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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (5 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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El marqués de Linlithgow franquea en Bombay, en 1936, la «Puerta de la India». Una inscripción grabada en el frontispicio de este monumento revelaba que había sido «erigido para conmemorar el desembarco de Sus Majestades Imperiales el rey Jorge V y la reina María el 2 de diciembre de MCMXI».

Dos generaciones de jóvenes ingleses pasaron primero bajo este arco triunfal antes de ir a imponer la
Pax britannica
hasta los más remotos confines de la India y hacer reinar en ellos la ley del hombre blanco
(Fotos D. Conchon, Fox y Roger-Viollet)
.

Lord Mountbatten, Lady Mountbatten y sus dos hijos
posan
, en 1947, en medio de la servidumbre, en librea, de su palacio.

El gobernador del Penjab recibe, para el té, a algunos maharajás de su provincia.

Un banquete, en traje de etiqueta, en el comedor de oficiales de un regimiento de Caballería del Ejército de la India.
(Fotos Popperfoto)

El
sahib
y sus servidores indígenas.
(Foto R.T.H.P.L.)

Las mayores diversiones de los ingleses de la India fueron el deporte y la caza. En 1947 había aún más de 25.000 tigres en los bosques de la India, y su caza se practicaba generalmente a lomo de elefante, en el curso de auténticas expediciones, que a veces duraban varios días.

Escena de caza del tigre en el territorio del maharajá de Vijayanapur, en la frontera de Nepal.

Toda ciudad que se preciase poseía su dotación de caza a caballo, con su jauría de perros importados de Inglaterra.

Pero el ejercicio más deportivo era la caza del jabalí a caballo y con lanza. El primer cazador que hacía «correr la sangre» de un jabalí, recibía la copa de la victoria. (Foto Fox en
Meerut
al noreste de Nueva Delhi, en el estado de Uttar Pradesh)

II

CUATROCIENTOS MILLONES DE FANÁTICOS DE DIOS

A
diez mil kilómetros de Downing Street, en una aldea del delta del Ganges, al norte del golfo de Bengala, un anciano se tendió sobre la tierra apisonada de una cabaña de campesino. Eran las doce en punto de la mañana. Como todos los días a esa misma hora, cogió un saquito húmedo que se le entregaba y se lo colocó cuidadosamente sobre el vientre. Luego, tomó otro saquito, más pequeño, y se lo puso sobre el calvo cráneo. Así tendido en el suelo, parecía una criatura frágil e insignificante. Sin embargo, este anciano de setenta y siete años, apergaminado bajo su cataplasma de arcilla había hecho más que nadie para derruir el Imperio británico. Por causa de él, el Primer Ministro inglés se había visto obligado a enviar a Nueva Delhi al bisnieto de la reina Victoria para encontrar un medio de liquidar la presencia británica en la India.

Apacible profeta del movimiento de liberación más extraordinario que jamás haya existido, Mohandas Karamchand Gandhi era un revolucionario muy singular. A su lado estaban sus gafas de montura de acero y, resplandecientemente limpia, la dentadura postiza que sólo se ponía para comer. Con su menuda estatura, sus 52 kilos de peso, sus brazos y piernas desproporcionadamente largos con relación al torso, sus orejas separadas del cráneo, su nariz chata sobre un fino bigote gris, hacía pensar en una vieja ave zancuda. Pese a su fealdad, el rostro de Gandhi irradiaba una extraña belleza a causa del perpetuo reflejo de humores, de sentimientos y de malicia que le animaba.

En un mundo abrumado por la violencia, Gandhi había propuesto otra vía, la del
ahimsa
, la no violencia. Propagando esta doctrina, había logrado movilizar al pueblo indio para expulsar a Inglaterra de la península. Gracias a él, una campaña moral había sustituido a una rebelión armada, la oración a los fusiles, un despreciativo silencio al estruendo de las bombas terroristas. Mientras que Europa retumbaba bajo los aullidos y las arengas de una legión de demagogos y dictadores, Gandhi exaltaba a las masas del país más poblado del mundo sin levantar la voz. No había atraído a sus discípulos bajo su bandera mediante el señuelo del poder o de la fortuna, sino con una advertencia: «Los que quieran seguirme —había dicho— deben estar dispuestos a dormir en el suelo, a vestir ropas rudimentarias, a levantarse antes del amanecer, a vivir con un alimento frugal y limpiarse ellos mismos sus retretes». A modo de uniformes, proponía a sus compañeros algodón crudo hilado a mano. Instantáneamente reconocible, este vestido había de soldar tan sólidamente entre sí a las multitudes indígenas como las camisas pardas y negras que habían unido a las tropas de los dictadores europeos.

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