanza.

Todavía especulo sobre dónde comienza la historia auténtica y termina la embellecida leyenda en lo que en estas páginas se cuenta, si bien he de decir que una parte importante tiene el inconfundible sabor de lo legitimo. En lo que respecta a lo demás, que, insisto, es mínimo, me limitaré a comentar lo siguiente: los moradores de Thorbardin afirman que la leyenda es la verdad condensada de tal manera que todos, incluidos los enanos gully, puedan entenderla.

«Un argénteo acero,

forjado con estrellas en el taller de Reorx,

de empuñadura de oro y zafiros,

sublimado en la sangre de los héroes,

¡llama a la unidad!

¡Aliaos, Enanos de las Montañas de Thorbardin!

Os han dado a Vulcania,

una Espada de Reyes.

¡Al fin, al fin!»

PRÓLOGO

El nacimiento de Vulcania

Del mismo modo que el bardo oye, remotos pero claros, la huidiza melodía y los secretos sones del cántico que su voz está predestinada a cantar, o de la misma manera que el narrador de historias siente en su médula el fluir de las frases y silencios del relato que ha de dar una razón de ser a su vida, así también el enano Isarn Hammerfell sabía que
Vulcania
justificaría que hubiese consagrado su vida a la forja de espadas. Aquel acero sería su obra maestra y se insinuaba, casi perceptible, tras cada filo que realizaba, aguardando paciente el momento de nacer.

La espada esperaba que Isarn Hammerfell se considerase digno de crearla.

Cuando el arma adquiriese forma material, cuando saliera del fuego y se enfriase en el aceite hasta consolidarse su temple y su belleza fría y azulada, el herrero se la ofrecería a su
thane,
a Hornfel, Gobernador de los hylar.

Si Hornfel juzgaba al artesano merecedor de tal honor, exhibiría la espada en un salón palaciego, como habían hecho los
thanes
de anteriores generaciones, junto a otras armas de similar valía allí expuestas a lo largo de lustros.

Una vez colocada la tizona en su plafón, Isarn no volvería a confeccionar otra espada. La fragua en la que había trabajado durante tantos años se convertiría en el taller de su aprendiz y pariente, el joven Stanach Hammerfell. El veterano maestro abandonaría el martillo, las tenazas y todas cuantas herramientas había utilizado y amado en su quehacer cotidiano, para terminar sus días envuelto en su nueva dignidad.

Dado que la elaboración de su arma sería la más cuidada de todas las que había emprendido, la encarnación de sus visiones y de su incomparable oficio, el anciano no vaciló en recurrir a un acero purísimo, tratado a partir de un hierro forjado negro y duro que él mismo moldeó.

Fue personalmente a las minas, aunque su condición no se lo exigía, a fin de elegir la vena apropiada. Él conocía mejor que nadie el aspecto del mineral idóneo, su textura y su olor acre. Recorrió pues los lóbregos pasadizos, iluminados por espaciados fanales, en busca de los filones donde había de encontrar la materia prima que su empresa requería. Y, cómo no, superviso su extracción.

Después de que regresara a su herrería, nadie tuvo noticias de él durante semanas. Encerrado en aquel habitáculo del seno de la montaña, diseñó a Vulcania, alerta a la inspiración; tanto que nunca emborronó un pergamino pues el diseño se componía en su mente, en su alma. Se formó una idea de la apariencia que tendría el arma. Su tacto intuía qué sensaciones se desprenderían de su superficie y sus tímpanos vibraban al son del yunque y el martillo, de las llamas y el vapor.

Le llevaron el mineral. Lo único que faltaba era seleccionar las gemas que decorarían la empuñadura, aunque encargaría la confección de ésta a Stanach. Era la tradicional prueba de confianza que daban todos los maestros a quien habría de sustituirlos.

En el reino de Thorbardin no sólo hay armeros, sino también toda una plebe de joyeros y orfebres de la plata y el oro. Isarn exploró en las dependencias de sus colegas, los más insignes en cada arte. El especialista en alhajas le regaló cinco zafiros sin tacha, cuatro del mismo color que adopta el cielo en el crepúsculo y el quinto del compacto azul de la medianoche y provisto de aristas vivas y profundas. Estas piedras ornamentarían la guarnición, mientras que aplicaría unas láminas áureas al gavilán y dejaría la lustrosa plata para la cazoleta.

Dispuestos todos los detalles, era hora de materializar la espada. Isarn Hammerfell, con la exclusiva asistencia de su joven ayudante, inició la tarea que culminaría en una obra maestra. La suya.

Ellos mismos alimentaron el horno y llenaron las dos pilas, una para el agua donde había de refrescarse el hierro y la otra para el aceite en el que se sumergiría el acero. Stanach accionó los fuelles, al ritmo lento pero firme que le enseñara Isarn y, mientras provocaba la ignición, observó cómo la luz anaranjada se encaramaba a las lisas paredes de piedra de la estancia. Era éste un menester que no había practicado desde los primeros balbuceos de su aprendizaje. ¡Cuan familiar se le antojaba, y al mismo tiempo cuan distinto!

Sólo él y su veterano instructor asistirían al alumbramiento de Vulcania. Stanach era consciente de que nunca volvería a ser tan sensible a la intensa magia de su artesanía hasta que, décadas más tarde, él mismo diera vida al sueño inimaginable de su propia obra maestra.

El acero se consigue en base a los elementos del mundo. Excavado primero como mineral, se transforma mediante la intervención del fuego y el agua en hierro forjado. Hammerfell obtuvo el ennegrecido metal bajo la atenta mirada del joven. Resultaba de gran interés que Isarn, el cual había manipulado un centenar de veces bloques análogos con la despreocupada destreza del experto cuyos dedos actúan de manera mecánica, siguiera ahora el proceso paso a paso, más reverencial que el mozo a quien se permite estrenarse en la fragua.

Stanach observaba al maestro como si lo viera trabajar por vez primera. «Lo recordaré sin omitir nada», pensó. El caldeado ambiente arrancaba de sus poros goterones de sudor, mas se enjugó la frente con el dorso de la mano continuó repitiéndose que jamás olvidaría lo que estaba presenciando.

Al salir el mineral del horno, sus pupilas se clavaron en las del veterano y, de nuevo, se dijo que nunca se borraría de su memoria la expresión del arrugado rostro. Era la de quien alberga una honda querencia y sólo tiene ojos para el objeto de ésta.

Guardaron silencio mientras se enfriaba el hierro. No había necesidad de conversar; el pupilo no tenía preguntas e Isarn no habría sabido describir el vínculo que existía entre su espíritu y los elementos. Cuando se hubo endurecido el metal, asumiendo la consistencia de una áspera masa negruzca, el anciano lo introdujo en un recipiente de arcilla, nacido de la tierra y aún con vagas remembranzas del beso de las llamas.

El aprendiz alzó la vasija, pesada a causa del polvo de carbón y la materia vertida en su interior, y la depositó en el horno, allí donde le indicó su maestro. Transpiraba tan profusamente que los riachuelos de su frente desembocaban en su poblada barba, apelmazándola. El cabello se adhería a su nuca. Como había mudado hacía ya horas su holgada camisola por un mandil de cuero, sus musculosos brazos refulgían con el dorado reflejo de las ascuas.

El calor de la sala habría hecho palidecer al irradiado por los perennes incendios que, según viejas fábulas, ardían en las entrañas de Krynn. Bajo tan insoportable temperatura el carbón, combinado con el estrato superior del hierro, daría paso a una sustancia resplandeciente y de gran dureza: el acero.

Stanach arrastró un cubo de agua que había arrinconado en una umbría esquina de la fragua. Aunque fresco minutos antes, ahora el líquido estaba tibio como si lo hubieran sometido a la acción del sol. Llenó un cacillo, se lo tendió a Isarn, volvió a zambullirlo y sació su propia sed. En sus resecas gargantas el fluido se derramó más sabroso que el mosto.

Una tercera dosis del contenido del cubo sirvió para mojar la cabeza del aprendiz, quien, mientras la caliente cascada corría por su cuello y espalda, fue invadido por un repentino sentimiento de tristeza. No se le había ocurrido hasta ese instante que, en cuanto Vulcania cesara de ser sólo una visión, concluirían sus ricas relaciones laborales con el respetable anciano.

Isarn, su maestro y miembro de la familia, era también un amigo. Una sombra de soledad, como la nube que eclipsa las lunas, oscureció el ánimo de Stanach. Dejó el recipiente, vacío ya de agua, en el umbral de la cámara para que la renovara el mozo que ejercía de ayudante, y regresó a su puesto junto a las llamas. El viejo enano aguardaba tranquilo la metamorfosis del metal, el milagro con que Reorx maravillaba a sus criaturas desde que el primer herrero de su raza resolviera montar un taller.

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