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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (8 page)

BOOK: Galápagos
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Este hombre era Jesús Ortiz, el joven inca a cargo del bar, que hacía un momento había estado abajo sirviendo a James Wait. El administrador, Siegfried von Kleist, que se había hecho cargo del bar, lo había obligado a servir como camarero en las habitaciones. El hotel de pronto estaba falto de personal. Los dos camareros que servían en las habitaciones parecían haber desaparecido. Eso quizá no fuera un gran inconveniente, el hecho de que hubieran desaparecido, pues no se esperaba que llegaran demasiados pedidos desde las habitaciones. Quizá estuvieran durmiendo en algún lugar.

De modo que el voluminoso cerebro de Ortiz pensaba necesariamente en esos dos filetes, mientras él los llevaba de la cocina al ascensor, y luego por el corredor que conducía a la habitación de Selena. Los empleados del hotel no comían ni robaban tan buena comida, y en general se sentían orgullosos por eso. Guardaban todavía lo mejor para la que llamaban «la señora Kennedy», en realidad la señora Onassis, que era el término colectivo destinado a toda la gente famosa, rica y poderosa que, se esperaba, aún estaba por llegar.

El cerebro de Ortiz era tan grande que podía exhibir para él películas enteras en las que él y sus dependientes eran las estrellas millonarias. Y este hombre, poco más que un muchacho, era tan inocente que creía que el sueño podría hacerse realidad, pues no tenía malas costumbres y estaba dispuesto a trabajar duro. Sólo faltaba que quienes ya eran millonarios le dieran unos pocos buenos consejos.

Había intentado, sin mayor satisfacción, recibir abajo algún consejo de James Wait, quien, aunque posiblemente poco impresionante, tenía una billetera repleta, como había observado Ortiz con respeto, de tarjetas de crédito y billetes americanos de veinte dólares.

También pensó lo siguiente a propósito de los filetes, mientras llamaba a la puerta: la gente que estaba allí dentro se los merecía, y también él se los merecería cuando se hiciese millonario. Y éste era un joven sumamente inteligente y emprendedor. Como trabajaba en hoteles de Guayaquil desde los diez años, hablaba con fluidez seis lenguas, más de la mitad de las que sabía Gokubi, y seis veces más de las que sabían James Wait o Mary Hepburn, y tres menos de las que sabían los Hiroguchi, y dos más de las que sabían los MacIntosh. Era también un buen cocinero y pastelero, y había seguido un curso sobre contabilidad y otro sobre derecho empresarial en una escuela nocturna

De modo que estaba dispuesto a gustar de lo que viera y oyera cuando Selena lo hizo pasar a la habitación. Él ya sabía que aquellos ojos verdes no podían ver. De otro modo él se hubiera engañado. Ella no actuaba como ciega ni tampoco tenía aspecto de tal. Era tan hermosa. El cerebro voluminoso de Ortiz hizo que se enamorara de ella.

• • •

*Andrew MacIntosh estaba junto a la ventana panorámica mirando por sobre el marjal y las chabolas el
Bahía de Darwin,
que quizá sería suyo, o de Selena o de los Hiroguchi, antes que se pusiera el sol. La persona que lo llamaría a las cinco y media, el presidente de un consorcio de emergencia de financieros de Quito, entronizado en las nubes, era Gottfried von Kleist, presidente del banco más grande de Ecuador, tío del administrador de El Dorado y del capitán del
Bahía de Darwin,
y copropietario junto con un hermano mayor, Wilhelm, del barco y el hotel.

Al volverse para mirar a Ortiz, que acababa de entrar con los
filets mignons,
*MacIntosh estaba ensayando dentro de su cabeza lo primero que le diría a Gottfried von Kleist en español:

—Antes que me dé el resto de la buena noticia, querido colega, deme su palabra de honor de que estoy contemplando mi propio barco a la distancia, desde la planta alta de mi propio hotel.

• • •

*MacIntosh estaba descalzo y no llevaba más que un par de pantalones cortos de color caqui cuya bragueta estaba desabotonada, de modo que su pene no era un secreto mayor que el péndulo de un reloj de pie.

• • •

Sí, y hago aquí una pausa para maravillarme ahora de cuán escaso interés tenía este hombre por la reproducción, por ser todo un éxito desde un punto de vista biológico, a pesar de su sexualidad exhibicionista y su manía de considerarse propietario de tantos sistemas vitales del planeta como fuera posible. Era típico de ese entonces que quienes más hablaban de supervivencia tuvieran muy pocos hijos. Había excepciones, por supuesto. Los que se reproducían mucho, sin embargo, y de quienes se pensaba que deseaban tener abundantes propiedades para el bienestar de sus descendientes, hacían comúnmente de sus hijos mutilados psicológicos. Sus herederos eran zombies las más de las veces, fácilmente esquilmados por hombres y mujeres tan codiciosos como quien les había dejado demasiado de todo lo que el animal humano pudiera nunca desear o necesitar.

A *Andrew MacIntosh no le importaba siquiera si él mismo moría o vivía, como lo demostraba su entusiasmo por el paracaidismo o las carreras de vehículos de alta velocidad, etcétera. Tengo que decir, pues, que los cerebros humanos de entonces se habían vuelto generadores de sugerencias copiosas e irresponsables acerca de lo que podría hacerse con la vida, de modo que actuar para beneficio de futuras generaciones parecía uno de esos muchos juegos arbitrarios jugados por unos pocos entusiastas, como el polo, el poker, la bolsa o escribir novelas de ciencia-ficción.

A un número cada vez más crecido de hombres de entonces, y no sólo a *Andrew MacIntosh, asegurar la supervivencia de la raza humana les parecía un aburrimiento mortal.

Era mucho más divertido, por así decir, darle una y otra vez a una pelota de tenis.

• • •

La perra lazarilla Kazakh estaba sentada junto al portaequipaje a los pies de la cama extralarga de Selena. Kazakh era una pastora alemana. Se sentía cómoda y capaz de ser ella misma, pues no tenía puesta la trabilla y el arnés. Y su pequeño cerebro, respondiendo al olor de la carne, hizo que mirara a Ortiz con sus grandes ojos castaños muy esperanzados y que meneara la cola.

Los perros de entonces eran muy superiores a las personas cuando se trataba de discernir entre diversos olores. Gracias a la Ley de Selección Natural de Darwin, todos los seres humanos actuales tienen el sentido del olfato tan fino como el de Kazakh. Y han superado a los perros en un aspecto: son capaces de oler las cosas bajo el agua.

Los perros ni siquiera son todavía capaces de nadar bajo el agua, aunque han tenido un millón de años para aprenderlo. Holgazanean aquí y allá tanto como siempre. Ni siquiera son aún capaces de atrapar peces. Y tendría que confesar que en ese largo tiempo todo el resto del mundo animal ha hecho asombrosamente poco por mejorar sus tácticas de supervivencia, excepto la humanidad.

16

Lo que *Andrew MacIntosh dijo entonces a Jesús Ortiz era tan ofensivo, y, en vista de la hambruna que se extendía ya por todo Ecuador, tan peligroso, que era muy posible que algo le hubiera afectado seriamente el voluminoso cerebro, si importarle a uno un rábano lo que ocurriera después era un signo de salud mental. Además, el ultrajante insulto que estaba por propinar a este amistoso camarero de buen corazón, no era deliberado.

*MacIntosh era un hombre cuadrado de estatura mediana; tenía una cabeza que parecía una caja, colocada sobre otra caja de mayor tamaño, y brazos y piernas muy gruesos. Era muy saludable y tan capaz en la vida al aire libre como lo había sido Roy, el marido de Mary Hepburn, pero además con una afición a correr riesgos terroríficos que Roy nunca había tenido. *MacIntosh tenía los dientes grandes, blancos y perfectos, e impresionaron tanto a Ortiz que le recordaron el teclado de un gran piano.

*MacIntosh le dijo en español:

—Destape los filetes, póngalos en el suelo para el perro, y márchese de aquí.

Hablando de dientes: no hubo nunca dentistas en Santa Rosalía ni en ninguna de las colonias humanas de las Islas Galápagos. Hace un millón de años, cabía esperar que un colono típico empezara a perder los dientes a los treinta años, después de haber sufrido taladrantes dolores de dientes. Y esto es más que un golpe asestado a la mera vanidad, pues los dientes insertados en encías vivas son ahora la única herramienta humana.

De veras. Aparte de los dientes, la gente no tiene ahora ninguna clase de herramienta.

• • •

Mary Hepburn y el capitán tenían buena dentadura cuando llegaron a Santa Rosalía, aunque los dos habían dejado muy atrás los treinta años, gracias a visitas regulares a dentistas que quitaban las caries, drenaban los flemones, etcétera. Pero cuando murieron, ya no tenían dientes. Selena MacIntosh era tan joven cuando murió en un pacto suicida con Hisako Hiroguchi, que todavía conservaba muchos dientes, aunque no todos. Hisako estaba completamente desdentada por ese entonces.

Y si fuera a criticar los cuerpos humanos de hace un millón de años, la especie de cuerpo que yo tenía, como si fueran máquinas que alguien intentara ofrecer en el mercado, mencionaría dos detalles sobre todo, uno de ellos sin duda ya especificado en mi historia: «Un cerebro demasiado grande es poco práctico». El otro sería: «Nuestros dientes siempre están afectados de un modo u otro. Por lo común no duran lo que dura una vida. ¿A qué cadena de acontecimientos evolutivos hemos de agradecer la loza podrida que llevamos en la boca?».

Sería agradable decir que la Ley de Selección Natural, que ha hecho a la gente tantos favores en tan breve tiempo, se ha encargado también del problema de los dientes. En cierto modo así ha ocurrido, pero la solución adoptada ha sido draconiana. No ha vuelto más duraderos los dientes. Sencillamente ha reducido el promedio de vida humana a unos treinta años.

• • •

Ahora, volviendo a Guayaquil y al hecho de que *Andrew MacIntosh le dijera a Jesús Ortiz que pusiera los
filets mignons
en el suelo:

—¿Perdón, señor? No he entendido bien —dijo Ortiz en inglés.

—Póngalos frente al perro —dijo *MacIntosh.

De modo que así lo hizo Ortiz, con el voluminoso cerebro completamente confundido mientras revisaba las opiniones que tenía de sí mismo, la humanidad, el pasado y el futuro y la naturaleza del universo.

Antes de que Ortiz tuviera tiempo de incorporarse después de haber servido al perro, *MacIntosh volvió a decir:

—Márchese de aquí.

• • •

Todavía ahora, un millón de años después, me cuesta escribir sobre estos fallos humanos.

Un millón de años después, siento como si estuviera disculpando a la raza humana. Es todo lo que puedo decir.

• • •

Si Selena era el experimento que la Naturaleza había hecho con la ceguera, su padre era el experimento que la Naturaleza había hecho con la crueldad. Sí, y Jesús Ortiz era el experimento de la Naturaleza con la admiración por los ricos, y yo el experimento de la Naturaleza con el insaciable voyerismo y mi padre el experimento con el cinismo, y mi madre el experimento con el optimismo, y el capitán del
Bahía de Darwin
el experimento con la infundada autoconfianza, y James Wait el experimento con la codicia sin objeto, e Hisako Hiroguchi el experimento con la depresión, y Akiko el experimento con la pelambre, y así sucesivamente.

Recuerdo una de las novelas de mi padre:
La era de los monstruos esperanzados.
Describía un planeta en el que la supervivencia estaba amenazada por graves problemas que los humanoides nativos habían ignorado hasta el último momento. Y entonces, mientras los bosques desaparecían y unas lluvias radiactivas envenenaban todos los lagos, y los desperdicios industriales contaminaban todas las aguas, etcétera, los humanoides empezaron a tener hijos con alas, antenas o aletas, con un centenar de ojos o sin ojos, con cerebros enormes o sin cerebro, etcétera. Eran experimentos que la naturaleza llevaba a cabo con criaturas que, si tenían suerte, serían mejores ciudadanos planetarios que los humanoides. La mayoría murió, o tuvo que ser destruida, o lo que fuere, pero unos pocos resultaron verdaderamente promisorios, se casaron entre sí y tuvieron una prole semejante a ellos.

Llamaré ahora a mis tiempos de hace un millón de años «la era de los monstruos promisorios»; eran monstruos novedosos en términos de personalidad, más que de tipo corporal. En los tiempos que corren ya no se hacen esos experimentos, ni con el cuerpo ni con la personalidad.

• • •

Los cerebros voluminosos de entonces no sólo eran capaces de una crueldad gratuita. Podían sentir también toda clase de dolores, a los que los animales inferiores eran completamente insensibles. Ningún otro animal de la Tierra habría podido sentir, como sintió Jesús Ortiz mientras bajaba en el ascensor al vestíbulo, que lo que le había dicho *MacIntosh lo había destrozado. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera quedado algo entero en él por lo que valiera la pena seguir viviendo.

Y tenía el cerebro tan complicado que veía toda clase de imágenes dentro del cráneo, imágenes que ningún animal inferior podría ver nunca, todas tan irreales, meras cuestiones de opinión, como los cincuenta millones de dólares que *MacIntosh estaba dispuesto a transferir instantáneamente desde Manhattan a Ecuador cuando lo llamaran por teléfono. Vio una imagen de la señora Kennedy, Jacqueline Kennedy Onassis, que en nada se diferenciaba de las imágenes que había visto de la Virgen María. Ortiz era católico apostólico romano. Todo el mundo en Ecuador era católico apostólico romano. Los von Kleist eran católicos apostólicos romanos. Aun los caníbales de los bosques tropicales del Ecuador, los furtivos kanka-bonos, eran católicos apostólicos romanos.

Esta señora Kennedy era hermosa, triste, pura, bondadosa y todopoderosa. En la mente de Ortiz, sin embargo, ella también presidía una hueste de deidades menores que participarían en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», y entre las que se incluían los seis huéspedes que ya estaban en el hotel. Ortiz no esperaba sino bondad de cualquiera de ellos, y sentía, como la mayoría de los ecuatorianos hasta que el hambre empezó, que la llegada al Ecuador de estas deidades sería un momento glorioso para la historia nacional, y que debía prodigarse sobre ellas todo lujo concebible.

Pero ahora la verdad acerca de uno de estos supuestamente maravillosos visitantes, *Andrew MacIntosh, había manchado la imagen mental que Ortiz tenía no sólo de todas las deidades menores, sino la de la misma señora Kennedy.

De modo que el retrato de cintura para arriba de la señora Kennedy desarrolló unos colmillos de vampiro y la piel se le desprendió de la cara, aunque el pelo siguió en su sitio. Era ahora una calavera sonriente, que no deseaba más que pestilencia y muerte para el pequeño Ecuador.

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