Read Esta noche, la libertad Online

Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (8 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo sé —respondió Jorge VI, con una sonrisa comprensiva—, El Primer Ministro ha venido ya a verme, y he dado mi consentimiento.

—¿Habéis aceptado? —se asombró Mountbatten, con cierto sobresalto.

—Desde luego; he estudiado la cuestión con el máximo detenimiento —respondió el rey con vehemencia.

—Pero es una misión sumamente peligrosa —insistió Mountbatten—. Nadie vislumbra la menor probabilidad de llegar allá a un compromiso. Parece imposible lograr reunir las condiciones necesarias para ello. Yo soy vuestro primo. Si voy a la India y sólo consigo provocar el más deplorable desorden, las salpicaduras alcanzarán fatalmente a la Corona.

—Sin duda —replicó Jorge VI—, pero imaginad todo el bien que derivará para la monarquía si tenéis éxito.

—Eso es muy optimista por vuestra parte —suspiró Mountbatten, hundiéndose en su sillón.

El joven almirante nunca estaba en aquel salón sin pensar en otro primo, su más viejo amigo, el que había sido su paje de honor en Westminster el día de su boda, el hombre que habría debido ser rey de Inglaterra, David, el príncipe de Gales, convertido en duque de Windsor. Lazos afectuosos los unían desde su más tierna infancia. Cuando, en 1936, David, a la sazón rey Eduardo VIII, decidió abdicar porque no estaba dispuesto a reinar sin tener a su lado a la mujer que amaba,
Dickie
Mountbatten le había testimoniado sin descanso su fiel amistad.

Extraña ironía del destino, pensaba Mountbatten; cuando, el 17 de noviembre de 1921, puso por primera vez los pies en la tierra que ahora debía liberar lo había hecho como ayudante de campo de ese primo predilecto. La India, había anotado aquella tarde el joven Mountbatten en su Diario, «es el país del que siempre hemos oído hablar y en el que siempre hemos soñado». Nada le hubiera podido decepcionar en el curso de aquella visita real. El Imperio estaba entonces en su cénit. Ningún recibimiento podía ser lo bastante suntuoso, ninguna manifestación lo bastante grandiosa, para celebrar la visita del heredero del trono imperial, el «Shanzada Sahib», y de su séquito. Viajaron en el tren blanco y oro del virrey, y su estancia fue una ininterrumpida sucesión de desfiles, de partidos de polo, de cacerías de tigres, de paseos bajo la luna a lomos de elefante, de baile, de banquetes y de recepciones de elegancia sin igual ofrecidos por los aliados más seguros de la Corona, los maharajás y nababs de la India. En el momento de su marcha, Mountbatten había anotado: «La India es el país más maravilloso del mundo, y el virrey tiene el puesto más maravilloso del mundo».

Jorge VI le confirmaba que este «maravilloso puesto» era para él.

Se hizo un breve silencio en el saloncito del palacio de Buckingham, como si la emoción hiciera presa en la garganta del rey.

—Es una pena —se levantó con voz cargada de melancolía—, siempre quise ir a veros al Sudeste asiático cuando combatíais allí y, de paso, visitar la India, pero Churchill me lo impidió. Después de la guerra, esperaba, al menos, ir a la India. Ahora temo no poder hacerlo jamás. Es triste —continuó—, he sido coronado emperador de la India sin tan siquiera haber estado allí, y es aquí, en Londres, donde voy a perder ese título.

Jorge VI iba, en efecto, a morir sin haber pisado el suelo de este país fabuloso, perla del Imperio que había heredado de su hermano. No había habido para él ni cacerías de tigres, ni desfiles de elefantes constelados de oro y plata, ni cortejos de príncipes cubiertos de joyas llegados para rendirle homenaje. No había recogido más que las migajas de la mesa de la reina Victoria. Su reinado, que parecía no haber sido previsto por la historia de Inglaterra, iba a comprender una de las épocas más trágicas de esta historia. En la mañana de mayo de 1937 en que el arzobispo de Canterbury había proclamado por la gracia de Dios a Jorge VI rey de Gran Bretaña, de Irlanda y de los Dominios de Ultramar, protector de la fe y emperador de la India, veintiocho de los noventa millones de kilómetros cuadrados de tierras emergidas del Globo habían quedado ligados de un modo u otro a su Corona. La única gran realización de este reinado iba a ser la dispersión de la herencia. Rey-emperador coronado de un Imperio que sobrepasaba a las más extraordinarias conquistas de Alejandro Magno, de Roma, de Gengis Khan, de los califas y de Napoleón, Jorge VI iba a acabar como soberano de un reino insular a punto de convertirse en una nación europea como las demás.

—Sé que tendré que retirar la «I» de mis iniciales de Rex Imperator —suspiró—. Sé que voy a perder el título de rey-emperador, pero me sentiría profundamente afligido si debieran quedar cortados todos los lazos con la India.

Jorge VI se daba perfecta cuenta de que se había desvanecido el gran sueño imperial y de que el grandioso conjunto edificado por los ministros de su bisabuela estaba condenado a muerte. Pero quería a toda costa dar una nueva forma a la empresa: todo lo que el Imperio había representado debía sobrevivir de una manera más compatible con los tiempos modernos.

—Sería un desastre si una India independiente se negara a ocupar su puesto en la familia de la Commonwealth —observó.

Vasta comunidad de naciones independientes cimentada por tradiciones comunes, por un pasado común, por unos lazos privilegiados con la Corona, la Commonwealth podía desempeñar un papel de primer orden en los asuntos mundiales. Situada en el corazón de este conjunto, Inglaterra podía hablar con la voz bien alta en los consejos de las naciones, dando a sus discursos el eco de la voz imperial que en otro tiempo había sido la suya. Londres podía volver a ser Londres, el centro cultural, espiritual, comercial y financiero de una importante parte del Universo. El Imperio habría muerto, pero su fantasma permitiría otorgar al reino insular de Jorge VI un puesto aparte en el concierto de las potencias del otro lado del Canal.

Para realizar este ideal, era indispensable que la India independiente ingresara en la Commonwealth. Si se negaba a ello, las naciones afroasiáticas que, tarde o temprano, habían de obtener también la independencia, seguirían su ejemplo casi con toda seguridad. Y, en consecuencia, la Commonwealth quedaría condenada a no ser más que un club del que sólo formarían parte los dominios de raza blanca, en lugar del poderoso conjunto que el rey deseaba ver surgir de los escombros del Imperio.

El Primer Ministro y el partido laborista no compartían en absoluto las ambiciones de su soberano. Attlee no había dado a Mountbatten ni una sola instrucción tendente a lograr el mantenimiento de la India en la Commonwealth. Rey constitucional sin poderes reales, Jorge VI no tenía ningún medio de imponer sus puntos de vista. Pero su primo sí podía. Nadie comprendía mejor que el joven almirante las esperanzas del monarca. Ningún otro miembro de la familia real había viajado tanto como él por el viejo Imperio; ningún inglés sentía más cruelmente el dolor de su desmantelamiento. Ante la chimenea del saloncito de Buckingham, los dos bisnietos de Victoria tomaron aquel día de enero una decisión secreta: mantener en alto, gracias a la Commonwealth, la antorcha del Imperio.

Lord Mountbatten estaba encargado de llevarla a cabo. Antes de emprender vuelo a Nueva Delhi, obtendría de Attlee una ampliación en este sentido del marco de su misión. En el curso de las semanas siguientes ninguna tarea acapararía más totalmente el espíritu, la fuerza de persuasión y la habilidad del nuevo virrey de la India que la concebida aquella tarde en el salón de Jorge VI: mantener vivo el lazo entre la India y la Corona de Gran Bretaña.

Retrato de un aristócrata audaz

Nadie parecía más naturalmente destinado a desempeñar las grandiosas funciones de virrey de la India que Louis Mountbatten. Apenas nacido, había manifestado ya su instintiva desenvoltura para moverse entre reyes cuando, de un puñetazo, había hecho salir los quevedos de la nariz imperial de su bisabuela, la emperatriz Victoria, durante la ceremonia de su bautismo. Los orígenes de su familia se remontaban al siglo IV, y había tenido por antepasado directo al emperador Carlomagno. Estaba, o había estado, unido por la sangre o por la alianza al kaiser Guillermo II, al zar Nicolás II, al rey Alfonso XIII de España, a Fernando I de Rumania, a Gustavo VI de Suecia, a Constantino I de Grecia, al rey Aakon VII de Noruega y a Alejandro I de Yugoslavia. Para Louis Mountbatten, las crisis de Europa eran asuntos de familia.

No había muchos tronos vacantes en 1900. El cuarto hijo de la nieta preferida de la reina Victoria, la princesa Victoria de Hesse, y de su primo, el príncipe Louis de Battenberg, no gozaría los placeres de la existencia de los reyes más que por personas interpuestas. Pasó los veranos de su infancia en los castillos de sus primos más favorecidos, conservando intensos recuerdos de esas idílicas vacaciones: tazas de té sobre los céspedes del castillo de Windsor, donde casi todos los invitados eran testas coronadas; cruceros en el yate del zar; largos paseos por los bosques próximos a San Petersburgo en compañía de su primo el zarevitch Alexis y de la hermana de éste, la gran duquesa María, de la que se había enamorado apasionadamente.

Su nacimiento prometía al joven Louis Mountbatten una apacible vida de dignatario en alguna Corte de Europa: allí, habría podido aplicar su afición a la magnificencia a los usos y ceremoniales que comenzaban ya a declinar. Pero había optado por un camino diferente y se encontraba ahora en la cumbre de una carrera excepcional.

Mountbatten acababa de cumplir cuarenta y tres años cuando, en el otoño de 1943, Winston Churchill, que se hallaba a la sazón en busca de un «espíritu joven y vigoroso», le había nombrado comandante supremo interaliado en el teatro de operaciones del Sudeste asiático. Semejante responsabilidad y semejantes cargas sólo eran comparables a las del mando supremo interaliado de Dwight Eisenhower en el frente europeo. Ciento veintiocho millones de hombres estarían un día bajo su autoridad. No habiendo tenido hasta entonces ni victorias ni privilegios, este mando ofrecía como únicas perspectivas «una moral terrible, un clima terrible, un enemigo terrible y terribles derrotas».

Muchos de sus subordinados tenían veinte años más que él y eran de graduación más antigua. Algunos le consideraban un
play-boy
que, gracias a sus relaciones reales, había logrado trocar su esmoquin por un uniforme de almirante.

Consagró toda su energía a reavivar la moral de sus tropas, visitó regularmente todos los frentes, obligó a sus generales a proseguir el combate bajo los diluvios del monzón birmano, arrancó, kilo a kilo, a sus superiores de Londres y Washington el avituallamiento indispensable para sus soldados. El resultado no se hizo esperar: en 1945, este ejército, ayer desalentado y desorganizado, alcanzaba la más grande victoria terrestre jamás obtenida sobre un ejército nipón. Sólo la explosión de la bomba atómica impidió a su jefe poner en práctica su gran proyecto, la «operación Zipper», tendente a reconquistar Malasia y Singapur mediante una audaz operación anfibia cuyas dimensiones sólo habrían sido sobrepasadas por el desembarco en Normandía.

Ya siendo niño, Mountbatten había elegido la carrera del mar. Quería seguir así las huellas de su padre, que había abandonado su Alemania natal para alistarse en la Royal Navy y obtener en ella el puesto de Primer Lord del Almirantazgo. Apenas había comenzado Mountbatten sus clases de cadete, cuando una tragedia puso fin a la carrera de su padre. La ola de hostilidad antigermánica que se abatió sobre Gran Bretaña al principio de la Primera Guerra Mundial le obligó a dimitir de sus funciones a causa de sus orígenes alemanes. Abrumado, cambió su apellido Battenberg por el de Mountbatten a petición del rey Jorge V
[4]
. El cadete Louis Mountbatten juró ocupar algún día el puesto del que había sido expulsado su padre por una campaña de odio nacionalista.

Durante el período de entreguerras, esta ascensión hubo de seguir forzosamente el ritmo lento y vulgar de toda carrera de oficial en tiempo de paz. Por ello, Mountbatten se distinguió en el ejercicio de actividades mucho menos militares. Su encanto, su incomparable seducción, su entusiasmo contagioso, le permitieron convertirse en el blanco preferido de una Prensa sensibilizada a las futilidades de un mundo sediento de distracciones tras los horrores de la guerra. Su boda con Edwina Ashley, una bella y rica heredera, constituyó el acontecimiento mundano del año 1922. Raros fueron los periódicos y las revistas que no publicaron cada semana alguna fotografía o indiscreción sobre esta pareja de moda: los Mountbatten en el teatro en compañía de Noel Coward, los Mountbatten en el palco real de Ascot, el atlético Lord Louis surcando en esquí náutico las aguas del Mediterráneo o disputando un partido de polo. Mountbatten no ocultó nunca su afición a las fiestas y las salidas. Pero tras esta imagen pública se escondía una personalidad que volvía a asumir el primer plano cuando había terminado la fiesta.

El joven Lord no olvidaba su juramento de adolescente. Era el más concienzudo y ambicioso de los oficiales de Marina. Estaba dotado de una sorprendente capacidad de trabajo que durante toda su vida agotaría a sus colaboradores. Persuadido de que el resultado de las guerras futuras dependería de la aplicación de técnicas científicas nuevas y de que no podrían ser ganadas sin un sistema de comunicaciones infalible, Mountbatten se dedicó a un profundo estudio de las telecomunicaciones. En 1927, superó con el grado de mayor el curso superior de trasmisiones de la Royal Navy y emprendió inmediatamente la tarea de redactar el primer manual de utilización de los aparatos de radio empleados en la Marina. Fascinado por las ilimitadas posibilidades de la técnica y de la ciencia, se absorbió en el estudio de la física, de la electricidad, de las transmisiones en todas sus formas. Tenía una pléyade de amigos, cuyos nombres no aparecían nunca junto al suyo en las crónicas mundanas, ingenieros, sabios, constructores de aviones, mecánicos. Logró interesar a la Royal Navy en los trabajos del gran especialista francés en cohetes Robert Esnautl-Pelterie, cuyo libro trazaba un cuadro profético sobre las bombas volantes V-l, los cohetes teledirigidos, e, incluso, el viaje del hombre a la Luna. Encontró en Suiza un cañón antiaéreo de tiro rápido capaz de derribar a los bombarderos «Stuka» en picado y luchó durante meses para convencer a una Marina escéptica a fin de que lo adoptara.

En sus distracciones, desplegaba la misma energía metódica para obtener siempre el mejor resultado. Cuando descubrió el polo, rodó películas para analizar el juego de los más grandes campeones pasándolas a cámara lenta. Estudió científicamente la forma del mazo e ideó un nuevo modelo. Todos estos esfuerzos no hicieron nunca de él un gran jugador, pero había aprendido con ello lo suficiente para poder redactar una autorizada obra sobre este deporte y conducir a la victoria a los equipos que dirigía.

BOOK: Esta noche, la libertad
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Unwanted Blood by L.S. Darsic
His By Design by Dell, Karen Ann
Darkest Heart by Nancy A. Collins
A Cuppa Tea and an Aspirin by Helen Forrester
Out of the Shadows by Kay Hooper
A Thousand Kisses Deep by Wendy Rosnau
Brother Against Brother by Franklin W. Dixon