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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (16 page)

BOOK: Galápagos
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Ximénez vio desde lo alto estas letras trazadas en el barro de la orilla del río:
SOS.
Aterrizó en el agua y luego hizo que el avión se acercara a la orilla como un pato.

Fue saludado por un sacerdote católico apostólico romano irlandés llamado padre Bernard Fitzgerald, que había vivido con los kanka-bonos durante medio siglo. Con él estaban las seis niñitas, últimos miembros de los kanka-bonos. Él, junto con ellas, habían dibujado las letras con los pies a la orilla del río.

El padre Fitzgerald, entre paréntesis, tenía un bisabuelo en común con John Kennedy, el primer marido de la señora Onassis y el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. Si se hubiera apareado con una india, lo que nunca hizo, hoy todo el mundo podría jactarse de descender de sangre azul irlandesa, aunque en la actualidad nadie se jacta mucho de nada.

Al cabo de sólo nueve meses de vida, la gente se olvida hasta de quiénes fueron sus madres.

• • •

Las niñas habían estado estudiando canto junto con el padre Fitzgerald cuando la nube cayó sobre el resto de la tribu. Algunas de las víctimas agonizaban todavía, de modo que el viejo sacerdote se quedaría con ellas. Pero quería que Ximénez llevara a las niñas a algún sitio donde alguien pudiera cuidarlas.

De modo que en sólo cinco horas esas niñas fueron conducidas desde la Edad de Piedra a la Edad Electrónica, desde los pantanos de agua dulce de la jungla a los marjales salinos de Guayaquil. Sólo hablaban kanka-bono, que, tal como ocurrirían las cosas, sólo unos pocos parientes que agonizaban en la jungla y un sucio viejo blanco de Guayaquil alcanzaban a entender.

Ximénez era de Quito y no tenía un sitio en Guayaquil donde pudiera alojar a las niñas. Había alquilado una habitación en el hotel El Dorado, la misma que más tarde ocuparía Selena MacIntosh y su perra. Siguiendo el consejo de la policía, llevó a las niñas a un orfanato junto a la catedral, en el centro de la ciudad, donde las monjas las aceptaron de buen grado. Todavía había comida para todos.

Ximénez fue luego al hotel y contó la historia al hombre a cargo de la barra, que era Jesús Ortiz, el mismo que más tarde desconectaría todos los teléfonos.

• • •

De modo que Ximénez fue un aviador que tuvo mucho que ver con el futuro de la humanidad. Y otro que también tuvo que ver fue un americano llamado Paul W. Tibbets. Fue Tibbets el que arrojó la bomba atómica sobre la madre de Hisako Hiroguchi durante la Segunda Guerra Mundial. Es probable que la gente hubiera llegado a ser, de cualquier modo, tan peluda como hoy. Pero, por cierto, la intervención de Tibbets la hizo peluda más deprisa.

• • •

El orfanato puso un anuncio preguntando por alguien que pudiera hablar kanka-bono, para que sirviera de intérprete. Apareció un viejo borracho y ladrón, un blanco de pura sangre que, asombrosamente, era abuelo de la más clara de las niñas.

Cuando joven había ido a la selva en busca de yacimientos de minerales valiosos, y había vivido con los kanka-bonos durante tres años. Le había dado la bienvenida al padre Fitzgerald cuando el sacerdote llegó a la tribu desde Irlanda.

Se llamaba Domingo Quezeda y era de excelente estirpe. Su padre había sido director del Departamento de Filosofía de la Universidad Central de Quito. En verdad, si eso les interesara, la gente de hoy podría jactarse de descender de un largo linaje de aristocráticos intelectuales españoles.

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Cuando yo era un niño pequeño en Cohoes, y nada podía detectar en la vida de nuestra pequeña familia de lo que pudiera estar orgulloso, mi madre me dijo que por mis venas corría sangre de nobles franceses. Probablemente estaría viviendo en un castillo en medio de una vasta propiedad, dijo, si no hubiera sido por la Revolución Francesa. También por la rama de ella, prosiguió, yo estaba medio emparentado con Carter Braxton, uno de los signatarios de la Declaración de la Independencia. Tenía que mantener la cabeza erguida, dijo, por la sangre que fluía en mis venas.

Todo aquello me pareció muy bueno. De modo que interrumpí a mi padre que escribía a máquina y le pregunté acerca de mi estirpe por el lado de su familia. Yo no sabía entonces qué era el esperma, de modo que no entendí su respuesta hasta después de transcurridos varios años.

—Hijo mío —dijo—, desciendes de un viejo linaje de renacuajos microscópicos, decididos y plenos de recursos, cada uno de ellos un verdadero campeón.

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El viejo Quezeda, que apestaba como un campo de batalla, les dijo a las niñas que sólo confiaran en él, cosa que hicieron fácilmente pues era el abuelo de una de ellas, y la única persona con la que podían conversar. Tenían que creer todo lo que dijera. No había motivo para que fueran escépticas, pues el nuevo ambiente nada tenía en común con la selva lluviosa. Estaban dispuestas a defender con obstinación y orgullo ciertas verdades, pero ninguna se refería a lo que habían visto en Guayaquil hasta el momento, salvo una, una creencia clásicamente fatal en las zonas urbanas de hace un millón de años: los parientes jamás quieren hacerle daño a uno. Quezeda, de hecho, tenía intención de exponerlas a terribles peligros como ladronas y mendigas, y tan pronto como fuera remotamente posible, como prostitutas. Atendería así a su voluminoso cerebro, que necesitaba amor propio y alcohol. Sería por fin un hombre rico e importante.

Llevaba a las niñas a dar paseos por la ciudad, mostrándoles, según creían las monjas y el orfanato, los parques, la catedral, los museos, etcétera. En realidad, les enseñaba qué odiosos eran los turistas, dónde encontrarlos, cómo burlarlos, y los sitios donde era más probable que guardaran objetos de valor. Y jugaban al juego de localizar a los policías antes que éstos las localizaran a ellas, y tenían buenos escondrijos en el centro de la ciudad, por si algún enemigo trataba de atraparlas.

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La primera semana en la ciudad fue para las niñas un «hagamos como si». Pero luego el abuelo Domingo Quezeda y las niñas, en lo que a las monjas y la policía concierne, se desvanecieron por completo.

Ese viejo y vil antepasado de toda la humanidad había trasladado a las niñas a un cobertizo vacío junto al muelle; un cobertizo que había guardado uno de los dos viejos barcos cruceros con los que el
Bahía de Darwin
tenía que competir. El turismo había declinado tanto que el viejo barco estaba ahora fuera de servicio.

Por lo menos las niñas se mantenían juntas. Y durante los primeros años que pasaron en Santa Rosalía, hasta que Mary Hepburn las obsequió con bebés, esto era lo que agradecían más: por lo menos estaban juntas, y tenían su propia lengua y sus propias creencias y sus bromas y canciones.

Y eso fue lo que legaron a sus hijos en Santa Rosalía cuando fueron entrando, una por una, en el túnel azul que conduce al Más Allá: el consuelo de estar juntas, y de compartir la lengua kanka-bona y la religión kanka-bona y las bromas y las canciones kanka-bonas.

• • •

Durante sus duros tiempos en Guayaquil, el viejo Quezeda prestó su cuerpo apestoso para enseñar a las niñas, aun con lo pequeñas que eran, las capacidades y aptitudes fundamentales de las prostitutas.

Por cierto, necesitaban que las rescatasen mucho antes de la crisis económica. Sí, y una ventana polvorienta del cobertizo que era la espantosa escuela de las niñas, enmarcaba la popa del
Bahía de Darwin
que se encontraba fuera. Poco sospechaban que esa hermosa nave blanca sería pronto para ellas un arca de Noé.

• • •

Las niñas finalmente huyeron del viejo. Empezaron a vivir en las calles, aún mendigando y robando.

Pero, por razones que no lograban entender, los turistas fueron haciéndose más y más escasos, y por último ya no parecía haber nada que comer, en ningún sitio. Estaban realmente hambrientas ahora, cuando se acercaban a cualquiera abriendo una boca grande, revolviendo los ojos y señalándose el vientre para mostrar cuánto tiempo había pasado desde la última comida.

Y una tarde ya avanzada, se sintieron atraídas por el ruido de la multitud alrededor de El Dorado. Descubrieron que la puerta trasera de una tienda clausurada estaba abierta, y por ella salió Gerardo Delgado, que acababa de matar a Andrew MacIntosh y a Zenji Hiroguchi. Entraron pues en la tienda y salieron por la puerta de delante. Estaban dentro de la barrera, de modo que no había nadie que les impidiera entrar en El Dorado, donde se pondrían en manos de James Wait, que estaba en el bar.

29

Mientras tanto Mary Hepburn se estaba suicidando en su habitación con la cabeza metida en la bolsa de polietileno de su «vestido Jackie». La bolsa estaba ahora llena de vapor y ella soñaba que era una gran tortuga de tierra tendida de espaldas en un caluroso y húmedo velero de antaño. Agitaba las patas en el aire con perfecta futilidad, como lo habría hecho cualquier tortuga de tierra.

Con frecuencia, le había contado a sus alumnos, los veleros que cruzaban el Pacífico solían detenerse en las Islas Galápagos para capturar tortugas indefensas, que podían vivir de espaldas durante meses sin agua ni alimento. Eran tan lentas y mansas y enormes y abundantes. Los marineros las capturaban sin temor a los mordiscos o arañazos y descendían con ellas hasta los botes que esperaban en la costa, utilizando las inútiles armaduras de los animales como si fueran trineos.

Luego las almacenaban de espaldas en la oscuridad, sin prestarles ya atención hasta que les llegara el momento de ser comidas. La belleza que tenían las tortugas para los marineros consistía en que eran carne fresca que no había que refrigerar o comer enseguida.

• • •

Cada año escolar pasado en Ilium Mary podía contar con que algunos alumnos se indignaran ante la crueldad de los seres humanos que habían maltratado así a aquellas confiadas criaturas. Esto le daba la oportunidad de decir que el orden natural había tratado con dureza a esas tortugas mucho antes de que apareciera el animal llamado hombre.

Había millones de ellas que se amontonaban sobre cualquier masa de tierra templada, decía.

Pero luego algunos animales pequeñitos evolucionaron hasta convertirse en roedores. Éstos encontraban los huevos de las tortugas y se los comían; todos los huevos.

De modo que ése fue muy pronto el destino de las tortugas, en todas partes, excepto en unas pocas islas donde no había roedores.

• • •

Era profético que Mary se imaginase como una tortuga de tierra mientras se asfixiaba, pues algo muy parecido a lo que les había sucedido a las tortugas en el remoto pasado estaba empezando a sucederle a la mayor parte de la humanidad.

Cierta nueva criatura, invisible a simple vista, se estaba comiendo todos los huevos de los ovarios humanos. La epidemia había empezado en la Feria del Libro celebrada en Frankfurt, Alemania. Las mujeres en la feria tenían algo de fiebre un día o dos y a veces no veían bien. Después se volvían como Mary Hepburn: ya no podrían tener hijos. Nunca se descubrió cómo impedir esta enfermedad. Prácticamente se extendió por todas partes.

La casi extinción de las poderosas tortugas de tierra a causa de unos pequeños roedores fue sin duda una historia como la de David y Goliat. Ahora se presentaba otra.

• • •

Sí, y Mary estuvo bastante cerca de la muerte como para ver el túnel que conduce al Más Allá. En ese punto, se rebeló contra el voluminoso cerebro, que la había llevado hasta allí. Se quitó la bolsa de la cabeza, y, en lugar de morir, descendió a la planta baja, donde encontró a James Wait, que repartía cacahuetes, aceitunas, guindas confitadas y cebollas de cóctel detrás de la barra a las seis niñas kanka-bonas.

Este cuadro de torpe caridad se le quedaría grabado en el cerebro el resto de su vida. De entonces en adelante siempre creería que era un hombre generoso, compasivo y bueno. Wait estaba por sufrir un síncope cardíaco fatal, de modo que nunca sucedió nada que hiciera que Mary Hepburn cambiara de opinión acerca de este hombre detestable.

Para colmo, este hombre era un asesino.

El asesinato había sido como sigue:

Wait era un prostituto homosexual en la isla de Manhattan, y un plutócrata abotagado se le acercó en un bar preguntándole si se había dado cuenta de que tenía todavía el rótulo con el precio en el borde de su hermosa camisa nueva de terciopelo azul. ¡Este hombre tenía sangre real en las venas! Era el príncipe Ricardo de Croacia-Eslavonia, descendiente directo de Jaime I de Inglaterra, el emperador Federico III de Alemania, el emperador Francisco José de Austria y el rey Luis XV de Francia. Tenía una tienda de antigüedades en el norte de Madison Avenue y no era homosexual. Quería que el joven Wait lo estrangulara con un cordón de seda, y que luego aflojara el cordón cuando él, el príncipe, estuviera tan cerca de la muerte como fuese posible.

El príncipe Richard tenía una esposa y dos hijos que pasaban las vacaciones en Suiza esquiando, y la mujer era bastante joven todavía como para ovular, de modo que el joven Wait pudo haber impedido que un nuevo portador de esos nobles genes viniera al mundo.

Esto además: si el príncipe Richard no hubiera sido asesinado, quizá Bobby King lo habría invitado, junto con su mujer, a participar en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».

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La viuda del príncipe Richard llegaría a convertirse en una muy exitosa diseñadora, de corbatas con el nombre de «princesa Charlotte», aunque era una plebeya, hija de un constructor de techos de Staten Island, y no tenía derecho a ese rango ni a utilizar el escudo de armas de su marido. Ese símbolo, sin embargo, aparecía en cada una de las corbatas que ella diseñaba.

El difunto Andrew MacIntosh tenía varías corbatas de la princesa Charlotte.

• • •

Wait hizo que este hombre, porcino, sin mentón y de sangre azul, se tendiera boca arriba con los miembros extendidos en una cama de cuatro postes que según el príncipe había pertenecido a Eleonora de Palatinado-Neuburg, madre del rey José I de Hungría. Wait lo ató a los gruesos postes con cuerdas de nylon del tamaño adecuado. Éstas habían estado guardadas en un cajón secreto, bajo los volados al pie de la cama. Era un cajón muy viejo, y en otro tiempo había escondido los secretos de la vida sexual de Eleonora de Palatinado-Neuburg.

—Átame bien fuerte para que no pueda soltarme —le dijo el príncipe Richard al joven Wait—, pero no me cortes la circulación. No me gustaría encontrarme con una gangrena.

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