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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol

BOOK: Gran Sol
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En alta mar las fuerzas naturales se oponen a los hombres con extrema crudeza. Esta realidad aparece retratada en una novela ya clásica de nuestra literatura, a veces triste y siempre auténtica, capaz de dignificar la soledad y la miseria.

Ignacio Aldecoa escribió Gran Sol después de compartir la intensa experiencia de la pesca de altura con los marineros del Cantábrico. Testigo del sacrificio y la pobreza, consigue acercarnos con singular talento su día a día, sus conflictos laborales, sus dificultades y sus conversaciones. El íntimo vínculo entre los trabajadores del mar y la naturaleza queda al descubierto mediante un lenguaje luminoso y colorista que construye una estructura literaria de maestría indiscutible.

Ignacio Aldecoa

Gran Sol

ePUB v1.0

Zorindart
25.04.12

Título:
Gran Sol

Autor: Ignacio Aldecoa

Año de publicación: 1958

Fotografía de cubierta: Ricky Dávila Wood

Diseño de cubierta: Agustín Escudero

Generado por: Zorindart, 25/04/2012 a partir de un pdf de
armauirumque

Del noroeste al sur de Manda, en el océano Atlántico, se extiende una zona de fondos placerados ricos en pesca.

El centro de esta zona es un banco que en las cartas de navegación inglesas se denomina
Great Soley
en las francesas
Grand Sole
.

Las tripulaciones cantábricas de la pesca ele altura lo llaman
Gran Sol
.

Dedico esta novela a los hombres que trabajan en la carrera de los bancos de pesca entre los grados 48 y 56 de latitud norte, 6 y 14 de longitud oeste, Mar del Gran Sol.

«Dijo a Simón: Tira a alta mar y echad vuestras redes para pescar.»

SAN LUCAS

Primera Parte
I

E
L sureste lento, cálido, hondo, picaba las aguas de la dársena. Lejana amarilleaba la mar abierta. En el cielo del atardecer se apretaban las nubes como un racimón de mejillones, cárdeno y nacarado. Las gaviotas daban sus gritos estremecidos revoleando el puerto, garreando las olas. Un barco bonitero navegaba hacia la línea de atraque: baja la mar, bajo y áspero el run del motor.

Olía a podredumbre de algas y a tormenta. Colorineaban las manchas de gasoil en las aguas. En los muelles la marea descendente descubría los manchones moluscarios, las verdisucias rocas del espantado correr de los cangrejos, las órbitas náufragas de las cloacas, el hierro corroído de las escalerillas.

Por los grandes cangilones de la draga de cadena discurría la aventura de la chiquillería, destemplada a ratos por las advertencias de las mujeres del pescado: mímica y guirigay raqueros. Por un ángulo de la dársena, en el que, pasado el cemento del muelle, se extendía un arenal barbado de junquillos con redes del oscuro y noble color del ron, oreándose, tres mocetes estaban al pulpo.

Cercana a la rampa del puerto la pareja de altura, abarloados los barcos, se balanceaba al hervorcillo de la mar. En las chimeneas la distintiva en naranja y azul. Blancos los puentes, ocres los guardacalores, negros y rojos los cascos. El nudo gigante de los aparejos en los saltillos de las popas. En los espardeles los ordenados y débiles muros de las cajas de pescado, las lanchas, el verdor de vegetación marina de los trajes de aguas al aire. En el palo de proa, arriba, en la galleta, donde, en la noche, la fosfórica luz de rumbo, y en los daros nocturnos del Atlántico Norte, estrella, el punto inquieto de una gaviota; palo de proa del
Aril
.
Uro
y
Aril
altas proas valientes.

Simón Orozco, desde el muelle, junto a sus barcos, observaba la mar, atendía al rumor del sureste. El pie izquierdo sobre el noray de las amarras de popa, las manos en los bolsillos del pantalón. Por el portillo de la cocina del
Aril
asomó la pelambre bermeja del engrasador Carmelo Álvarez. Simón Orozco miró hacia abajo; preguntó:

—¿Cuánto queda, Álvarez?

Álvarez extendió una mano, la balanceó de pulgar a meñique, de meñique a pulgar.

—Dos horas…, yendo bien, dos horas. El eje mal montado… Se acabó el aire del depósito… Tendrán que pasarnos aire del
Uro
.

—Pero ¿no tiene números el eje?

—Sí, patrón.

—¿Entonces?

Carmelo Álvarez hizo una mueca, significando que se limitaba a obedecer.

Repitió Simón Orozco:

—¿Entonces?

—Ventura mandó que así, y así lo hemos hecho… Ventura dijo…

Simón Orozco sacó las manos de los bolsillos; golpeó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda.

—Ventura… Ventura… —dominó su irritación, interrogó—: ¿Y el inspector?

—No había comido y ha ido al bar a tomar algo.

Simón Orozco miró hacia los amarillos de la alta mar; se abstrajo pensando en la tormenta; calculaba el tiempo. Carmelo Álvarez respiraba profundamente.

Simón Orozco llevó la mirada al rumazón tormentoso. La barra, con tormenta, sería difícil de pasar. Habría que intentarlo por el noreste, si no al oeste, pegados a los bajíos. Urgía el tiempo. Monologó:

—Puede cambiar. Habrá que salir, de todas maneras. Mañana a las once tiene que estar hecha la nieve…

—¿No hay hielo aquí, patrón? —interrumpió Carmelo Álvarez.

—No hay bastante. Tenemos que ir al Musel.

—Eso nos lleva ocho horas largas, navegando bien; con tormenta…

—Ya veremos.

Carmelo Álvarez alzó los ojos al cielo. Dijo:

—Malos semblantes, patrón, malos vientos. Una voz agria llegó desde las máquinas:

—Baja, Gato Rojo, que no cobramos por ti.

Carmelo Álvarez respiró hondo. Volvió la cabeza. Gritó:

—¡Ya voy!

Gritó más fuerte:

—¡Que ya voy, maricas, que ya voy!

Salmodió mecánicamente sexos, funciones fisiológicas, abundó en metáforas turbias. Luego quedó tranquilo y sonrió.

—Patrón, ésta va a ser una buena marea; me lo canta algo aquí dentro.

Según costumbre, Simón Orozco desvirtuaba la magia de los presentimientos.

—Puede que no traigamos ni para los gastos. La voz agria insistió desde las máquinas:

—Gato Rojo, baja de una vez.

Carmelo Alvarez escupió a la tapa de regala. Su cabeza desapareció del portillo. Simón Orozco miró otra vez hacia la alta mar, y echó a andar por el muelle hacia el bonitero.

Hombres en hilera descargaban el pescado. Cloqueaban las madreñas y las botas de suela de madera de las pescadoras. Los hombres de la descarga trabajaban descalzos, abierto el compás de las piernas, macizos los pies. Se oían palabras en vasco flotando sobre el barullo de bromas, gritos, risas y blasfemias.

Caía algún bonito, cacheteaba el suelo y resbalaba después.

El patrón del bonitero observaba el trabajo desde el puente, por babor, apoyado en el bastidor de la ventana. Simón Orozco le saludó.

—¿Koldobika, qué tal os fue?

El patrón del bonitero sonreía satisfecho.

—Bien, bien… una selguera grande… hemos seguido… bien… Otros, nada…

Máquina, máquina, nada… Tres días sin ver pez… Luego selguera… bien, bien… cincuenta millas para el noreste… Bueno, todo bueno, todo bien… Ha habido suerte.

La selguera, la balsa de bonito cabeceando la superficie de la mar, había que encontrarla en el Cantábrico; había que tener suerte. Simón Orozco sabía lo que significaba aquella palabra. Suerte: unos duros para poder vivir, para que la mujer pagara en la tienda de comestibles, para que los hijos pudieran seguir yendo a la escuela. Había otra clase de suerte. Prefería no pensar en ella, prefería solamente confiar. Se acordaba… el bou Asunción no tuvo suerte. En la primavera pasada, a la altura del faro de Bull. Se acordaba… Antón Zugasti, su patrón. En Pasajes solían jugar al mus. En Pasajes se habían conocido hacía muchos años cuando eran muchachos y pensaban que la mar ofrecía mucha vida, mucho dinero… A la altura del faro de Bull, viejo conocido, Antón Zugasti, viejo conocido. No, no tuvo suerte Zugasti. Ni Zugasti ni los dieciséis hombres de su tripulación.

Simón Orozco atendió la advertencia de una mujer.

—Apártese, señor Simón.

Se apartó para dejar paso al carrillo cargado de pesca. Volvió a oír la voz del patrón del bonitero:

—Salida mala, Orozco… vientos malos… Gran Sol malo… Poca pesca el Ogoño y el Izaro… encontramos oeste del Machichaco para casa… Dijeron que malo, que subir al norte, al cincuenta y seis.

Simón Orozco sonrió. Pensaba en las tretas del primer patrón de pesca de la pareja Ogoño e Izaro. Siempre malo. Malos los tiempos, mala la pesca, mala la tripulación, que estaba hecha a la bajura y no rendía en las playas del norte.

Todo malo y la nevera llena.

Simón Orozco dijo:

—Ya conozco yo a Astaburuaga. Ya conozco ese percal. Engaña siempre.

Llevará, si ha dicho que malo, ochocientas o mil cajas de pescado blanco. Sabe mucho; buen pescador, pero malos hígados.

El patrón del bonitero bajó a la cubierta de su barco.

—Hay que tomar una copa.

Ascendió por la escalerilla hasta el muelle. Bajo, pesado, ancho de caderas y de pecho, arrastrando los pies calzados de borceguíes; se acercó a Simón Orozco.

—Hay que tomar una copa, Orozco —repitió.

Simón Orozco bromeó:

Hay que ahorrar, eso es lo que hay que hacer.

El patrón del bonitero se golpeó la barriga con las manos.

—¡Cha, Orozco, ahorrar del gusto es malo, muy malo! Ahorrar para reventar como todos, ¡quia!

Caminaron los dos patrones hacia el bar de la lonja.

En el bar —humo picante de sardinas asadas, llantos de chiquillos, densidad de moscas revoloteando sobre pringues y humedades, altas voces habituadas al pregón— cortaban el bacalao las tripulaciones del
Uro
y el
Aril
. Las mujeres y los hijos de los tripulantes hacían gasto de oranges y gaseosas. Los tripulantes se despedían con vino tinto; el vino tinto del adiós, que amarga y seca la boca, que da un poquito de fuerza al corazón, que riega el chiste encubridor de la tristeza, que fija la sonrisa de la marcha y disculpa la acuosidad de la mirada. El veraneante caprichoso de lo pintoresco, el emboscado de la lonja, el mestizo de bahía y alta mar bebían y daban al diente, silenciosos en el barullo de la gente del Gran Sol.

Simón Orozco buscó con la mirada una mesa libre; no la encontró. Fue hacia el mostrador, seguido del patrón del bonitero. Se abrieron de la barra el contramaestre Afá y un engrasador del
Uro
.

—Señor Simón —dijo Afá—, les dejamos el sitio. ¿Saldremos pronto?

—¡Qué sé yo, José!

—El inspector me ha devuelto los vales. Hasta el viaje que viene no hay maneta.

La frente de Simón Orozco se onduló y rayó de arrugas.

—Pesca ya quieren que traigamos, pero maleta no hay. ¡Gentuza! ¡Gentuza!

—Así es como se pierden las artes… —dijo Afá.

—Así es como se pierde el tiempo.

Afá se había dejado el rol sobre el mostrador.

—Señor Simón, el costa no ha llegado todavía. He estado en la Comandancia para recoger los libros…

El patrón del bonitero pedía de beber. Preguntó a Simón. Orozco:

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