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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y señora (8 page)

BOOK: Flashman y señora
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Sus compañeros le recogieron, riendo y lanzando vítores, y lo devolvieron al Magpie; la multitud que iba reuniéndose en el cálido amanecer estival reía mientras avanzábamos hacia allí, aunque había algunas miradas torvas y gritos de: «¡Vergüenza!». Los primeros vendedores ambulantes de comestibles anunciaban a gritos sus mercancías en la calle, y los vendedores de patíbulos en miniatura y ejemplares de la confesión de Courvoisier y trozos de cuerda del último ahorcamiento (cortados de las existencias de algún tendero aquella misma mañana, de eso pueden estar seguros) estaban tomando su desayuno en la habitación común del Lamb y el Magpie, esperando que llegase más gente. Se estaba congregando una multitud de carteristas y prostitutas, y en algunas ventanas empezaron ya algunas fiestas familiares, convirtiendo aquello en un picnic. Los cocheros colocaban sus vehículos contra las paredes y ofrecían precios de ventaja a seis peniques por persona; los almaceneros y porteadores que tenían negocios que hacer maldecían a los que obstruían su trabajo, y los policías paseaban arriba y abajo en parejas, moviéndose entre los mendigos y borrachos, manteniendo sus fríos ojos fijos en los ladrones y rateros más conocidos. Un tipo de aspecto extraño con ropa de oficinista miraba con vivo interés mientras Conyngham era conducido al Magpie escaleras arriba, y me saludó cortésmente con una inclinación.

—Bastante tranquilo hasta ahora —dijo, y noté que llevaba su brazo derecho doblado en un ángulo extraño, y su mano estaba torcida y blanca—. Me pregunto, señor, si podría acompañar a su grupo —me dijo su nombre, pero maldito si me acuerdo ahora.

No tenía inconveniente, así que vino escaleras arriba, al desorden de nuestra habitación delantera. Los restos de la comida y bebida nocturna ya se habían retirado para servir el desayuno, y los camareros echaban a las busconas, que se quejaban con chillidos estentóreos. La mayor parte de nuestro grupo tenía un aspecto muy decaído, y no le hicieron demasiado caso a los embutidos y los riñones.

—La primera vez para la mayoría de éstos —dijo mi nuevo conocido—. Interesante, señor, muy interesante —ante mi invitación, se sirvió un poco de buey frío y hablamos y comimos junto a una de las ventanas mientras la multitud de abajo iba en aumento, hasta que la calle entera estuvo atestada en toda la extensión que alcanzaba la vista, a ambos lados del cadalso. Se agitaba allí una gran muchedumbre, con los policías que guardaban las barreras y apenas espacio suficiente para que los carteristas y criminales hicieran su trabajo. Allí debía de haber una representación de casi todos los tipos que viven en Londres: todos los desperdicios del submundo, hombro con hombro con los comerciantes y la gente de la City; empleados y dependientes, padres de familia con niños subidos a sus hombros, niños mendigos correteando y tirando de la manga a la gente; un carruaje de un señor contra una pared, y la multitud lanzando vítores cuando su recio ocupante subió al techo ayudado por su cochero. Todas las ventanas estaban llenas de mirones a dos pavos cada uno; había galerías en los tejados con asientos de alquiler, e incluso había gente que había trepado a los canalones de la lluvia y a las farolas. Un golfillo harapiento llegó gateando por la pared del Magpie como un mono; se colgó al borde de nuestra ventana con manos y pies desnudos y sucísimos, sus grandes ojos mirando a nuestros platos; mi compañero le acercó un trozo de embutido y éste desapareció en un santiamén en la fea boca.

Alguien gritó desde nuestra ventana, y vi a un tipo robusto y de nariz chata mirando hacia arriba; mi compañero, el del brazo tullido, le devolvió el saludo, pero el estruendo y las risas de la multitud eran demasiado fuertes para conversar, finalmente mi compañero se rindió y me dijo:

—Ya me imaginaba que iba a estar aquí. Un buen escritor, ya lo verá; nos hace sombra a todos los demás. ¿Siguió usted a miss Tickletoby el verano pasado?

De todo lo cual yo deduje que el tipo que estaba debajo de nuestra ventana era el señor William Makepeace Thackeray. Ésa fue la ocasión en que lo vi más de cerca.

—Es una idea muy acertada —siguió mi compañero— porque si las ejecuciones se llevaran a cabo en las iglesias, nunca faltaría una congregación... probablemente se reuniría la misma gente que tenemos aquí, ¿no cree? ¡Ah... ahí está!

Mientras hablaba, sonó la campana, y la multitud de abajo empezó a rugir al unísono: «Uno, dos, tres...», hasta la octava campanada. Entonces hubo un tremendo hurra, que resonó entre los edificios, y luego murió súbitamente en un silencio sólo roto por el agudo llanto de un niño. Mi compañero susurró: «La campana del Santo Sepulcro empieza a tocar, Dios tenga misericordia de su alma».

Cuando el rugido de la multitud empezó a aumentar otra vez, miramos a través de aquel mar de humanidad que estiraba el cuello hacia el cadalso, y allí estaban los policías saliendo deprisa de la puerta de los Deudores de la cárcel, con el prisionero atado entre ellos, subiendo los escalones hacia la plataforma. El reo parecía estar medio dormido («drogado —dijo mi compañero—, a ellos no les importará»). No les importó, pero empezaron a dar patadas y chillar y gritar, ahogando la plegaria del cura, mientras el verdugo hacía rápidamente el nudo, deslizaba una capucha por encima de la cabeza del condenado y se preparaba a correr el cerrojo. No se oía ni una mosca, hasta que un borracho se puso a cantar en voz alta: «¡Que tengas salud, Jimmy!», y hubo gritos y risas. Todo el mundo miró a la figura con la capucha blanca bajo el madero, esperando.

—No le mire —susurró mi compañero—. Mire a sus compañeros.

Lo hice, dirigí una mirada a la ventana de al lado: todas las caras expectantes, las bocas abiertas, inmóviles, algunas sonrientes, algunas pálidas de terror, algunas en un éxtasis sorprendente.

—Siga mirándoles —dijo, y exactamente con sus palabras llegó el golpe y el impacto de la caída, un poderoso grito de la multitud, y todas las caras en la ventana de al lado se vieron ardientemente iluminadas de placer. Speedicut sonreía y gritaba, Beresford suspiraba y se humedecía los labios, la pesada cara de Spottswood mostraba una salvaje satisfacción, mientras su querida colgaba con risitas de su brazo y simulaba taparse la cara.

—Interesante, ¿eh? —dijo el hombre del brazo tullido.
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Se puso el sombrero, le dio un golpecito y me dedicó una amable inclinación—. Bueno, le estoy muy agradecido, señor. —Y se fue.

Al otro lado de la calle, el cuerpo con la capucha blanca se balanceaba lentamente sobre la trampilla, un policía en el patíbulo sujetaba la cuerda y directamente debajo de mí la multitud se iba a las tabernas. En un rincón de la habitación, Conyngham estaba vomitando.

Bajé las escaleras y me quedé esperando que la multitud se disolviera, pero la mayoría esperaba todavía en la confianza de vislumbrar un poco el cuerpo colgante, que no podía ver por el gentío que tenía delante. Me preguntaba lo lejos que tendría que caminar para coger un coche cuando apareció un hombre frente a mí y enseguida reconocí por la cara roja, los ojos diminutos y el chaleco chillón al señor Daedalus Tighe.

—Bien, bien, señor —gritó—. ¡Aquí ‘stamos de nuevo! He oído que va a ir usté a Canterbury... ¡Bueno, espero que aqueyo les proporsione un deporte mejor que «éste», se lo juro —e hizo una señal hacia el patíbulo—. ¿Había visto alguna ves a alguien tan desgrasiao, señor Flaxman? No vale la pena mirar, señor, no vale la pena. No ha disho ni una palabra... ni un dincurso, ni arrepentimiento, ni un poco de lusha, ¡maldita sea! Esto no es lo que nosotros hubiéramo llamao un espestáculo en mijuventud. Se podía pensar —dijo, metiendo los pulgares en su chaleco— que un joven ratero como ese de ahí, que no ha tenío educasión propiamente disha, ni tampoco ha valío nada hasta hoy... se podría pensar, señor, que en «esta» gran ocasión de su vida podía haber mostrao algún apresio, y no deja’le drogao y como tonto. ¿Cuál era su ambisión, señor, permitir que se lo cargaran de esa manera, cuando podía haber reconosío el interés, señor, de toa esa gente de ahí, y respondío al mismo? —me sonrió cálidamente, con la cabeza ladeada—. Ná de ná, señor Flaxman, no hay juego. Ahora usté, señor... usté lo haría mushísimo mehor si fuera lo bastante desgrasiao como pa encontrarse en su lugar... que Dios no lo premita, ¿verdá? Le habría dao a la gente lo que quería, como un buen cabayero inglés. Y hablando de juegos —siguió—, confio en que se encontrará usté en plena forma pa Canterbury. Cuento con usté, señor, cuento con usté, ya lo creo.

Algo en su tono me puso de punta el vello de la nuca. Le había estado dirigiendo una mirada fría, pero no pude por menos que dirigirle una decididamente dura.

—No sé qué quiere decir usted exactamente, buen hombre —dije yo—, y no me importa tampoco. Puede usted irse a...

—No, no, no, mi hoven señor —dijo él, sonriendo, más rojo que nunca—. Usté me ha confundío. Lo que le estoy disiendo, señor, es que estoy interesao... muy interesao en el ésito del equipo Informal del señor Mynn, y espero que ganen, para su sastifasión y mi provesho —guiñó un ojo malévolamente—. Recordará usté, señor, cómo le espresé yo mi agradesimiento a su gran hasaña en Lord el año pasao, adelantándole una cosiya, un pequeño orsequio de admirasión, realmente...

—Nunca obtuve ni una maldita cosa de usted —corté yo, quizás un poco demasiado rápidamente.

—¿Ah sí, señor? Bueno, vaya, me deja usté asombrao, señor... realmente asombrao. Ya que puse espesial cuidao en enviárselo a su diresión... ¡y usté nunca lo resibió! Bien, bien —y los ojillos negros eran duros como guijarros—. Me pregunto ahora si ese viyano de empleao mío, Vinsent, se guardó aqueyo en su bolsiyo en lugar de entregánselo a usté... La maldá humana, señor Flaxman, no tiene límites. Pero bueno, señor, no tenemos que enfada’nos —y se rió de buena gana—, hay más de onde vino aquél, señor. Y puedo desirle, señor, que si maneja usté bien su bate contra los Irregulars esta tarde... pué contar con tresientos, me comprometo a eyo, ¿eh?

Yo me quedé sin habla, abrí la boca y la cerré. Me miró amablemente, guiñó un ojo de nuevo y miró a uno Y otro lado.

—Es terrible, señor, qué horrós. ¿Por qué la polisía no echa a esos malditos rateros y estafadores, bueno, un cabayero como usté no está a salvo, eyos intentarán clava’le los dientes, a menos que usté se ponga duro. Es un escándalo, señor; lo que usté nesesita es un coshe, es lo que usté nesesita.

Hizo una señal, un robusto bruto se acercó y emitió un penetrante silbido, y antes de decir Jesús ya había un coche abriéndose paso entre la multitud, y su conductor golpeando a todos los que no se apartaban con bastante celeridad. El gángster saltó a la cabeza del caballo, otro sujetó la puerta y el señor Tighe, con el sombrero en la mano, me empujó dentro; sonriendo más ampliamente que nunca.

—Y que tenga la mejor de las suertes esta tarde, señor —gritó—. Usté eshará a los Irregulars en un momento, se lo aseguro, y —volvió a guiñar un ojo— lo espero cuando coja su bate, señor Flaxman. ¡Al puente de Londres, coshero! —Y allá fue el coche, llevando a un caballero muy pensativo, puedo asegurárselo.

Estuve pensando en el notable señor Tighe todo el camino a Canterbury, y concluí que si era lo bastante loco como para tirar su dinero, era problema suyo... ¿Qué tipo de apuestas podía esperar ganar él si yo perdía mi
wicket
, ya que, la verdad sea dicha, yo bateaba bastante abajo en la lista, y podía fácilmente no sacar el bate en toda la mano?
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¿Quién apostaría trescientos en aquel caso? Bueno, era su problema, no el mío... pero debía tener cuidado con él y no liarme con sus historias. Al menos no esperaba que perdiera, sino al contrario; trataba de sobornarme para que lo hiciera bien. ¡Hum!

El resultado de todo aquello fue que yo lancé bastante bien para los once de Mynn, y cuando volví al
wicket
para batear, me pegué a mi sitio como una lapa, para el desencanto de los espectadores, que esperaban que trabajara duro. Fui el tercero en intervenir, así que no tenía que durar mucho, y como el propio Mynn estaba al otro extremo, despejando los
runs
, mi conducta fue perfectamente adecuada. Ganamos por dos
wickets
, Flashy no sufrió ningún
out
, nada... y a la mañana siguiente, después del desayuno, había un paquetito dirigido a mí, con trescientas libras en billetes dentro.

Como un loco volví a cerrarlo y estuve a punto de decirle al mensajero que lo devolviera a quienquiera que se lo hubiera entregado... pero no lo hice. Mal asunto... pero trescientos son trescientos, y era un regalo, ¿verdad? Siempre podía negar que lo hubiese visto. Por Dios, yo era muy inocente entonces, a pesar de toda mi experiencia militar.

Esto, por supuesto, tuvo lugar en la casa que Haslam había alquilado a las afueras de Canterbury, muy espléndida, con senderos de grava, buen césped, arbustos y árboles, luz de gas en toda la casa, habitaciones bien amuebladas, la mejor comida y bebida, criados por todas partes y lo mejor de lo mejor. Había como una docena de huéspedes en la casa, porque aquél era un lugar de paso y Haslam había previsto todas las comodidades. Dio una fiesta suntuosa en aquella primera noche del lunes, a la cual asistieron Mynn y Félix, y la charla fue toda sobre críquet, por supuesto, pero hubo también cierto número de damas, incluyendo a la señora Leo Lade, que se derretía por mí al otro lado de la mesa bajo una enorme masa de bucles, con un vestido tan escotado que tenía los pechos casi metidos en la sopa. «Ésta no le hará ascos a una buena estaca y unas pelotas esta semana», pensé yo, y dediqué mi sonrisa más encantadora a Elspeth, que estaba resplandeciente junto a Don Solomon en la presidencia de la mesa.

Al final, sin embargo, su entusiasmo desapareció por completo, porque Don Solomon dijo que aquélla sería su última diversión en Inglaterra: a finales de mes iría a visitar sus propiedades de Oriente, y no sabía cuándo volvería. Dijo que podían pasar años, ante lo cual una genuina expresión de pena cundió en torno a la mesa, ya que los allí reunidos sabían de sobras cuándo se acababa una diversión. Sin el espléndido Don Solomon, habría un lujoso hogar menos para que las hienas de la sociedad se aprovecharan de él. Elspeth estaba bastante disgustada.

—Pero querido Don Solomon, ¿qué haremos nosotros? ¡Oh, está usted bromeando...! Vaya, sus aburridas propiedades se las arreglarán perfectamente sin usted, porque estoy segura de que contrata usted sólo a las personas más inteligentes para que las cuiden —hizo un bonito mohín—. No será tan cruel con sus amigos, claro que no... Señora Lade, no le dejaremos marchar, ¿verdad?

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