Read Esta noche, la libertad Online

Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (3 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mientras el Primer Ministro hablaba, el almirante había mantenido un rostro impenetrable. Consideraba más que nunca este ofrecimiento «como una misión absolutamente desprovista de esperanza». Conocía y admiraba al mariscal Wavell, con el que tan a menudo había discutido los problemas de la India. «Si él no ha podido obtener buenos resultados, ¿por qué habría de tener yo más suerte?», pensaba. Pero sentía cada vez con más claridad que no podría zafarse. Se iba a ver obligado a asumir una tarea en la que eran grandes las posibilidades de fracaso y en la que corría el riesgo de perder su gloriosa reputación conquistada durante la guerra. No pudiendo negarse abiertamente, Mountbatten estaba, sin embargo, decidido a imponer al Primer Ministro ciertas disposiciones políticas susceptibles de dar a su misión por lo menos algunas posibilidades de éxito. Aceptaría con la condición de que el Gobierno proclamase públicamente la fecha definitiva en la que Inglaterra se comprometería a dejar de ejercer su soberanía para conceder la independencia a la India. Sólo esta precisión demostraría a los dirigentes indios que Gran Bretaña estaba sinceramente dispuesta a marcharse, y les convencería de la urgencia que existía para entablar negociaciones realistas.

Mountbatten exigió luego un privilegio que ningún otro virrey habría osado nunca reclamar: plenos poderes, libertad de acción absoluta, sin obligación de remitirse a Londres y, sobre todo, sin la constante injerencia de Londres. El Gobierno de Clement Attlee seguiría a su nave.

—¿No está usted reclamando poderes plenipotenciarios que le sitúan por encima de la autoridad del Gobierno de Su Majestad? —se inquietó Attlee.

—Me temo que eso es exactamente lo que pido —respondió Mountbatten—, ¿Cómo iba a negociar con seriedad teniendo constantemente sobre mí al Gabinete?

Lo exagerado de las pretensiones del joven almirante pareció dejar sin aliento al Primer Ministro. Mountbatten observó sin desagrado el efecto de su petición, deseando intensamente que incitara a su interlocutor a retirar su ofrecimiento. Pero Attlee no tenía intención de hacer tal cosa. Una hora más tarde, con aire sombrío y resignado, Louis Mountbatten salía de Downing Street investido de la triste misión de ser el último virrey de la India, el liquidador de una grandiosa epopeya nacional llegada desde las profundidades de la historia de su país.

Al regresar a su automóvil, le asaltó un extraño pensamiento. Hacía exactamente setenta años, día por día, casi hora por hora, que su bisabuela era proclamada «emperatriz de la India» en una llanura de los alrededores de Nueva Delhi. Todos los maharajás reunidos en esta ocasión habían implorado entonces a los cielos para que «la autoridad y la soberanía de la reina Victoria se mantuvieran sólidas y poderosas por toda la eternidad».

En esta mañana de Año Muevo de 1947, uno de los bisnietos de esta soberana acababa de pedir al Primer Ministro de la Gran Bretaña que fijase el día que pondría término a la eternidad.

Las epopeyas más grandiosas pueden tener un origen absolutamente trivial. Si, tres siglos y medio antes Gran Bretaña se había lanzado a la magna aventura colonial cuya conclusión se le había ordenado ahora a Louis Mountbatten, todo había sido por causa de cinco desdichados chelines. Representaban el aumento en el precio de una libra de pimienta —condimento muy apreciado en las mesas isabelinas— impuesto por los traficantes holandeses que controlaban el comercio de especias. Escandalizados por esta provocación, veinticuatro mercaderes de la City de Londres se reunieron en la tarde del 24 de setiembre de 1599 en un inmueble de la calle Leadenhall situado a menos de 1.500 m de la residencia en que acababan de entrevistarse Attlee y Mountbatten. Su intención era fundar una modesta casa de comercio con un capital inicial de 72.000 libras esterlinas suscrito por 125 accionistas. Sólo el lucro había motivado esta empresa, que fue bautizada con el nombre de
East India Trading Company
.

La Compañía obtuvo el reconocimiento oficial el 1 de diciembre de 1599, el último día del siglo XVI, al otorgarle la reina Isabel I de Inglaterra una carta concediéndole, por un primer período de quince años, el derecho exclusivo a comerciar con todos los países situados más allá del Cabo de Buena Esperanza. Ocho meses más tarde, un galeón de quinientas toneladas, el
Hector
, echaba el ancla ante el pequeño puerto de Surat, al norte de Bombay. Era el 24 de agosto de 1600. Los ingleses habían llegado a la India. Su primer desembarco en estas legendarias costas, hacia las que había creído navegar Cristóbal Colón cuando descubrió América, fue más bien discreto. Escoltado por una guardia de cincuenta mercenarios pathans, William Hawkins, capitán del
Hector
, un viejo lobo de mar más pirata que explorador, se adentró en el interior de esta tierra que había inflamado la imaginación de la Inglaterra isabelina, seguro de encontrar en ella rubíes del tamaño de huevos de paloma, pimienta en abundancia, jengibre, añil y canela, árboles de hojas tan grandes que pudieran cobijar a una familia entera y pociones mágicas elaboradas a base de colmillos de elefante que garantizaban la juventud eterna.

El capitán no descubriría esa India en su camino hacia Agrá. Pero su entrevista con el Gran Mogol recompensaría sobradamente las penalidades de su viaje. Se encontró ante un monarca a cuyo lado la reina Isabel parecía la soberana de un pequeño feudo de provincias. Ejerciendo su mando sobre setenta millones de súbditos, Jehangir era el rey más rico y poderoso del mundo, el cuarto y último gran emperador mogol de la India. El primer inglés recibido en su Corte fue acogido con atenciones que habrían desconcertado, sin duda, a los austeros funcionarios de la
East India Trading Company
. El Mogol le nombró oficial de la Casa Real y le ofreció como regalo de bienvenida la muchacha más hermosa de su harén, una cristiana armenia.

Afortunadamente, la llegada a Agrá del intrépido capitán había producido los beneficios más adecuados para satisfacer los apetitos pecuniarios de sus patronos. Jehangir rubricó un firmán imperial autorizando a la Compañía a abrir sucursales a lo largo de la costa situada al norte de Bombay. El resultado fue rápido e impresionante. Muy pronto, dos navíos descargaban todos los meses en los muelles del Támesis verdaderas montañas de pimienta, de caucho, de azúcar, de seda silvestre y de algodón. Volvían a zarpar con las bodegas abarrotadas de productos manufacturados. Un auténtico diluvio de dividendos se derramó sobre los accionistas de la Compañía. El año siguiente, aparecieron varios barcos frente a Madrás y, luego, en el golfo de Bengala. Unos cuantos valerosos pioneros se instalaron en las pestilentes marismas del delta del Ganges y fundaron el establecimiento que más tarde se convertiría en Calcuta. En general, fueron recibidos sin hostilidad por los soberanos y la población indígenas. Su divisa, sin cesar repetida, explicaba esta acogida.
«Trade not territory
, comercio, no colonización», proclamaba.

Sin embargo, el desarrollo de sus negocios no tardó en obligar a los agentes de la Compañía a proteger su comercio, llevándoles inevitablemente a intervenir en los conflictos políticos locales. Comenzaba así un compromiso irreversible que debía llevar a Inglaterra a conquistar la India casi inadvertidamente. La aparición de Francia, atraída a las costas indias por las mismas riquezas, había acelerado de manera singular el proceso. Durante treinta años, las dos naciones trasplantaron sus rivalidades de los campos de batalla de Europa a las junglas y las llanuras tropicales de la India, entregándose a una constante competición para obtener el apoyo y la amistad de los príncipes indios más influyentes. Bajo el impulso del brillante administrador Joseph François Dupleix, Francia intentó edificar en la India un vasto imperio. Estuvo a punto de conseguirlo. Pero el ejército que la Compañía inglesa había levantado para defender sus intereses derrotó finalmente a los franceses y ahuyentó su sueño imperial.

El 23 de junio de 1757, marchando bajo una lluvia torrencial al frente de novecientos ingleses del 39° de infantería y de dos mil cipayos indígenas, un audaz general llamado Robert Clive aniquilaba a las fuerzas de un turbulento sultán en los arrozales de una aldea de Bengala próxima a Plassey. La victoria de Clive, que solamente había costado 23 muertos y 49 heridos, abría toda la India del Norte a los mercaderes de Londres. Constituyó el principio de la verdadera conquista, que duró todo el siglo siguiente. Los constructores del imperio sustituían a los comerciantes.

Aunque Londres les había ordenado evitar todo «plan de conquista y de expansión territorial», una sucesión de ambiciosos gobernadores generales se lanzaron sin tregua a una política de imperialismo desenfrenado. Declarando que no podía existir «ninguna bendición mayor para las poblaciones indígenas de la India que la extensión de la dominación británica», el gobernador Richard Wellesley extendió la soberanía de Inglaterra a los Estados de Mysore, de Travancore, de Baroda, de Hyderabad y Gwalior, desmembrando el valeroso reino hindú de los máratas y conquistando casi todo el Decán, Bengala y el valle del Ganges. Sus sucesores sometieron a los Estados rajputanos, anexionando la provincia occidental de Sind con su puerto de Karachi y libraron dos feroces guerras contra los sikhs para reducir el Penjab y consumar una conquista prácticamente total de la India. Así, pues, habían bastado unos cuantos decenios para que una compañía de mercaderes se metamorfoseara en potencia soberana, sus agentes y contables en gobernadores, sus almacenes en palacios, su búsqueda de dividendos en búsqueda de dominación territorial. Sin haberlo querido realmente, Gran Bretaña sucedía al emperador mogol que le había abierto las puertas del subcontinente indio.

La dominación inglesa reportaba a la India considerables beneficios, la
pax britannica
e instituciones calcadas sobre las de la metrópoli. Pero, sobre todo, había hecho a este gigantesco país el inestimable don de la lengua inglesa, que había de convertirse en el lazo de unión entre todos sus pueblos y el vehículo de sus aspiraciones revolucionarias.

La primera manifestación de estas aspiraciones se había producido en 1857 bajo la forma de un violento amotinamiento militar. El providencial auxilio de un puñado de maharajás había evitado el derrumbamiento del edificio británico y permitido a los ingleses agrupar sus fuerzas y aplastar el levantamiento con una brutalidad igual a la de los hombres que se habían alzado contra ellos. El resultado más inmediato de este amotinamiento fue un cambio radical en la forma en que Inglaterra gobernaba la India. Tras 258 años de fructíferas actividades, se había puesto fin a la existencia de la honorable
East India Trading Company
del mismo modo en que ésta había nacido, por un decreto real firmado el 12 de agosto de 1858. El nuevo edicto transfería la responsabilidad del destino de trescientos millones de indios a las manos de una mujer de treinta y nueve años cuyo voluntarioso rostro iba a encarnar la vocación de la raza británica a la dominación del mundo, la reina Victoria. A partir de entonces, la autoridad de Inglaterra iba a ser ejercida por la Corona, representada en la India por una especie de soberano nombrado para reinar sobre una quinta parte de la Humanidad: el virrey.

Esta transformación fundamental inauguraba el período que con más frecuencia asociaría el mundo a la dominación inglesa sobre la India, la época victoriana. Lo esencial de su filosofía reposaba en un concepto que gustaba de repetir quien había de convertirse en el bardo del sueño imperial, Rudyard Kipling: los
white Englishmen
estaban hechos para dominar a «esos pobres pueblos privados de sus leyes». «Por algún impenetrable designio de la Providencia —proclamaba Kipling— la responsabilidad de gobernar la India había sido depositada sobre los hombros de la raza inglesa».

Esta monumental tarea había sido ejercida por una minúscula élite, los dos mil miembros del
Indian Civil Service y
los diez mil oficiales ingleses que mandaban el Ejército de la India. Sostenida por sesenta mil soldados británicos y doscientos mil soldados indígenas, la autoridad de este puñado de hombres había gobernado y mantenido el orden en un país de trescientos millones de habitantes. Ninguna estadística podía definir mejor que estas cifras el carácter de la dominación inglesa en la India y traducir el grado de sumisión que encontró por parte de las masas indias.

La India de estos colonizadores era la India romántica y pintoresca de los relatos de Kipling. Era la India de los gentlemen blancos arrastrando tras sus cascos de plumas a sus escuadrones de
sowars
[3]
cubiertos con turbantes; la India de los recaudadores de impuestos perdidos en las tórridas inmensidades del Decán; la India de las suntuosas fiestas imperiales al pie del Himalaya en la capital estival de Simla, la India de los partidos de cricket sobre los céspedes del «Bengal Club» de Calcuta; la India de los partidos de polo en el polvo del desierto de Rajasthan y de las cacerías de tigres en Assam; la India de los administradores que se vestían de esmoquin para cenar en su campamento en plena jungla y elevaban solemnemente su vaso de jerez para brindar por el rey-emperador mientras aullaban los chacales en las tinieblas; la India de los oficiales de guerrera roja escalando las vertiginosas pendientes del paso de Khyber y persiguiendo a los feroces rebeldes pathans en el sofocante calor del verano o en la ventisca del invierno; la India de una casta de hombres convencidos de su superioridad, bebiendo whisky con soda bajo las verandas de sus clubs «reservados para los blancos». Los espacios infinitos del continente indio habían ofrecido a estos ingleses lo que no podían darles sus angostas playas insulares: una palestra sin límites en la que saciar su sed de aventura. Habían llegado, imberbes y tímidos, a los diecinueve y veinte años, a los muelles de Bombay. Treinta y cinco o cuarenta años más tarde, habían vuelto a marcharse con el rostro quemado por demasiado sol y demasiado whisky, el cuerpo marcado por las heridas de las balas, por las enfermedades tropicales, las garras de una pantera o sus caídas jugando al polo, pero orgullosos de haber vivido su parte de leyendas en el último imperio romántico del mundo.

Con frecuencia, su aventura había comenzado en la teatral confusión de la estación Victoria de Bombay. Allí, bajo las arcadas neogóticas, descubrían el país en el que habían decidido pasar su vida. ¡Qué choque al primer contacto del frenético torbellino de la población indígena, al penetrante olor a orina y especies, a la opresión del inhumano calor! ¡Qué sorpresa al descubrir de pronto la complejidad del mundo indio ante las fuentes de la estación! Como en todas las de la India, carteles colocados sobre cada uno de los caños identificaban el agua «reservada» a los europeos, a los hindúes, a los musulmanes y a los intocables. ¡Qué alivio ante la vista de los coches color verde oscuro del
Frontier Mail
o del
Hyderabad Express
, cuyas locomotoras llevaban el nombre de célebres generales británicos. Tras las cortinas de los coches de primera clase, les esperaba un mundo familiar, un mundo de profundos asientos con reposacabezas bordados, de botellas de champaña puestas a refrescar en cubos de plata, un mundo, sobre todo, en el que los únicos indios con los que corrían el riesgo de encontrarse serían el inspector y los camareros del coche-restaurante. Los recién llegados aprendían, así, desde su llegada, la regla esencial: la Gran Bretaña reinaba sobre la India, pero los ingleses vivían aparte.

BOOK: Esta noche, la libertad
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Margaret of Anjou by Conn Iggulden
High Stakes Seduction by Lori Wilde
Waltzing In Ragtime by Charbonneau, Eileen
Fix Up by Stephanie Witter
Walking with Abel by Anna Badkhen
The Eighteenth Parallel by MITRAN, ASHOKA
Dreams of Glory by Thomas Fleming