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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (11 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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Era evidente que había llegado el momento de llamar a las tropas de Hassadar. El asunto se estaba poniendo difícil. Su guardaespaldas estaba casi fuera de combate… aunque fuera el caballo de Miles el que lo hubiera dejado así, no el atacante misterioso. Pero el hecho de que los ataques no hubieran sido fatales no significaba que no se hubiera pretendido que lo fueran. Tal vez un tercer ataque se llevaría a cabo con mayor experiencia. La práctica lleva a la perfección.

Miles se sentía exhausto. El cansancio y los nervios lo habían vencido. ¿Cómo había permitido que un caballo cualquiera se convirtiera en semejante palanca sobre sus emociones? Malo, casi una locura… y sin embargo, seguramente Tonto era una de las almas más puras e inocentes que Miles hubiera conocido. Miles recordó la otra alma inocente del caso y tembló en la oscuridad.
Fue cruel, señor, fue algo cruel
… Pym tenía razón. En ese mismo momento los arbustos podían estar llenos de los asesinos amigos de Csurik.

Mierda, los arbustos se movían… sí, ahí, un movimiento, un grupo de ramas que se golpeaban al retroceder para dar paso… ¿A qué? El corazón de Miles saltó en su pecho. Ajustó el bloqueador en energía máxima, se deslizó en silencio por los escalones de la galería y se movió aprovechando los lugares en que el pasto largo del patio no había quedado aplastado por las actividades del día y la noche anteriores. Se quedó quieto como un felino al ver cómo una forma poco clara se coagulaba en medio de la niebla.

Un joven flaco, no demasiado alto, vestido con los pantalones anchos que parecían ser la prenda más común del lugar, estaba de pie con un gesto de cansancio junto a las líneas de caballos mirando desde el patio la cabaña de Karal. Se quedó allí durante dos minutos de reloj, sin moverse. Miles lo tenía en la mira del bloqueador. Si se atrevía a dar un solo paso hacia Tonto…

El joven caminó hacia adelante y luego hacia atrás con incertidumbre, después se puso en cuclillas, sin dejar de mirar hacia el patio. Sacó algo del bolsillo de su chaqueta suelta. El dedo de Miles se tensó sobre el gatillo pero el joven se llevó lo que fuera a la boca y lo mordió. Una manzana. El crujido del mordisco llegó bien lejos en el aire húmedo y también el perfume leve de la fruta. El joven se comió la mitad, después se detuvo, como si le costara tragar. Miles controló el cuchillo en su cinturón, se aseguró de que estaba suelto en la vaina. Los ollares de Tonto se extendieron y relinchó con esperanza. El joven lo miró. Se levantó y caminó hasta el caballo.

La sangre latía en las orejas de Miles, más fuerte que cualquier otro sonido. Tenía la mano del arma cubierta de sudor y los nudillos blancos. El joven le dio a Tonto la mitad de su manzana. El caballo se la tragó; la mandíbula le chorreaba sobre la piel. Después levantó la cadera, puso a descansar un casco trasero y suspiró con fuerza. Si Miles no hubiera visto al joven comer el otro pedazo de la manzana, le habría disparado inmediatamente. Pero no podía estar envenenada… El hombre hizo un gesto como para acariciar el cuello de Tonto, después retiró la mano, asombrado, al ver el vendaje de Dea. Tonto cabeceó, inquieto. Miles se puso de pie y se quedó así, esperando. El hombre rascó las orejas de Tonto, miró otra vez a la cabaña, respiró hondo y avanzó, vio a Miles y se quedó inmóvil a mitad del paso que estaba dando.

—¿Lem Csurik? —dijo Miles.

Una pausa, un asentimiento tenso.

—¿Señor Vorkosigan? —preguntó el joven.

Miles asintió a su vez.

Csurik tragó saliva.

—Señor Vor —dijo temblando—, ¿sabe usted cumplir con su palabra?

Qué manera tan rara de empezar. Miles alzó las cejas.
Mierda, sigamos con el asunto
.

—Sí. ¿Piensa entregarse?

—Sí y no, milord.

—¿Cuál de los dos?

—Un trato, milord. Quiero hacer un trato y necesito su palabra.

—Si usted mató a Raina…

—No, señor, lo juro… Yo NO la maté.

—Entonces no tiene nada que temer de mí.

Lem Csurik apretó los labios, ¿Qué mierda era lo que ese joven encontraba irónico? ¿Cómo se atrevía a encontrar irónica la confusión de Miles? Ironía, sí, nada de diversión.

—Ah, señor —jadeó Csurik—. Ojalá fuera así. Pero yo tengo que probárselo a Harra. Harra tiene que creerme…, usted tiene que hacer que me crea, señor.

—Primero tengo que creerle yo. Por suerte, eso no es difícil de conseguir. Venga a la cabaña, hágame la misma declaración bajo pentarrápida. Entonces Yo limpiaré su nombre.

Csurik negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —dijo Miles con paciencia. Que Csurik hubiera aparecido por propia voluntad era una indicación importante, aunque circunstancial, que apuntaba a su inocencia. A menos que se hubiera imaginado que de alguna forma podía vencer a la droga. Miles sería paciente durante… bueno, tres o cuatro segundos. Por lo menos. Y después, por Dios, le dispararía con el bloqueador, lo arrastraría adentro, lo ataría hasta que se despertara y llegaría al fondo de ese asunto antes del desayuno.

—La droga… dicen que uno no puede esconder nada.

—Sería muy poco útil si se pudiera.

Csurik se quedó callado un segundo.

—¿Está tratando de esconder algún crimen menor? ¿Ése es el trato que quiere hacer? ¿Una amnistía? Tal vez… tal vez fuera posible. Si no se trata de otro asesinato, quiero decir.

—No, señor. Nunca he matado a nadie.

—Entonces, tal vez podamos hacer un trato. Porque si usted es inocente, necesito saberlo cuanto antes. Significará que todavía no he terminado mi trabajo aquí.

—Ese… ése es el problema, señor. —Csurik enmudeció y después pareció llegar a algún tipo de decisión interna y se puso de pie, con fuerza—. Estoy dispuesto a entrar y desafiar a su droga. Y contestaré cualquier cosa que quiera preguntarme sobre mí… Pero tiene que prometerme… ¡no, jurarme! que no me preguntará nada sobre nada más. Nadie más.

—¿Sabe quién mató a su hija?

—No estoy seguro. —Csurik levantó la cabeza, desafiante—. No lo vi. Pero me lo imagino.

—Yo también.

—Eso no me importa, señor. Siempre que no venga de mi boca. Es todo lo que pido.

Miles levantó el bloqueador y se frotó el mentón.

—Mmm —una sonrisa muy leve le torció la comisura del labio—. Lo admito… sería más elegante resolver este caso por deducción que por la fuerza bruta. Incluso una fuerza tan leve como la de la pentarrápida.

Csurik bajó la cabeza.

—No sé nada sobre elegancia, milord. Pero no quiero que salga de mi boca.

La decisión hervía en la mente de Miles y se le enderezó la espalda. Sí. Ahora sí sabía. Sólo tendría que reseguir las pruebas, paso por paso. Como la matemática del espacio 5.

—Muy bien. Juro por mi palabra de Vorkosigan que mis preguntas se referirán sólo a los hechos de los cuales usted fue testigo. No le voy a preguntar por conjeturas sobre personas ni hechos en los cuales usted no haya estado presente. ¿Le parece bien así?

Csurik se mordió el labio.

—Sí, milord. Si cumple usted con su palabra.

—Pruébeme —sugirió Miles. Se le torcieron los labios en una sonrisa ladina y se aguantó el comentario insultante sin decir palabra.

Csurik trepó por el patio junto a él como si caminara hacia el cadalso. La entrada de los dos produjo una sorpresa impresionante a Karal y a su familia, reunida alrededor de la mesa de madera en la que Dea atendía a Pym. Éstos parecían ausentes hasta que Miles presentó al recién llegado.

—Doctor Dea, vaya a buscar su pentarrápida. El señor Lem Csurik ha venido a hablar con nosotros.

Miles llevó a Lem hasta una silla. El hombre de las colinas se sentó con las manos apretadas. Pym, con un morado en los bordes de su vendaje blanco, levantó el bloqueador y dio un paso atrás.

El doctor Dea le preguntó entre dientes a Miles mientras iba a buscar el hipoespray:

—¿Cómo diablos lo consigue?

Miles se metió la mano en el bolsillo, sacó un terrón de azúcar, lo levantó y sonrió a través de la C del pulgar y el índice. Dea soltó un bufido, pero en su gesto había un vacilante respeto.

Lem se encogió cuando el spray le tocó el brazo, como si esperara que le doliera.

—Cuente de diez a uno, por favor, hacia atrás —dijo Dea.

Cuando Lem llegó a tres, se había relajado y en el cero, se reía entre dientes, como un tonto.

—Karal, señora Karal, Pym, acérquense —dijo Miles—. Ustedes son mis testigos. Muchachos, apartaos y permaneced callados. No quiero interrupciones, por favor.

Miles ejecutó todos los preliminares, media docena de preguntas elaboradas para establecer un ritmo y matar el tiempo mientras la penta hacía efecto. Lem Csurik sonreía, se balanceaba en su silla y contestaba todo con una buena voluntad evidente. El interrogatorio con pentarrápida había sido parte del entrenamiento del curso de inteligencia militar en la academia del Servicio. Extrañamente, la droga parecía estar funcionando justo como decían que funcionaba.

—¿Volvió a su cabaña la otra mañana, después de pasar la noche con sus padres?

—Sí, milord. —Lem sonrió.

—¿A qué hora más o menos?

—A media mañana.

Nadie tenía un reloj en el valle y probablemente ésa era la respuesta más precisa que iba a conseguir de Lem.

—¿Qué hizo cuando llegó?

—Llamé a Harra. Se había ido. Me asustó que se hubiera ido. Pensé que tal vez me había abandonado. —Lem hipó—. Quiero a mi Harra en casa.

—¿La niña estaba dormida?

—Sí. Se despertó cuando llamé a Harra. Empezó a llorar de nuevo. Y eso me pone los pelos de punta.

—¿Que hizo entonces?

Los ojos de Lem se abrieron.

—No tenía leche. Ella quería a Harra. No había nada que yo pudiera hacer.

—¿Levantó al bebé?

—No, señor. La dejé donde estaba. No había nada que pudiera hacer por ella. Harra apenas me dejaba tocarla, siempre estaba tan nerviosa por la niña. Me dijo que se me caería o algo así.

—¿No la acunó para que dejara de llorar?

—No, señor. La dejé ahí. Y me fui por el sendero a buscar a Harra.

—¿Y después adónde?

Lem parpadeó.

—A casa de mi hermana. Le había prometido llevar madera para la nueva cabaña. Bella… mi otra hermana, está a punto de casarse, ¿sabe?, y…

Empezaba a irse por las ramas, algo normal bajo el efecto de la droga.

—Basta —dijo Miles. Lem se calló al instante y se balanceó un poco en la silla. Miles pensó mucho la siguiente pregunta. Estaba llegando al límite—. ¿Vio a alguien en el sendero? Conteste sí o no.

—Sí.

Dea estaba muy alterado.

—¿Quién? Pregúntele quién.

Miles levantó la mano.

—Puede administrar el antídoto, doctor Dea.

—¿No le va a preguntar a quién vio? ¡Podría ser vital!

—No puedo. Le di mi palabra. ¡Adminístrele el antídoto, doctor!

Por suerte, la confusión que le causaba que le interrogaran dos personas al mismo tiempo impidió que Lem respondiera con toda alegría a la pregunta de Dea. Éste, asombrado, apretó el hipoespray en el brazo de Lem. Los ojos de Lem, entrecerrados, se abrieron otra vez en unos segundos. Se sentó derecho otra vez y se frotó el brazo y la cara.

—¿A quién encontró usted en el sendero? —le preguntó Dea directamente.

Los labios de Lem se apretaron con fuerza y miró a Miles como pidiéndole auxilio.

Dea también lo miró.

—¿Por qué no ha querido preguntárselo?

—Porque no me hace falta —dijo Miles—. Sé exactamente quién era la persona que Lem encontró en el sendero y por qué Lem siguió caminando y no volvió a la cabaña. Era la persona que mató a Raina. Como pienso probar muy pronto. Y… sean testigos, Karal, señora Karal…, de que esa información no salió de la boca de Lem. ¡Quiero una confirmación!

Karal asintió lentamente.

—Ya veo… milord. Ha sido… muy considerado.

Miles lo miró a los ojos con una sonrisa tensa.

—¿Y cuándo un misterio deja de serlo?

Karal enrojeció, sin decir nada por un momento. Después habló:

—De todos modos, puede seguir por el camino que lleva, milord. Ya nadie lo va a parar, supongo.

—No.

Miles envió mensajeros a casa de los testigos. La señora Karal en una dirección, Zed en otra, el portavoz Karal y su hijo mayor en una tercera. Ordenó a Lem esperar allí con Pym, Dea y él mismo. Como era la que tenía menos distancia que recorrer, la señora Karal volvió primero con la señora Csurik y dos de sus hijos.

La madre de Lem lo abrazó y después miró a Miles con miedo por encima del hombro. Los hermanos menores se quedaron atrás, pero Pym ya se había movido entre ellos y la puerta.

—Todo va bien, mamá. —Lem la dio unas palmaditas en la espalda—. O… bueno, por lo menos, yo estoy bien. Estoy limpio. El señor Vorkosigan me cree.

Ella miró a Miles con rabia, sin soltar el brazo de Lem.

—No dejaste que el señor mutante te diera esa droga venenosa, ¿verdad?

—No es veneno —negó Miles—. En realidad, la droga tal vez le salvó la vida. Eso, me parece, la convierte más bien en un remedio. Sin embargo —se volvió hacia los dos hermanos menores de Lem, y cruzó los brazos con expresión severa—, me gustaría saber cuál de ustedes dos, jovencitos salvajes, tiró una antorcha encendida sobre mi tienda de campaña anoche…

El más joven se puso pálido; el mayor, rojo y furioso, notó la expresión de su hermano y cortó su declaración en la mitad de la sílaba.

—¡No lo hiciste! —susurró, horrorizado.

—Nadie —dijo el que estaba pálido—, nadie lo hizo.

Miles levantó las cejas. Hubo un silencio corto, ahogado.

—Bueno, entonces,
nadie
puede disculparse con el portavoz y su mujer —dijo Miles—, porque los que dormían en esa tienda eran los hijos de los Karal. Yo y mis hombres estábamos en el altillo.

La boca del muchacho se abrió en una mueca de horror. El más joven de los Karal miró fijamente al Csurik pálido que tenía su misma edad y murmuró dándose importancia:

—¡Imbécil, Dono! ¡Idiota!, ¿no sabías que esa tienda no se quema? ¡Es del Servicio Imperial!

Miles cruzó las manos sobre la espalda y miró a los Csurik con frialdad.

—Digamos, para poner las cosas en claro, que fue un intento de asesinato contra el heredero del conde y eso tiene la misma pena capital que un atentado contra el conde mismo. ¿O tal vez Dono no pensó en eso?

Dono estaba completamente confuso. No hacía falta pentarrápida en este caso: el muchacho no podía mentir durante mucho tiempo. La señora Csurik había cogido del brazo a Dono, sin soltar a Lem. Parecía tan enloquecida como una gallina con demasiados pollitos tratando de protegerlos de una tormenta.

BOOK: Fronteras del infinito
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