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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (2 page)

BOOK: Gran Sol
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—¿Tú qué vas a beber, Simón?

—Café.

¿Y una copa?

—Copa, no.

—Hay que celebrarlo, hombre.

—Con café, no quiero alcohol.

El patrón del bonitero invitó al contramaestre Afá y al engrasador del
Uro
.

—¿Vosotros?

—Vino —dijo Afá.

El patrón del bonitero preguntó:

—¿Y tu mujer, Simón?

—Está en Elanchove con la abuela y los chicos, por un par de días…

—Tu chico mayor tendrá… tu chico ya pronto soldado…

—Dentro de dos años.

—¿Qué hace?

—Mecánico.

—Yo al mayor lo tengo en el mar con Cristino, en el
María del Milagro
.

—Yo a la mar ni a mi peor enemigo; que se busque la vida en tierra.

—A ti no te va mal, Simón.

—Me podía ir peor.

El contramaestre Afá sostenía un palique con el engrasador.

—Tú coges el paseo grande a estribor, avante hacia el sur, luego al oeste por la calle de Cajal, avante, luego timón al rumbo de la bodega de Sánchez, avante, libre hasta el final. En el número cuarenta y cinco, segundo piso; son siete duros; es mejor ir los jueves…

El engrasador afirmaba con la cabeza. El contramaestre Afá fijó la mirada en el calendario colgado, tras el mostrador, del estante de las botellas de licores.

—… Una vez armamos una… Pedrito, el buzo, tiró una silla por la ventana, luego se tiró él… estaba también Macario el
Matao
… Pedrito se abrió la cabeza y se partió un brazo, hubo que recogerlo a salabardo…

Bebió un trago y apretó los labios.

—… A Pedrito, bueno, Pedrito en cuanto bebía se iba por la borda, era su manía. Tenía como golpazos de mala sangre y no se le podía sujetar… Veníamos de Vigo con dinero —añoró, guardando un momento de silencio—, con mucho dinero… Si uno lo tuviera ahora…

Simón Orozco dijo al contramaestre Afá:

—José, ¿están los víveres a bordo?

—Sí, señor Simón.

—¿Habéis hecho la sal para el bacalao?

—Sí, señor Simón.

—¿Cuánta sal?

—Siete sacos.

—Ya serán más.

—No, señor, lo que usted dijo.

—Ya serán más.

—Es que sobraron de la marea pasada dos sacos, pero sólo hemos subido siete.

—Ya ves como son más. Pues saláis bacalao con los siete, ni un puño más.

¿Entendido?

—Sí, señor Simón.

Macario Martín el
Matao
, cocinero del
Aril
, estaba en el extremo del mostrador bebiendo con los marineros de su barco, Juan Ugalde y Venancio Artola y dos tripulantes del
Uro
. Macario Martín tenía los ojos blandos por la luz de la mar, el humo del fogón y el vino. En la mano izquierda —mano del tiento al chipirón, a la sula, a la breca, en los descansos de bahía— junto al pulgar, tatuado con torpeza, débil la tinta, llevaba un recuerdo de servir en la Armada: «Rosa de los Rumbos», base de Cartagena, año 1925. El zurdo Macario Martín hablaba y reforzaba las palabras con los ademanes de su mano siniestra.

—Yo me he casado tres veces y te digo que hace falta tener muchas ganas para hacerlo. Tú, Venancio, si yo tuviera tu edad…, tú, Venancio, no te debes casar. Te lo digo yo, que me he casado tres veces. Te arrepentirás. No es necesario casarse. Yo me he casado tres veces. ¿Y qué? Si yo tuviera tu edad no me casaba. Eso de que hay que casarse no es verdad. Yo me he casado tres veces, tú lo entiendes… Que nos pongan otros vasos.

El bermeano Venancio Artola no estaba conforme con lo que decía Macario Martín. Movía las manos y la cabeza pesada, negativamente.

—Tú,
Matao
, no tomas el casarse por lo serio…

Venancio Artola era torpe de expresión. Macario Martín no le dejó continuar.

—No me vengas con sermones, Venancio. Tú haz caso del pez viejo. El que ha mordido el anzuelo sabe el sabor del anzuelo. También sabe soltarse si es de cola larga y tiene buena aleta. Tú crees que a las mujeres las matas; eso se cree a tus años, porque no las matas. ¿Las miras y las matas…? ¡Que te crees tú! Ellas te abren la chalupa por bajo. Yo me he casado tres veces, he aprendido un poco, puedo decir algo. Tú crees que les cuentas cualquier cosa y las matas; no las matas, Venancio, que no las matas; el pez viejo sabe que no. Si te descuidas, el
Matao
eres tú.

Macario Martín dio un traspié. Continuó:

—Dale palos, dale lo que quieras, se te revuelve, se te escapa, como el congrio, como el vino malo. Las de aquí y las de tu pueblo. Las de todos los sitios.

No las matas. Yo lo sé y si tú me hicieras caso sería como si lo supieras. Pero, no; son veintinueve años, un chiquillote. Yo ya tengo cincuenta y dos. A los veintinueve años toda la mar es azul; hasta que no la veas negra, jurarás que es azul… Ahora pago yo.

El contramaestre Afá bromeó a gritos:

—Calla,
Matao
, que te desgastas, que no dices más que tonterías, que se sabe todo y la parienta te arrima un cabo a las costillas en cuanto le levantas los ojos de besugo.

Macario Martín se encogió de hombros echándole desprecio al gesto. Dijo a sus compañeros:

—Como ése…

El contramaestre Afá sonrió…

—¿Ha visto usted, señor Simón, cómo está hoy el
Matao
?

Pausada, fría, serenamente, dijo Simón Orozco:

—Ya lo he visto. Que se ande con cuidado porque un día le dejo en el muelle para que se espabile; no quiero borracheras a bordo.

Los labios del contramaestre Afá dejaron lentamente de sonreír. La sonrisa se hizo rictus; después, un gesto casi infantil de preocupación. Afá y Macario Martín eran muy amigos.

—Es buena persona —afirmó Afá—, sólo que si bebe un poco más de lo que debe le da el galernazo. Pero es buena persona, hablar y hablar y hablar…

El motorista Domingo Ventura estaba sentado a una mesa con su mujer Begoña María y sus tres hijos. Begoña María tenía al chiquitín en el regazo. Petra Ortiz, mujer del contramaestre José Afá, se arrimó a la mesa.

—Me siento con vosotros.

Domingo Ventura gritó:

—José, tu mujer.

—Déjalo —dijo Petra Ortiz—. Ya vendrá cuando quiera. Hoy nos hemos peleado.

Afá no quiso oír. Begoña María dio un poquito de gaseosa a su hijo pequeño; habló:

—Siempre os peleáis cuando se van los barcos.

—Así se marcha tranquilo —explicó Petra—; si no, le da tierna. Estos hombres son como criaturas. Así, de vuelta, me coge con más gana.

Begoña María se rió nerviosamente…

—Tienes unas cosas, Petra…

—Haz tú la prueba con éste. Ya verás lo bien que te va.

Intervino Domingo Ventura:

—No me revuelvas a ésta, Petra, que ya nos peleamos lo suficiente.

Hizo una mueca de irritación Begoña María. Domingo Ventura se adelantó a sus palabras.

—Cálmate, mujer, cálmate. Bebe gaseosa y tranquilízate. Me voy, que me llama el patrón.

Las dos mujeres se enzarzaron en una conversación crítica.

—La gallega —dijo Petra Ortiz— me ha dicho que está otra vez preñada, ¿qué te parece? Y el marido tan campante. Éste es el octavo. Ni que fueran millonarios.

—La gallega tiene tripa de bacalada y ese Arenas tiene la cabeza vacía.

¿Con qué pensará alimentarlos a todos?

—A la mar…

Domingo Ventura dijo a Simón Orozco:

—Patrón, eso estará listo dentro de una hora. Ahora me voy a acercar al barco.

—Ya debieras estar allí. ¿Y el inspector?

—Estuvo aquí, pero lo llamó por teléfono el armador y se ha ido al despacho.

—Cuando esté todo listo avisas, que quiero que salgamos pronto. Se está echando un nublazo. Habrá que ir costeando si se puede…

—Bien, patrón.

Hubo un momento de silencio. Domingo Ventura dijo a Afá:

—Tu mujer está ahí.

—Ya la he visto.

—¿Estáis peleados?

—No, ahora iré para allá.

—¿No estáis peleados?

—Te he dicho que no; ahora iré para allá.

—Bueno, hombre, bueno. Ella dice que estáis peleados.

Afá se desconcertó.

—No dice más que tonterías.

Domingo Ventura se encogió de hombros.

—A mí… lo que ella dice; pero no te enfades conmigo, enfádate con ella.

Escupió con rabia Afá.

—Cuánto te gusta meterte en la vida de los demás, Domingo…

El patrón del bonitero se había despedido. Simón Orozco estaba silencioso, aislado, apoyado con los codos en la barra del mostrador. Macario Martín cantaba una jota hasta que le dio un ahogo y tuvo que callarse; se calafateó la garganta con un trago. Su mujer —la greña, la tristeza, la vergüenza— estaba pegada a él e intentaba hablarle.

—Macario…

—¿No ves que estoy con los amigos?

—Macado, me has quitado del cajón…

—¿No te he dicho que estoy con los amigos?

—Pero ¿para qué necesitas dinero en la mar?

—¿Cuántas veces quieres que te diga que estoy con los amigos?

—Bien, Macario; pero es lo último que me quedaba. Si te lo llevas…

Macario Martín se echó mano al bolsillo.

—Tómalo.

La mujer contó el puñadito de billetes.

—Macario, dame el resto.

—No hay resto.

—Pero ¿para qué necesitas dinero en la mar?

—No tengo dinero, me lo he gastado.

Macario pasó el brazo por la espalda de su mujer.

—Te voy a cantar una jota.

La mujer se desasió.

—No me cantes y dame el resto.

Macario sacó otro puñadito de billetes.

—Tómalo, pero tienes que invitarnos.

Los compañeros se negaron a beber. Macario pidió un vaso grande.

—Ahora te voy a cantar una jota, Segunda.

La voz rota de Macario se alzó sobre los ruidos del bar. Se congestionó, desistió y bebió un trago.

—No estoy para estos temporales. De joven tenías que haberme oído…

Segunda Esteban fue hacia la mesa de Begoña María y Petra Ortiz.

—¿Qué te pasa, Segunda? —dijo Begoña María.

Sollozó Segunda:

—El muy canalla que se llevaba los cuartos, la mala sangre que tiene ese hombre.

—Tú tienes la culpa —afirmó Petra Ortiz—. Tú tienes la culpa. Si no te emborracharas con él, si no fueras igual que él…

Segunda Esteban se quejó:

—Eso es lo que vosotros creéis; pero no es verdad, no es verdad, yo no bebo con él.

Sollozó profundamente.

—Vamos, vamos… —dijo Begoña María.

—No tienes por qué quejarte, ya sabías quién era cuando te casaste —dijo tranquilamente Petra Ortiz.

—Déjala, mujer —pidió Begoña María.

Luego, cariñosamente, invitó a Segunda.

—Tómate algo y no pienses más en ello.

El contramaestre Afá se acercó a la mesa.

—Hola, Begoña; hola, Segunda. ¿Dónde están los chicos, Petra?

—El pequeño, por aquí. Los otros están jugando o pescando o qué sé yo.

—Pues lo debieras saber.

—Lo mismo que tú.

—Bueno, bueno…

El contramaestre Afá se apartó de la mesa.

Los gallegos de las tripulaciones del
Uro
y el
Aril
formaban grupo aparte. El
Aril
tenía tres marineros gallegos y el patrón de costa.

—No es marinero —sentenció Joaquín Sas—. Ya puedes andar cien años en la mar que no es marinero.

Los hermanos Quiroga respetaban las opiniones de su compañero Sas.

Juan Quiroga opinó tímidamente:

—Pues el patrón del Pagasarri lo tuvo de contramaestre.

—No es marinero, y para ser contramaestre, nada. No tiene autoridad, no sabe. He navegado con él cuatro años, lo conozco bien. No es marinero.

El patrón de costa Paulino Castro entró en el bar. Era nervioso y menudo.

Al pasar junto a Simón Orozco, saludó.

—Buenas tardes. ¿A qué hora vamos a salir?

—En seguida.

El contramaestre Afá le entregó el rol.

—Aquí tiene usted los libros.

Paulino Castro siguió adelante hasta la mesa de los gallegos. Celso Quiroga se levantó para cederle el asiento.

—¿Quiere usted sentarse, patrón?

—No, voy al barco. ¿Has llevado lo que te dije?

—Sí, patrón.

En la barra los dos patrones del
Uro
, recién llegados, conversaban con Simón Orozco. Paulino Castro les saludó con un ademán; fue hacia ellos. Joaquín Sas comentó:

—La oficialidad al puente.

Macario Martín enteraba de la vida al ondarrés Juan Ugalde.

—Tú, como los cangrejos, guardas, guardas, ¿y qué? Hay siempre otro que te está esperando; resulta que aunque no te des cuenta ahorras para él. Es el que te mata, bien matao.

Juan Ugalde no discutía jamás. Cuando se hartaba de escuchar se marchaba. Si le molestaban, decía, extendiendo sus grandes manos:

—Calla pues, hablas como las viejas, calla pues, me cago en tal y en cual.

Uno de los hijos del contramaestre Afá entró en el bar con un pulpo pequeño, rabioso en su agonía, cubriéndole una mano. Le seguían dos mocetes.

Su madre lo llamó.

—Has merendado, has comido algo, ¿verdad?, y luego andas en las aguas.

Te voy a arrimar una… ¿Cuántas veces te lo voy a decir, di, cuántas veces?

El chiquillo salió a la calle, con su pesca furiosa y sus dos silenciosos amigos. Dijo a sus seguidores:

—Vamos a la draga a pasarles el pulpo por el morro a las chavalas. Veréis cómo gritan; pero no es asco, es que quieren que las toquemos.

Se fue hacia la draga seguido de sus acólitos.

En el bar había aumentado la densidad de las moscas. Zumbaban en los cristales de las ventanas, tras los cuales se veía un cielo anubarrado, negro y profundo. La cabeza de la mujer del engrasador Manuel Espina se doblaba sobre la labor de punto.

—Mala salida dijo a su suegro, el viejo Espina: pescador de la bocana, pescador en solitario, gran pescador de cordel—. El señor Simón querrá salir ahora, pero debería esperar.

El viejo Espina aclaró:

—Ya sabe Orozco si ha de salir; no hay que darle lecciones. El cielo embarrado no tiene tanto que temer. Lo que importa es el viento. Peor fuera un noroeste; eso sí que es para meterse en las machinas.

La mujer cambió la conversación.

—¿Ha visto a su nieto? Nos está saliendo tan buen pescador como usted.

—Mejor saldrá; le tiene afición. Uno de estos días lo voy a llevar conmigo.

BOOK: Gran Sol
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