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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (5 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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—¡No, no, no la persiga! —gritó Miles.

—¿Y cómo diablos se supone que voy a atraparla, entonces? —contestó Dea con agresividad. El cirujano espacial no parecía muy feliz—. ¡Mi equipo médico está sobre esa bestia, mierda!

Al final de la pequeña columna, Pym puso a su caballo de costado para bloquear el sendero.

—Espere, Harra —aconsejó Miles a la mujer de la colina mientras pasaba a su lado—. Y mantenga las riendas cortas. Nada hace correr tanto a un caballo como otro caballo que corre.

Los otros dos jinetes tampoco lo estaban pasando muy bien. La mujer, Harra Csurik, estaba montada sobre el suyo con el agotamiento pintado en el rostro, y lo dejaba caminar sin acosarlo pero por lo menos cabalgaba con equilibrio, en lugar de tratar de usar las riendas a modo de manubrio, como el infortunado Dea. Pym, que cerraba el grupo, era competente, aunque tampoco estuviera cómodo.

Miles hizo que Gordo Tonto se pusiera al paso, con las riendas sueltas y caminó despacio, como paseando, detrás de la yegua, con un aire de profunda tranquilidad en la cara y el paso.

¿
Quién? ¿Yo? No, no quiero atraparte. Sólo estamos disfrutando del paisaje, sí, sí. Eso es, quédate quieta un segundo, come algo
. La yegua alazana se detuvo a arrancar unas hierbas pero no dejó de observar con ojo preocupado el avance de Miles.

Justo a la distancia necesaria para no asustar a la yegua y obligarla a trotar de nuevo, Miles detuvo a Gordo Tonto y se deslizó al suelo. No hizo ningún movimiento hacia la yegua. Se quedó de pie en su sitio y rebuscó en los bolsillos con grandes movimientos. Gordo Tonto levantó la cabeza y lo miró con ansia. Miles lo llamó con dulzura y le dio un pedacito de azúcar. La yegua levantó las orejas, interesada. Gordo Tonto levantó los labios y estiró el cuello, buscando más. La yegua se acercó un poco para recibir lo suyo. Levantó un cubito de la palma de Miles mientras él le pasaba el brazo muy despacio sobre el cuello y tomaba las riendas.

—Aquí tiene, doctor Dea. El caballo. Sin correr.

—No es justo —se quejó Dea, que se acercaba—. Usted tenía azúcar en sus bolsillos.

—Claro que tenía azúcar en los bolsillos. Eso se llama previsión, y planificación. El truco para manejar caballos no es ser más rápido ni más fuerte que ellos. Eso es poner las debilidades de uno frente a sus puntos fuertes. El truco es ser más inteligente que el caballo. Eso sí es poner nuestro punto fuerte contra su debilidad. ¿Entiende?

Dea tomó las riendas.

—Esta yegua se está riendo de mí —dijo con recelo—. Se relame.

—Eso no es relamerse, es relinchar —sonrió Miles. Palmeó a Gordo Tonto detrás de su pata trasera, y el caballo gruñó y se arrodilló. Miles subió a la montura, que así quedaba a una altura más conveniente para él.

—¿El mío también hace eso? —preguntó el doctor Dea, fascinado.

—Lo lamento, pero no.

Dea miró a su yegua con rabia.

—Este animal es idiota. Lo llevaré de las riendas un rato.

Mientras Gordo Tonto volvía a ponerse de pie, Miles suprimió un comentario de instructor de equitación, uno de esos comentarios que había sacado del depósito del abuelo, algo así como
Sea más inteligente que el caballo, Dea
. Aunque el doctor Dea había jurado ser fiel al señor Vorkosigan durante esa investigación, el teniente cirujano espacial Dea tenía un rango obviamente más alto que el alférez Vorkosigan. Dirigir a hombres más maduros que uno y con mayor rango requería, evidentemente, cierto tacto.

El sendero de troncos se ensanchó un poco más adelante y Miles se colocó hacia atrás, junto a Harra Csurik. La determinación y ferocidad que había mostrado ella la mañana del día anterior en los portones parecía estar desapareciendo a medida que el sendero subía hacia su hogar. O tal vez era simplemente el cansancio que se cobraba su precio. Había dicho poco en toda la mañana y por la tarde se había hundido en el silencio. Si pensaba arrastrar a Miles hasta allí para después lloriquear y arrepentirse…

—¿En qué… en qué rama del Servicio estaba su padre? —preguntó Miles para empezar una conversación.

Ella se pasó una mano por el cabello con un gesto como de estar peinándose, un gesto nervioso, más que de vanidad. Sus ojos lo miraron a través de las pestañas color paja como criaturas débiles escondidas bajo un risco.

—Milicia de distrito, señor. En realidad no lo recuerdo, murió cuando yo era muy pequeña.

—¿En combate?

Ella asintió.

—En la guerra, alrededor de Vorbarr Sultana, durante la guerra de Sucesión de Vordarian.

Miles se mordió la lengua para no preguntarle qué lado había arrastrado a su padre a la lucha: la mayoría de los soldados de infantería no habían podido elegir, y la amnistía había incluido a los muertos tanto como a los vivos.

—¿Tiene parientes?

—No, señor… Mi madre y yo somos las únicas que quedamos.

Una tensión anticipatoria se aflojó en el cuello de Miles. Si el juicio llegaba a la ejecución, un solo error podía disparar una enemistad profunda y sangrienta entre familias. Y eso no sería la justicia y la legalidad que el conde quería que él dejara a su paso. Así que cuantos menos parientes hubiera, mejor.

—¿Y la familia de su esposo?

—Son siete. Cuatro hermanos y tres hermanas.

—Mmm… —Miles tuvo una imagen instantánea y mental de un grupo entero de gigantes amenazantes de las colinas. Miró a Pym, hacia atrás, y sintió que para este trabajo le faltaba personal. Había señalado el problema al conde cuando planeaban juntos la expedición la noche anterior.

—El portavoz del pueblo y sus ayudantes serán tu apoyo —había declarado el conde—, como cuando va el magistrado de distrito.

—¿Y si no quieren cooperar? —había preguntado Miles, nervioso.

—Un oficial que espera dirigir un día las tropas del Imperio —había contestado el conde— debería saber cómo obligar al portavoz de un pueblecito a cooperar con él.

En otras palabras, su padre había decidido que ésa era una prueba que él tendría que pasar y no pensaba ayudarle más.
Gracias, papá
.

—¿Usted no tiene parientes, señor? —dijo Harra, llevándole de vuelta al presente con brusquedad.

—No. Pero seguramente eso es algo que saben todos, incluso en el interior.

—Bueno, se dicen muchas cosas de usted —Harra se encogió de hombros.

Miles se mordió la lengua para no hacer la pregunta morbosa de siempre y ésta le pareció amarga en la boca, como un limón. No iba a preguntar, no iba a preguntar, no… pero no podía dejar de hacerlo.

—¿Cómo qué? —hizo pasar con fuerza por los labios medio cerrados.

—Todo el mundo sabe que el hijo del conde es un mutante. —Los ojos de ella temblaron y se abrieron, desafiantes—. Algunos dicen que vino porque el conde se casó con esa mujer de otro mundo. Otros, que fue por una radiación de la guerra o una enfermedad que contrajo en, humm, prácticas corruptas con otros oficiales de su edad en su juventud…

Esa última era nueva para Miles. Levantó una ceja.

—Pero la mayoría dice que sus enemigos envenenaron a la condesa.

—Me alegro de que la mayoría sepa la verdad. Fue un intento de asesinato con gas soltoxina cuando mi madre estaba embarazada de mí. Pero no es… —
una mutación
, su pensamiento saltó a través de vericuetos muy familiares. ¿Cuántas veces había explicado lo mismo?,
es teratogénico, no genético. No soy un mutante, no
… Pero, ¿qué mierda podía importarle a esa mujer ignorante semejante diferencia bioquímica? Para ella, en la práctica, era lo mismo que fuera un mutante— importante.

Ella lo miró de costado, hamacándose dulcemente en el ritmo de su caballo.

—Algunos dicen que usted nació sin piernas y que vive en una silla flotante en la casa Vorkosigan. Otros, que nació sin huesos.

—… y que me tienen en una jarra en el sótano, claro —murmuró Miles.

—Pero Karal dice que lo vio con su abuelo en la feria de Hassadar, y que solamente le pareció enclenque y enfermizo. Algunos dicen que su padre lo metió en el Servicio y otros que no, que se fue a otro planeta, a la casa de su madre e hizo que convirtieran su cerebro en un ordenador y que alimentaran su cuerpo con tubos, y que pasa todo el tiempo flotando en un líquido…

—Sabía que habría una jarra en algún lugar de esta historia —suspiró Miles, haciendo una mueca.
También sabías que no te iba a gustar la respuesta y que ibas a arrepentirte de haber preguntado
, pero tenías que hacerlo. Ella estaba poniéndole un cebo, pensó Miles de pronto. ¿Cómo diablos se atrevía…? Pero no había humor en ella, solamente una vigilancia atenta, aguda.

Había salido de su pueblo, lejos, hacia una especie de limbo extraño para hacer esa denuncia desafiando a la familia y a las autoridades locales, desafiando los códigos establecidos y las costumbres. ¿Y qué le había dado su conde como escudo y apoyo para volver a enfrentarse a la rabia de los que más amaba, de sus seres más cercanos? Le había dado a Miles. ¿Y Miles podría manejar ese asunto? Seguro que ella se lo preguntaba. ¿O más bien revolvería el avispero para después huir a la carrera, dejándola sola para enfrentarse al remolino de la rabia y la venganza?

Miles deseaba haberla dejado llorando frente al portón.

El bosque, fruto de muchas generaciones de cultivo de vegetación para formar un ambiente terrestre, se abrió bruscamente frente a un valle de arbustos nativos de color castaño. En medio del valle corría una faja ancha de rosales con rosas verdes y rosadas, evidentemente por un accidente de la química del suelo. Miles lo comprobó con asombro cuando se acercaron más. Rosas de la tierra. El sendero se hundió en la masa fragante de flores y desapareció.

Miles se turnó con Pym para abrir el camino con los machetes del Servicio. Los rosales estaban llenos de vigor y de espinas gruesas y devolvían el golpe con un rebote elástico. Gordo Tonto hizo lo suyo meneando la gran cabeza adelante y atrás y estirando el cuello para arrancar las flores y comérselas con alegría. Miles no estaba seguro de cuánto debía dejarle comer: el hecho de que la especie no fuera nativa de Barrayar no significaba que no fuera venenosa para los caballos. Miles pensó en eso y se puso a recordar la terrible historia ecológica de Barrayar.

Los cincuenta mil recién llegados de la Tierra sólo habían querido ser la punta de lanza de la colonización de Barrayar. Después, por una anomalía gravitacional, el agujero estrecho por el que habían saltado los colonizadores se cerró irrevocablemente, sin aviso. La transformación del planeta para hacerlo parecido a la Tierra, que había sido tan cuidadosa y controlada en un comienzo, se derrumbó junto con todo lo demás. Las especies de plantas y animales importadas de la Tierra se escaparon y se hicieron salvajes porque los seres humanos tenían toda su atención puesta en los problemas más urgentes de supervivencia. Los biólogos todavía lloraban las extinciones masivas de especies nativas que habían seguido a ese descontrol, las erosiones y las sequías y las inundaciones, pero en realidad, pensó Miles, a través de los siglos de la Era del Aislamiento, los más aptos de ambos mundos habían luchado hasta lograr un nuevo equilibrio perfecto. Si la cosa estaba viva y cubría el suelo, ¿a quién le importaba de dónde había venido?

Todos estamos aquí por accidente. Como las rosas.

Esa noche acamparon en las colinas, y por la mañana siguieron adelante hasta los flancos de las verdaderas montañas. Ahora estaban fuera de la región que Miles recordaba de su infancia, así que recurría a Harra con frecuencia para controlar la dirección que seguían en el mapa. Al anochecer del segundo día se detuvieron a pocas horas de la meta. Harra insistía en que podía guiarlos en la oscuridad del crepúsculo, pero Miles no quería llegar después del atardecer a un lugar desconocido que lo esperaba con una bienvenida incierta.

A la mañana siguiente, se bañó en un arroyo, deshizo su equipaje y se vistió con cuidado el nuevo uniforme de oficial del Imperio. Pym se puso la librea verde y castaña de los Vorkosigan y desplegó el estandarte del conde en un mástil telescópico de aluminio que había guardado en la oscuridad de su alforja para ponerlo sobre el estribo izquierdo cuando llegara la ocasión. Vestidos para matar, pensó Miles sin alegría. El doctor Dea llevaba ropa corriente, de color negro y parecía muy incómodo. Si ellos eran el mensaje, Miles sentía que sería muy difícil de descifrar. Él no hubiera podido hacerlo aunque en ello le fuera la vida.

A media mañana detuvieron los caballos frente a una cabaña de dos habitaciones en el borde de una gran arboleda de arces plantados hacía ya siglos y ahora cada vez más numerosos por propia iniciativa. El aire de la montaña era fresco y puro. Unos cuantos pollos picoteaban la tierra y agachaban la cabeza entre las hierbas. Un caño de madera salía del bosque cubierto de líquenes y derramaba agua en un abrevadero rebosante que formaba un arroyuelo verde y ruidoso.

Harra descabalgó, se alisó la falda y subió al porche.

—¿Karal? —llamó.

Miles esperó sobre el caballo, bien erguido, para el contacto inicial. Nunca hay que renunciar a las ventajas psicológicas.

—¿Harra? ¿Eres tú? —llegó la voz de un hombre desde dentro. Alguien abrió la puerta con brusquedad y salió afuera corriendo—. ¿Dónde has estado, muchacha? ¡Te buscamos por todas partes! Pensamos que te habías roto el cuello entre los arbustos… —Se detuvo en seco cuando vio a los tres hombres a caballo, que lo miraban en silencio.

—Tú no quisiste aceptar mi denuncia, Karal —dijo Harra casi sin aliento. Las manos se le enredaron en la falda—. Así que fui a ver al magistrado en Vorkosigan Surleau para hablar con él yo misma.

—Ah, muchacha —suspiró Karal, con pena—. Eso sí que es una estupidez… —Inclinó la cabeza, se tambaleó y miró inquieto a los jinetes. Era un hombre de unos sesenta años, sin cabello, correoso y gastado, y su brazo izquierdo acababa en un muñón. Otro veterano.

—¿Portavoz Serg Karal? —empezó Miles con severidad—. Soy la voz del conde Vorkosigan. Me han encargado que investigue el crimen denunciado por Harra Csurik ante la corte del conde, a saber, el asesinato de su hija, la bebé Raina. Como portavoz del valle Silvy, tiene el deber de asistirme en todo lo que tenga que ver con la justicia del conde.

En este punto, Miles se quedó sin formulismos y tuvo que empezar a arreglárselas solo. Hasta el momento, la cosa no había llevado demasiado tiempo. Esperó. Gordo Tonto bufó una vez. La tela plateada y castaña del estandarte hizo un sonido especial en el viento cuando la brisa la movió levemente.

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