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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (7 page)

BOOK: Gran Sol
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—¿Y el motor? Cuando se changa, ¿baja alguno a echarnos una mano?

Todos vuelan alrededor, sí, para ver, pero en cuanto les dices que hagan algo se escapan. No, no tiene por qué quejarse Afá.

Gato Rojo había terminado de encordar el mango del cuchillo. Saltó de la litera.

—Voy a darle un filo —dijo.

Domingo Ventura acababa de abrir una de las novelas que había seleccionado y perdía la mirada por sus primeros prometedores renglones. La barata épica de la colección de novelas del Oeste americano exaltaba su imaginación. Domingo Ventura, echado en su catre, fumando un cigarrillo y con una novela que abundase en fuegos de revólver y luchas cuerpo a cuerpo, era el hombre más feliz del barco. Domingo Ventura se acomodó en la litera de Manuel Espina, cruzó las piernas, después de haberse sacado con un movimiento mecánico los zapatos, encendió un cigarrillo y una gran felicidad le invadió.

Se afoscó el cielo. Amainó el viento. El sol cambiaba en la bruma: rojo a naranja, naranja a limón, limón a color de vientre de pez, hasta que su círculo tan patente, tan recio bajo el cielo y sobre la mar, se fue rompiendo, escamando en las aguas y quedando sólo una luz extensa, triste y parigual.

Por el aguaje del
Aril
rumbeaba el
Uro
. La mar de vista se estrechaba con la bruma, la mar del peligro se ensanchaba en la confusión de la cargazón de la atmósfera. El pití había cortado el rumbo de la pareja hacia el suroeste, y era ya una minúscula mancha roja perdiéndose en la lejanía. Por el onduleo de las aguas volaban rasando los petreles. Los petreles chupaceites: «Negra la pluma, negro el augurio, negra y bien negra la mar que los parió», dice Celso Quiroga.

Los petreles o martinas que no temen los malos tiempos, que «chivan los malos tiempos cuando van a sorber los sebos y aceites de la estela», dice Macario Martín. Las fardelas que señalan las selgueras habían desaparecido con la selguera. Las ligareñas cuqueaban con los petreles trenzando y destrenzando sus vuelos a popa. El pájaro coprófago, el pájaro cágalo, perseguía ligareñas y petreles buscándose la comida. «El cágalo es como un carabinero del culo», dice el contramaestre Afá.

La tertulia de popa, sobre los aparejos en el saltillo, contemplaba la mar y los pájaros de la mar. Al noreste, al rumbo de sus juegos, perseguidos y perseguidores los delfines saltaban, alegrando la vista. Había mucha pereza en la tertulia para preparar el arpón y esperar la ocasión de que los delfines se rascasen las barrigas con la proa del barco. Había una modorra del afincamiento del cielo que impedía toda acción. Sobre los húmedos aparejos Macario Martín se cambió de lugar dos veces. Apoyó al fin la espalda en la estampa de estribor.

Para ver a los delfines alzaba la cabeza sobre la tapa de regala.

En los ranchos sesteaban o leían el resto de los tripulantes. Manuel Espina estaba en su guardia de máquinas. Juan Quiroga tenía el timón. En el cuarto de derrota dormía el patrón de costa Paulino Castro. En el bacalao del puente miraba la mar Simón Orozco.

Los delfines se guiaron hacia el barco para satisfacer los caprichos del juego: salta el delfín, pasa por la proa al barco, sumergiéndose; salta el delfín, y vuelve el juego. Vuelve el juego hasta que la manada se cansa o el arpón sangra la fiesta. Con sangre hay una loca carrera en torno del barco y de la muerte, que hace la pareja del delfín o la madre del delfinillo arponeados.

Ocio a bordo.

Simón Orozco ha encontrado asiento junto a la chimenea, cancha breve del espardel, en un cajón de Canadian Dry, que salió una vez prendido en el arrastre y que ha servido de jaula a una paloma anillada hasta que se la merendó Macario Martín. El cajón tiene todavía clavado el trozo de red que impedía la huida de la paloma y una lata de pimientos en la que bebía agua. La anilla fue a las olas y se perdió reluciente como una escama en las verdioscuridades de la mar. «Y van tres», dicen que dijo Macario Martín, mientras se escarbaba los dientes con una espina larga. Macario Martín, según pensó Orozco, tenía a veces cosas de portugués.

Pensando en Macario Martín se regocijaba Simón Orozco. Combinaba las apreciaciones sobre el cocinero: viejo y golfo, tan viejo y tan golfo; ridículo y valiente, posiblemente en el barco no había uno tan valiente como Macario; ladrón y honrado a rachas; asqueroso de liviandades, o en los perfiles de la honestidad a rachas; inteligente o lerdo a rachas; a rachas el vino de la cerrilidad, de las peores palabras que jamás se dijeron en barco alguno, de los repentes matones, del aguante —porque aguante como el de Macario, correa como Macario, pocos— de las bromas de los demás. ¿Quién entendía a Macario Martín? Simón Orozco lo conocía desde la guerra, lo había conocido en un bou armado de la flotilla de Euzkadi. Simón Orozco pensaba que no entendía a Macario Martín. Y sonrió cuando pensó que el que menos conocía a Macario Martín era Macario Martín.

A Simón Orozco le gustaba apoyarse en la chimenea. El calor de la chimenea en la espalda y el frescor de los vientos en el rostro le confortaban.

Miraba a la mar que iba tomando un tono plateado y oscuro, ventrechado dice el pescador, circuido de natas de bruma. Mirando a la mar, lo mismo se puede pensar que no pensar. Mirar a la mar es como mirar en un espejo sin ver más que el espejo. Simón Orozco miraba a la mar sin pensar, sólo atento al tono plateado y oscuro de sus aguas.

En el saltillo de popa, bajo la cubiertilla de la baranda del espardel, casi se estaba en el muelle sentado en un noray mirando la mar. José Afá tenía en los ojos la picazón del sueño de contemplar la mar sin objeto y un sosiego interior de dulce aburrimiento. A veces entornaba los párpados para descansar la vista y daba la cabezada de la siesta, pero se recobraba de pronto. Celso Quiroga se rascaba por todos los sitios, con un orden meticuloso: tobillos primero, lenta ascensión hasta la cabeza y vuelta a empezar. Cuando encontraba una zona de fuerte picor se rascaba desesperadamente produciendo con la boca un ruido de absorción. Macario Martín estaba respirando hondo, con los labios fruncidos, atenta la mirada, viva la mirada, a la mar, a los aparejos, a Celso, a José Afá, al agua que se escapaba por los imbornales y que corría por el regato de la cubierta de la obra muerta al palo de popa —árbol de eterno vaivén— y a las crenchas de bruma por los cielos.

Habían coincidido los cambios de guardia del motor y del puente. Manuel Espina estaba acompañado de Gato Rojo, que se ocupaba, después de haber afilado su cuchillo, en arreglar el tornillete de una llave inglesa. Juan Quiroga dormitaba sobre el timón como los pájaros arrendotes sobre la mar.

En los barcos de fuegos, los paleadores del carbón saben que hay un alma asesina en la multitud de las llamas. De los barcos de velas se sabe, que el viento en un mal calculado impulso de gigante, en el punto donde la fuerza bruta se hace fuerza de muerte, rompía los equilibrios milagrosos de las naves, abriendo la estela de los naufragios. En los barcos de motor no hay mitología de la fuerza.

En la bitácora habita el duende caprichoso de los rumbos que no se ajusta más que a la llamada de los polos. Danza, danza y danza más. Nada arriba, nada abajo. Salta como los delfines, vuela como los albatros; duerme con los ojos bien abiertos, vela con los ojos cerrados; se mece emperezado, corta paralelos, brinca meridianos. En el carrusel de la rosa de los vientos, de los rumbos, en la rosa náutica, en la aguja, habita el duende de la inquietud del hombre. El duende que gasta el corazón del marinero en el juego de sus treinta y dos caprichos principales.

Se mece emperezado el duende de la bitácora. El
Aril
sigue su rumbo. El casco de la caja de bitácora está en un rincón del puente, junto a la garrafa de vino de Simón Orozco. El casco de la caja de bitácora es como una escafandra preservadora de la siempre lozana rosa de los vientos. Juan Quiroga ha quitado el casco para ver mejor los rumbos, pretextando la mala luz de la tarde brumosa, pálida y falsa. En la rosa había reflejos y sombras.

A estribor el armario de la sonda eléctrica, a babor el armario de la radio.

Junto a la sonda eléctrica el cuadro de mandos de las luces de a bordo. Un boquete en el techo en el que hubo un viejo compás que se observaba en la mesa de la caja de bitácora por un espejo. Los imanes en rojo y azul de las correcciones magnéticas en tono de la caja, prendidos en la mesa. Parte desigualmente el piso del puente la cadena del juego de la rueda del timón, untada de grasa, que sale a los bacalaos y baja a la cubierta, en una continuación de varillas de hierro, hasta popa.

En el puente no hay objetos sobre los que se pueda entretener la mirada.

Los ojos del aburrido de la guardia sólo repasan cosas funcionales: la bitácora y la sonda. El oído del hombre de la guardia sólo está atento a ruidos funcionales: timbres de máquinas, avisos de máquinas y radio.

Juan Quiroga abre los ojos y, cansadamente, mueve la rueda en corrección de rumbo. La sestilla de pie seca la boca. Piensa que abajo, en el rancho, los compañeros estarán tumbados, oyendo a alguno de popa, que les visita para charlar, pero que monologa. Juan Quiroga siente la pesadez de la tarde en pequeños dolores articulares, en una leve molestia de la mandíbula inferior, en la gravedad de los párpados y en el vacío de la cabeza, que en otra ocasión ya tendría a amores o a pájaros de buenas fortunas.

El contramaestre José Afá, Macario Martín y Celso Quiroga habían abandonado la popa. José Afá y Macario Martín buscaron los arrimos de las colchonetas para distraer las penitencias de la imaginación, exaltada en el aburrimiento, a la caza de fugitivas sombras de hembras. Se encontraron a Domingo Ventura, que leía bisbiseando. Primero Afá, después Macario Martín, que había largado la mirada lasciva a la dama del calendario, entraron en conversación con Ventura.

—Para ratos así —dijo bruscamente Macario— se necesita una mujer.

La risa de Afá era rotunda de ironía, con un dejo escalofriado de erotismo.

—¿Para qué quieres tú una tía en un barco, salvaje?

—¿Para qué la querrías tú?

Volvió la risa de Afá. Domingo Ventura tendió a la templanza.

—Estáis buenos vosotros. Acabáis de dejar el puerto y estáis ya desquiciados. ¿Qué es lo que hacéis en casa? ¿Es que os tienen a dieta?

José Afá explicó:

—A mí, Ventura, me dan estas rachas precisamente cuando salimos o cuando volvemos. No sólo por salir o por volver, sino porque como no se hace nada y está uno descansado…

—Bueno, tú, bien —dijo Ventura—, pero éste. Éste siempre está igual lo mismo al ir que al volver, que en medio. Lo mismo trabajando que sin trabajar.

Lo mismo por la mañana que al mediodía, que por la tarde, que por la noche, que con frío que con calor —hizo una pausa—. Porque tú, Macario, eres un tío salido, un tío cerdo que no piensas más que en eso.

Macario Martín se sentía halagado, sonreía satisfecho.

—Que soy un macho.

—Todo lo tuyo es parla —afirmó Afá—. Mucho hablar y luego nada.

Además, que a tu edad…

Se indignó Macario Martín.

—Qué tiene que ver la edad. Yo estoy más joven que tú. y que ése. Yo todavía estoy que mato muchas más que vosotros. Tú eres el que hablas de farol…

José Afá pensó en sus hijas y dijo: Ojalá.

Domingo Ventura llevó la conversación hacia zonas de calma.

—Me ha dicho Arenas que ha oído al pesca que si pasamos de las trescientas mil en esta marea, el porcentaje que os corresponde sube a doce.

—Mentira —gritó Macario.

Asomó la cabeza Ventura para ver a Macario Martín.

—¿Por qué mentira?

—Mentira —volvió a gritar Macario.

—Di por qué.

—Porque Arenas es lo más mentiroso que conozco, que he conocido, que conoceré en toda mi vida. Es un invento de él para fastidiar. Buenos son los de tierra para subir aquí nada. Las bases y se acabó. Todo lo que diga Arenas es una molida mentira.

—Cuando venga se lo preguntaremos —dijo serenamente Ventura—. Se lo preguntaremos y él te lo dirá.

Macario Martín reclinó la cabeza en el saco que le servía de almohada y sopló fuertemente, significando que ya estaba de vuelta de todas las noticias que pudiera dar Juan Arenas, ya fueran buenas o malas. José Afá no creía en la subida del porcentaje, pero las palabras de Ventura habían reavivado el ascua de su candorosa esperanza.

—¿Y por qué no va a poder ser,
Matao
, que pasando la marea de trescientas mil pesetas se les ocurra pensar en nosotros?

—Porque no —dijo Macario secamente.

El contramaestre estaba incorporado en su catre, mirando pensativo el suelo del rancho. Dijo en voz baja:

—Pues pudiera ser.

—Quítate eso de la cabeza, José —suavizó la voz Macario Martín—, son veinte o treinta duros más que no van a ninguna parte y que, además, no te darán, aun suponiendo que pesquemos por más de trescientas mil.

Leía Domingo Ventura sin preocuparse de la conversación del contramaestre y el cocinero. A él le preocupaba poco la subida del porcentaje de la marinería y de los engrasadores. Él, como el patrón de costa, cobraba un uno por ciento del total de la pesca. No iba con él la esperanza de un porcentaje más alto.

Afá preguntó a Macario Martín:

—¿No tienes por ahí algún periódico viejo al que se le pueda echar una ojeada?

—Había traído dos, pero me los ha gastado Arenas en el beque.

Afá reclinó la cabeza y comenzó a pensar en sus hijos, en su casa, en su mujer, en lo que importaban treinta duros más que no iban a ninguna parte.

Macario notó frío en los pies y se apresuró a cerrar el ojo de buey.

—Hoy vamos a tener jota con este viento racheado.

Con una tijera oxidada comenzó a cortarse las uñas de los pies. Domingo Ventura asomó la cabeza, esperó a que Macario tirase un corte de uña al suelo.

—Marrano.

—Vete a tu catre.

—No te…

Ventura siguió leyendo. La risa de Macario era profunda y ahogada.

Macario se sentía contento.

En el rancho de proa Juan Arenas recontaba una historia de la guerra, hablando falsamente de su cobardía, pero en la que su persona aparecía en los momentos precisos y en los lugares de mayor peligro.

—… bajaban muertos, helados, y yo al ver aquellos detalles…

El único que le escuchaba era Celso Quiroga. Juan Ugalde y Venancio Artola hablaban en vasco, cerrando a pares. Joaquín Sas tenía el meollo a los números y a veces intervenía sin enterarse de la historia de Arenas, cortando las frases.

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