—Oh, tonterías.
—No es ninguna tontería. Tiene usted una obligación.
¿Por boca de quién hablas, Bill?
, pensó Cordelia.
Esto no es cosa tuya
. Se frotó la nuca.
—Creí que me habían relevado de todas mis obligaciones. ¿Qué más quieren de mí?
Tailor se encogió de hombros.
—Se pensó… me dieron a entender… que podría tener usted futuro como portavoz del… del Gobierno. Debido a su experiencia de guerra. Una vez que se recupere.
Cordelia esbozó una mueca.
—Se hacen extrañas ilusiones sobre mi carrera como soldado. Mire… en lo que a mí respecta, Freddy
el Firme
puede ponerse medias e ir a pedir el voto hermafrodita en Quartz. Pero yo no vo-voy a representar el papel de… de una vaca propagandística, para que me ordeñe cualquier partido. Tengo aversión a la política, por citar a un amigo.
—Bueno… —Él se encogió de hombros, como si también hubiera rechazado un deber, y continuó con más firmeza—: Sea como sea, hacer que se recupere para cumplir con su deber una vez más es preocupación mía.
—Estoy… estaré bien, después de mi-mi mes de permiso. Sólo necesito un descanso. Quiero volver a Exploración.
—Y podrá hacerlo. En cuanto reciba el alta médica.
—Oh. —Cordelia tardó unos instantes en captar las implicaciones de aquello—. Oh, no… espere un minuto. Tuve un pequeño pro-problema con la doctora Sprague. Una mujer muy agradable, su razonamiento era sensato, pero sus premisas eran equivocadas.
El comodoro Tailor la miró apenado.
—Creo que lo mejor será que la deje en manos de la doctora Mehta. Ella se lo explicará todo. Cooperará con ella, ¿verdad, Cordelia?
Cordelia hizo una mueca, helada.
—Permítame que lo deje claro. Lo que me están diciendo es que, si no puedo contentar a mi loquero, nunca volveré a poner un pie en una nave de Exploración. Ni puesto de ma-mando… ni trabajo.
—Es… una forma muy brusca de expresarlo. Pero ya sabe que para trabajar en Exploración, con pequeños grupos de personas aisladas juntas durante largos periodos de tiempo, los perfiles psíquicos son de absoluta importancia.
—Sí, lo sé… —Forzó sus labios a ofrecer una sonrisa—. Co-cooperaré. Cla-claro.
—Bien —dijo la doctora Mehta, colocando su caja sobre una mesa del apartamento de los Naismith—, esto es un método de monitorización en absoluto molesto. No sentirá usted nada, no le hará nada, excepto darme a mí las pistas sobre qué temas son de importancia subconsciente para usted. —Hizo una pausa para tragar una cápsula, y añadió—: Alergia. Discúlpeme. Considérelo como un zahorí emocional en busca de las corrientes enterradas de la experiencia.
—Para decirle dónde tiene que cavar el pozo, ¿eh?
—Exactamente. ¿Le importa si fumo?
—Adelante.
Mehta encendió un cigarrillo aromático y lo depositó con desenfado en un cenicero que había traído consigo. El humo revoloteó hacia Cordelia; ella entornó los ojos al percibir su olor acre.
Una extraña perversión para una doctora
, pensó;
bueno, todos tenemos nuestras debilidades
. Miró la caja, conteniendo su irritación.
—Empecemos por una base de datos —dijo Mehta—. Julio.
—¿Se supone que tengo que decir agosto o algo?
—No, no es un test de asociación libre: la máquina hará el trabajo. Pero puede hacerlo, si lo desea.
—Está bien.
—Doce.
Apóstoles
, pensó Cordelia.
Huevos. Días de navidad
.
—Muerte.
Nacimiento
, pensó Cordelia.
Esos barrayareses de clase alta lo depositan todo en sus hijos. Nombre, propiedades, cultura, incluso su continuidad en el Gobierno
. Una gran carga, no era extraño que los niños se encogieran y retorcieran bajo su peso.
—Nacimiento.
Muerte
, pensó Cordelia.
Un hombre sin hijos es allí un fantasma ambulante, sin ninguna participación en su futuro. Y cuando el Gobierno falla, pagan el precio con las vidas de sus hijos. Cinco mil
.
Mehta movió el cenicero un poco a la izquierda. No sirvió de nada: el malestar empeoró, de hecho.
—Sexo.
Poco probable, estando yo aquí y él allí
…
—Diecisiete.
Contenedores
, pensó Cordelia.
Me pregunto cómo les irá a esos pobres y desesperados fragmentos de vida
.
La doctora Mehta frunció el ceño ante sus indicadores, dubitativa.
—¿Diecisiete? —repitió.
Dieciocho
, pensó Cordelia firmemente. La doctora Mehta tomó nota.
—Almirante Vorrutyer.
Pobre sapo sacrificado. Sabes, creo que dijiste la verdad: debió de amar a Aral una vez, para odiarlo tanto. Me pregunto qué te hizo. Te rechazó, probablemente. Yo podría comprender ese dolor. Tenemos algo en común después de todo, tal vez
…
Mehta ajustó otro dial, frunció de nuevo el ceño, lo volvió.
—Almirante Vorkosigan.
Ah, amor, seamos sinceros el uno con el otro
… Cordelia se concentró en el uniforme azul de Mehta. Obtendría un géiser si excavaba allí. Probablemente ya lo sabe, está tomando otra nota…
Mehta miró su cronómetro, y se inclinó hacia delante con gran atención.
—Hablemos del almirante Vorkosigan.
Mejor no
, pensó Cordelia. Dijo:
—¿Qué pasa con él?
—Trabaja mucho en su sección de Inteligencia, ¿lo sabe?
—No lo creo. Su especialidad principal parece ser la de táctico de Estado Mayor… cuando no está en patrulla de servicio.
—El Carnicero de Komarr.
—Eso es una maldita mentira —dijo Cordelia automáticamente, y deseó de inmediato no haber hablado.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó Mehta.
—Él.
—Él. Ah.
Ya te daré yo a ti por ese «Ah». No. Cooperación. Calma. Me siento tranquila… Desearía que esta mujer dejara de fumar o apagara esa cosa. Me pican los ojos
.
—¿Qué prueba le ofreció?
Ninguna
, advirtió Cordelia.
—Su palabra, supongo. Su honor.
—Bastante intangible. —Tomó nota otra vez—. ¿Y le creyó usted?
—Sí.
—¿Por qué?
—Parecía… coherente con lo que vi de su carácter.
—Fue usted prisionera suya durante seis días en aquella misión de Exploración, ¿verdad?
—Eso es.
Mehta dio un golpecito con su lápiz óptico y dijo «mm», de modo ausente, mirando a través de ella.
—Parece bastante convencida de la sinceridad de ese Vorkosigan. ¿No cree que le haya mentido nunca, entonces?
—Bueno… sí, pero después de todo, yo era una oficial enemiga.
—Sin embargo, parece aceptar sus palabras sin cuestionar nada.
Cordelia trató de explicarse.
—La palabra de un hombre es en Barrayar algo más que una vaga promesa, al menos para los tipos a la antigua usanza. Cielos, es incluso la base de su gobierno, juramentos de fidelidad y todo eso.
Mehta silbó sin sonido.
—¿Aprueba usted su forma de gobierno ahora?
Cordelia se agitó, incómoda.
—No exactamente. Estoy empezando a comprenderla un poco, eso es todo. Podría funcionar, supongo.
—Así que ese asunto de la palabra de honor… ¿cree que él nunca la rompe?
—Bueno…
—La rompe, entonces.
—Lo he visto hacerlo. Pero el coste fue enorme.
—La rompe por un precio, entonces.
—Por un precio no. A un coste.
—No soy capaz de ver la diferencia.
—Un precio es por algo que obtienes. Un coste es algo que pierdes. Él perdió… mucho, en Escobar.
La conversación derivaba hacia terreno peligroso.
Tengo que cambiar de tema
, pensó Cordelia, adormilada.
O echar una siestecita
… Mehta volvió a mirar la hora, y estudió intensamente el rostro de Cordelia.
—Escobar —dijo Mehta.
—Aral perdió su honor en Escobar, ¿sabe? Dijo que iba a irse a casa y a emborracharse después. Escobar le rompió el corazón, creo.
—Aral… ¿lo llama usted por ese nombre?
—Él me llama «querida capitana». Siempre me pareció gracioso. Muy revelador, en cierto modo. Me considera una mujer soldado. Vorrutyer tenía razón otra vez: creo que soy la solución a una dificultad que tiene. Me alegro…
La habitación empezaba a caldearse. Cordelia bostezó. Los anillos de humo se enroscaban como tentáculos a su alrededor.
—Soldado.
—Él quiere a sus soldados, ¿sabe? De verdad. Está lleno de ese peculiar patriotismo barrayarés. Todo el honor para el emperador. El emperador apenas parece merecedor de ello…
—Emperador.
—Pobre cretino. Atormentado como Bothari. Tal vez igual de loco.
—¿Bothari? ¿Quién es Bothari?
—Habla con demonios. Los demonios le responden. Le gustaría Bothari. A Aral le gusta. Y a mí. Es un buen tipo para tenerlo al lado en el próximo viaje al infierno. Habla su idioma.
Mehta frunció el ceño, volvió a tocar los diales, y dio un golpecito a su pantalla de lectura con una larga uña. Retrocedió.
—Emperador.
Cordelia apenas podía mantener los ojos abiertos. Mehta encendió otro cigarrillo y lo colocó junto a la colilla del primero.
—El príncipe… —dijo Cordelia. No podía hablar del príncipe…
—El príncipe —repitió Mehta.
—No puedo hablar del príncipe. Esa montaña de cadáveres… —Cordelia entornó los ojos ante el humo. El humo… el extraño y acre humo de los cigarrillos, encendidos y nunca llevados a la boca…
—Me está usted… drogando… —Su voz se apagó en un extraño aullido, y se tambaleó hasta ponerse en pie. El aire era como pegamento. Mehta se inclinó hacia delante, los labios entreabiertos en un gesto de concentración. Luego saltó de la silla y retrocedió sorprendida mientras la otra mujer se abalanzaba hacia ella.
Cordelia barrió la grabadora de la mesa y le cayó encima cuando chocó con el suelo, golpeándola con la mano derecha, la mano buena.
—¡No hablaré! ¡No más muertes! ¡No puede obligarme! A la mierda… no podrá conseguirlo, lo siento, perro guardián, recuerda cada palabra, lo siento, lo fusiló, por favor, hábleme, por favor, déjeme salir, por favor déjeme salir, porfavordejemesalir…
Mehta intentaba levantarla del suelo, hablando tranquilizadoramente. Cordelia captó retazos mezclados con su propia cháchara.
—… no puede hacer eso… reacción idiosincrática… muy habitual. Por favor, capitana Naismith, tiéndase…
Algo destelló en la mano de Mehta. Una ampolla.
—¡No! —gritó Cordelia, tendiéndose de espaldas y pataleando. La alcanzó. La ampolla salió volando hasta perderse bajo una mesa—. Nada de drogas, nada de drogas, no no no…
Mehta estaba verdosa.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Pero tiéndase… eso es, así…
Salió corriendo para poner el aire acondicionado a máxima potencia, y apagó el segundo cigarrillo. El ambiente se despejó rápidamente.
Cordelia se tumbó en el sofá, recuperando el aliento y temblando. Tan cerca, había estado tan cerca de traicionarlo… y ésta era sólo la primera sesión. Gradualmente empezó a sentirse más refrescada y más despejada.
Se sentó, la cara enterrada en las manos.
—Ha sido un truco sucio —dijo con voz átona.
Mehta sonrió, una sonrisa de plástico que enmascaraba su excitación.
—Bueno, sí, un poco. Pero ha sido una sesión enormemente productiva. Mucho más de lo que esperaba.
Apuesto a que sí
, pensó Cordelia.
Disfrutaste de mi actuación, ¿verdad?
Mehta estaba arrodillada en el suelo, recogiendo piezas de la grabadora.
—Lamento lo de su máquina. No sé qué me ha pasado. ¿He… he destruido los resultados?
—Sí, debería haberse quedado dormida. Extraño. Y no. —Triunfal, sacó un cartucho de datos del destrozo y lo colocó con cuidado sobre la mesa—. No tendrá que pasar otra vez por esto. Todo está aquí. Muy bien.
—¿Y qué ha encontrado? —preguntó Cordelia secamente, controlando su tensión.
Mehta la observó con fascinación profesional.
—Es usted sin duda el caso más fascinante que he tratado jamás. Pero esto debería despejar su mente de cualquier duda sobre si los barrayareses han, ah, reorganizado violentamente su pensamiento. Sus indicadores prácticamente se han salido de la escala. —Asintió con conocimiento.
—¿Sabe? No es que me entusiasmen sus métodos. Tengo una aversión particular a que me droguen contra mi voluntad. Creía que esas cosas eran ilegales.
—Pero necesarias, a veces. Los datos son mucho más puros si el sujeto no es consciente de la observación, Se considera suficientemente ético si se obtiene un permiso
a posteriori
.
—Permiso
a posteriori
, ¿eh? —rezongó Cordelia. El miedo y la furia se enroscaron en una doble hélice por su columna dorsal, apretando cada vez más. Con esfuerzo, mantuvo la sonrisa, sin dejar que se convirtiera en una mueca—. Es un concepto legal en el que nunca había pensado. Parece… casi propio de Barrayar. No la quiero en mi caso —añadió bruscamente.
Mehta tomó nota y alzó la cabeza, sonriente.
—No es una declaración emocional —recalcó Cordelia—. Es una exigencia legal. Rehúso cualquier nuevo tratamiento por su parte.
Mehta asintió, comprensiva. ¿Era sorda esa mujer?
—Enormes progresos —dijo feliz—. No esperaba descubrir la defensa de aversión hasta dentro de una semana.
—¿Qué?
—No esperaba que los barrayareses hubieran trabajado tanto con usted y por tanto no plantó defensas alrededor, ¿no? Claro que se siente hostil. Pero recuerde, ésos no son sus sentimientos. Mañana trabajaremos en ello.
—¡Ah, no, nada de eso! —Los músculos de su cuero cabelludo estaban tensos como alambres. Le dolía ferozmente la cabeza—. ¡Está despedida!
Mehta parecía ansiosa.
—¡Oh, excelente!
—¿No me ha oído? —vociferó Cordelia. ¿De dónde salía aquel alarido quejumbroso en su voz? Calma, calma…
—Capitana Naismith, le recuerdo que no somos civiles. Ésta no es la típica relación legal médico-paciente; ambas nos debemos a una disciplina militar, y perseguimos, según tengo motivos para creer, un fin militar… No importa. Basta con decir que usted no me ha contratado y que no puede despedirme. Hasta mañana, entonces.
Cordelia permaneció sentada durante horas después de que se marchara, contemplando la pared y haciendo oscilar las piernas con golpes ausentes contra el costado del sofá, hasta que su madre llegó a casa con la cena. Al día siguiente dejó el apartamento temprano y dio un paseo al azar por la ciudad, y no regresó hasta por la noche, muy tarde.