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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (10 page)

BOOK: Gran Sol
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Soplaba viento duro del suroeste rolando al noroeste y moderando. Llovía.

A las siete se echó el arte al agua. Hubo dificultades en la maniobra y Simón Orozco culpó al contramaestre Afá de falta de pericia, de descuido, de error. Afá entró en su rancho, silencioso y hostil. Macario Martín tuvo el tiento de no hostigarlo. Paulino Castro había escrito en la alta noche la singladura pasada:

«…viramos a 11.20 h. por embarre. Largamos a 12 h., siguiendo en arrastre hasta las 18 horas, que viramos por embarre. Poca pesca, quedando al garete con viento duro y mar que hacemos capa, que aumenta con fuerza y cerrado con muchas lluvias, y sin más novedad la damos por terminada».

Por el veril oeste del Cockburn Bank arrastraban los barcos de Simón Orozco. A su estribor, a cinco millas, pescaban el Urco y el Pagasarri. Perdidos de vista navegaban, también al arte, el Alonso y el Puebla.

Simón Orozco tenía los ojos cansados de los reflejos de la mar. Miraba y no veía, aburrido de mirar. Diminutos meteoritos se desplazaban por los cielos grises de su vista. Meteoritos inflamados en azul, en rojo, en amarillo. Bajó los ojos. La tablazón del puente estaba sucia. Se entretuvo en los descubrimientos del ocio forzado: la espina, la bola de papel de fumar, el núcleo de escamas. En la puerta del cuarto de derrota la rendija inferior iba creciendo hacia los goznes. En el armario de la radio, las tizas para apuntar las revoluciones de la hélice. Con las tizas, recuerdos de infancia y de paternidad. Miró el reloj. El hijo nunca se levantaba antes de las ocho. Ya pasaban diez minutos de las ocho. El reloj de Simón Orozco marcaba el tiempo de su casa. El cronómetro de a bordo el tiempo de Greenwich. El reloj de Orozco estaba en el bolsillo superior izquierdo del mono, casi junto al corazón. El cronómetro, en el cuarto de derrota. Las ocho y diez en casa. La madre se habrá levantado a las ocho menos cuarto. Habrá llamado a las ocho al hijo. A las ocho y media llamará a la hija. A las ocho y media el hijo saldrá de casa llevando en el bolsillo de la chaqueta un bocadillo envuelto en papeles de periódico. Estaba creciendo mucho el chico. Iba a ser un gran mozo, un motilón como… como él había sido. Simón Orozco se golpeó el muslo derecho, contento y, recreando añoranzas, silbó tenuemente. Miró el barco compañero y se levantó para corregir en la rueda el rumbo de arrastre. No volvió a sentarse; se quedó al timón.

Gato Rojo acababa de inventar un disparador ya inventado para las líneas tendidas al bonito, en los viajes de ida y vuelta. Estaba atento a su trabajo en la mesa del tallercillo de máquinas. De vez en vez contemplaba la obra y se pasaba el dorso de la mano derecha por las barbas. Se ahincaba en la labor. Encorvaba las espaldas sucias de grasa con un perfil blanco por el arco de la camiseta estirada. Le llegaba la suciedad hasta el cogote pecoso y taheño. Al tiempo llevaba las manos a las nalgas refregándose para limpiarlas de sudor. Trabajaba a gusto.

En el rancho de popa había discusión general y maldiciones en desorden.

Sus cuatro ocupantes y el motorista Domingo Ventura hablaban robándose las palabras. Afá carnaba el anzuelo para Macario.

—Cien veces ha dicho que te trae por compasión, que lo que tú pintas en el barco es lo que pintas en la taberna.

—No ha dicho eso jamás —dijo Macario.

—Lo hemos oído todos cien veces. La última ayer, en el segundo embarre, cuando estabas en proa.

—El señor Simón no ha dicho eso. Alguna vez la habrá tomado conmigo, pero no ha dicho eso, porque si lo llega a decir… —maldijo—, me hubiera tenido que escuchar.

Domingo Ventura recomendaba a Afá:

—No lo macices tanto, que ya pica.

Macario Martín no hacía caso de la ironía de Domingo Ventura, que se entretenía en la discusión con los engrasadores, teniendo el oído atento a los regates de Macario y Afá.

—Hoy te ha puesto bueno y con razón —dijo Macario—. Si hoy se os engancha el arte en la hélice, arma la de Dios y con razón.

—Tú qué sabes,
Matao
; tú me vas a decir a mí cómo se lanza la red. Con mala mar la red no se puede gobernar. Que baje él del puente y que lo haga mejor.

—Bajará, no lo dudes.

—¡Qué va a bajar! Desde el espardel se ve todo muy bien, hay que estar abajo. Es un cabrón de sabihondo que todo lo manda, pero que no sabe hacerlo.

Juan Arenas no se echaba en el catre, de indignación. Hacía un movimiento para echarse y el aire de la discusión lo levantaba.

—No, señor.

—Ya veréis —dijo Ventura—. Ya lo veréis. Como vendan la pareja, al bou no vais vosotros. Irá Gato Rojo, si yo quiero, pero vosotros no vais porque me lo dijo el armador.

—Nos tendrán que indemnizar en gordo dijo Manuel Espina—. Para eso hay leyes.

—Os darán dos pesetas —respondió Ventura.

Juan Arenas acusaba los remusgos del miedo.

—No se puede poner en el muelle a un padre de familia, porque vendan la pareja.

—Vete con los barcos a Vigo —replicó Ventura.

Se quejó con acritud Arenas:

—Si no llega lo que se saca estando en casa, va a llegar estando en Vigo —cambió la voz endureciéndola—. No me vuelvas loco, Ventura, no me hurgues y sea todo una mala broma.

—¿Broma…? Pregúntaselo al costa. El te dirá si es broma o son veras. No te hagas el magano oscureciendo las aguas con tinta; la pareja está vendida.

El contramaestre y el cocinero escuchaban, abandonado ya su diálogo. Afá interrumpió:

—Pero ¿qué dices? Vamos, vamos, qué va a estar vendida la pareja…

—Pregúntalo al costa.

Macario Martín dijo:

—No creo nada de lo que cuentas. Si nos mandan a pintar la chalupa por bajo nos tendremos que ir todos, y eso no puede ser. ¿Qué decís del bou? El bou nuevo ya tiene la tripulación completa. Al bou no va gente de la pareja. Eres un…

—No está completa —dijo serenamente Ventura—. Yo voy de motorista y si quiero llevar a Gato Rojo llevaré a Gato Rojo. Pero éste y éste —los iba señalando— y vosotros dos ya os podéis buscar catre en la bajura.

Los cuatro estaban desconcertados, cavilosos. Domingo Ventura insistió:

—No es broma, es…

La mano izquierda de Macario Martín se movió, trazando círculos, picó sobre la entrepierna. Macario volvió el rostro hacia la estampa del guardacalor.

—No te hago caso, Ventura. Estás
Matao
.

—Allá tú —dijo Ventura.

Afá y los dos engrasadores se miraron. El contramaestre roló a la esperanza.

—Ya se verá, no hay que apurarse en la capa, ya se verá.

En cada marea hay una patraña. La patraña coletea rabiosamente todo el viaje en la imaginación marinera hasta que, llegando a la vista del puerto, se va a la mar por los agujeros imbornales, por los escapes de las puertas de trancara cuando se arrancha de llegada. Cada marea tiene su patraña. Alegre o triste, siempre desasosegante. Saltó a bordo en el muelle de las despedidas; creció en las meditaciones del puente, en la soledad de las guardias; buscó guarida en los ranchos de las conversaciones del ocio y del descanso. La patraña se alimenta de la basura de la mar, del copo desafortunado: pez carnaval, pez payaso, rayas, pintarrojas, mielgas, caracolas… Cuando la mar no es rica, cuando la pesca de lonja anda huida de los fondos placerados, la patraña coletea como un péndulo loco. Cuando hay mala mar, el marinero olvida la patraña, hasta la mar en calma y vacía. En los barcos de altura, en los cuarteles, en las cárceles, la inquietud del hombre, las esperanzas y desesperanzas en el porvenir, vigorizan la patraña.

Patrañeras delicadezas despreciadas donde reposa un momento la vista del navegante, del soldado, del penado; inútil pez carnaval, inútiles hierbajos de rinconada de los patios de armas, pájaro inútil de ventana y reja; cada uno con su especial y agudo acento.

En el rancho de proa Venancio Artola jugaba la conversación a la contra.

Joaquín Sas modulaba su mala intención en suaves palabras. Expectaban los dos Quiroga y Ugalde.

—Orozco os distingue a vosotros y a nosotros nos da el palo en cuanto puede —dijo Sas—. Será porque vosotros no le protestáis nada de lo que dice…

—Será eso —respondió Artola—. Porque vosotros, tú sobre todo, eres buen marinero.

—¿Entonces?

—Casi somos del mismo pueblo.

—Eso tiene que ser, pero a nosotros nos hacéis un aparejo de marrajo. No es justo el patrón, tú mismo lo reconoces.

—Yo no reconozco más que vosotros sois buenos marineros. Tú no le discutes nunca en cubierta, se lo discutes después. ¿Por qué no le discutes en cubierta? Seguramente porque eres buen marinero.

—¿Y tú por qué no le discutes después?

—Porque ya, ¿para qué? Ya está hecho.

—Está hecho, pero hay que decírselo para que se dé cuenta de que no somos como las amaras: sólo recibir golpes y no pensar.

—Eso a mí me trae sin cuidado; puede pensar lo que él quiera.

—No, señor; estás equivocado; no tiene que pensar lo que quiera, sino lo que es.

—Bueno, ésa es una forma de pensar tuya. Yo pienso así como he dicho.

—Pues no tienes compañerismo.

—¿Porque no pienso como tú?

—No, señor —canturreaba la parla—, porque el ser compañero consiste en estar todos unidos y decirle lo que todos piensan.

—¿Y quiénes piensan como tú? ¿Todos?

Joaquín Sas hizo un movimiento con las manos, recogiendo sobre su pecho el espíritu del rancho.

—Todos éstos.

Los Quiroga se limitaron a callar. Ugalde movió la cabeza negando.

—Yo no pienso como tú dijo Ugalde—. Tampoco como Venancio.

Joaquín Sas alzó el tono de voz con un dejo de ironía.

—Es que a ti no te conviene pensar como yo.

—Eso es cosa mía —respondió Ugalde—. No me vas a obligar a pensar como tú. ¿Tú crees que en este barco todos piensan como tú? Pues no… Pregunta al contramaestre o al
Matao
… A mí no me interesa lo que piensen, pero pregúntales.

Todavía tibio del sueño, revuelta la crin, revuelto el humor, remugando la mala, la violenta palabra y la saliva biliaria del despertar, Paulino Castro bajó a la cocina. Era mediodía. En la soledad de la cocina borbotaba el guiso de la marmita. Entraba la lluvia por el portillo abierto, dardeando la plancha del fogón. Bufaba el imbornal en la amura, frente al portillo, al penetrar el agua por él en las aradas de la marcha, haciendo el contrapunto a la marmita hirviente. La lluvia en la plancha daba un tono crispante vidriado, moscón.

Paulino Castro asió la manija de la bomba del aljibe. Estaba agarrotada. La golpeó frenéticamente y se hizo daño. Largó una patada al cubo lloradero, colocado bajo el caño de la bomba. Dio la vuelta a la mesa de madera ennegrecida y astillada y entró en el rancho de proa.

En el rancho de proa botaba la pereza de los minutos visperales de la llamada a comer. Las palabras de Paulino Castro buscaban con saña la oposición de la marinería. Estaba valentón en el envite; llegaba con la fuerza de una surada.

—¿Quién ha jodido la bomba? ¿Quién ha sido el último que ha sacado agua del aljibe? ¿Quién, me c…, quién?

La marinería casi estaba de siesta. Venancio Artola preguntó suavemente:

—¿Qué pasa, patrón?

—La bomba del aljibe, que está rota. ¿Quién ha sido el último que ha sacado agua?

—Macario habrá sido —dijo Venancio Artola—. ¿Le ha preguntado a Macario?

—Macario no está.

—Habrá subido al puente con la comida del pesca.

—Macario no está en el puente.

—Estará en su rancho. Seguramente que no estará rota la bomba. Se habrá agarrotado, le ocurre muchas veces.

Joaquín Sas extendió la red de la murmuración.

—Macario anda a golpes con ella, patrón; la habrá embarrancado.

Venancio Artola era hombre dispuesto a hacer un favor. Dejó el catre.

—Eso se arregla en seguida.

Desapareció hacia máquinas en busca de una llave inglesa y de un martillo, mientras Paulino Castro se quedaba en el rancho hablando con sus paisanos. Le había virado el humor. Se rascaba el dedo índice de la mano derecha, anquilosado de una espina venenosa de pez salvariego, allá por los años de bote, a la pesca de tiento en el perfil de los acantilados comarcales.

—Marea del diablo.

—Patrón, esta playa, en este tiempo, es de basura —dijo Sas.

—Esta mar del diablo.

—La mar no importa si hay peces, pero no va a haberlos, ya se verá.

—Confianza.

Paulino Castro hizo una pausa. Continuó:

—Confianza y aguantar.

Cuando Macario Martín fue a subir la comida a Simón Orozco, Artola estaba arreglando la bomba del aljibe.

—¿Qué hiciste, Macario?

—¿Yo?

—El costa entró en el rancho con las tripas en los puños. Allá él.

—Agarrotaste la bomba.

—¿Yo?

Venancio Artola se echó a reír.

—Pero, Macario, ¿sales de la escuela?

—Salgo del retrete. El costa, el costa… ¡Y qué me importa lo que diga el costa! ¿Es que no puedo ir a hacer mis necesidades? ¿Es que tengo que estar a todas horas a disposición de todos? ¿Te parece? Pues ahora, encima, le tengo que subir la comida al otro. Bueno, pues voy retrasado. Bueno, pues la gran bronca, porque quiere comer a las doce. Mierda, pero a las doce. Y yo estoy estreñido y se me pasa el tiempo en el retrete. No voy a ir diciendo a todos en este barco que estoy estreñido y que no estoy en la cocina porque estoy estreñido. Déjame, Venancio, déjame y no me cargues.

—Macario —dijo, asombrado, Artola—, ¿has perdido una chaveta?

Macario Martín había apartado en una cazuelita la comida de Simón Orozco. Salió por el portillo a la cubierta, diciendo:

—Déjame, Venancio, déjame y no me cargues, que no quiero tener disgustos.

La tripulación comió en la cocina y en los ranchos. Venancio Artola contó a los de su rancho lo que le había ocurrido con Macario. Joaquín Sas puso el punto amargo.

—El
Matao
está ya de loco de puerto, para divertir marineros.

A Venancio le entristeció la actitud de Sas. No sabía por qué, pero a Macario le tenía, en el fondo, un gran respeto.

Venancio Artola iba a decir algo, cuando se oyó el grito de Juan Arenas desde las máquinas, llamando a la virada. Venancio se puso rápidamente el traje de aguas y salió con los demás a cubierta. Desde el puente, Simón Orozco daba órdenes al contramaestre.

—Cuidado, José, al sacar, que estamos en una revesa y nos puede llevar la red para popa sin que nos demos cuenta.

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