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Authors: Mónica G. Álvarez

Tags: #Histórico, #Drama

Guardianas nazis (3 page)

BOOK: Guardianas nazis
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Cumplido el trámite de la paternidad que se exigía a los miembros más antiguos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, la normalidad dejó paso al sadismo. Era de esperar, si contamos con la brutalidad ejercida por Karl durante su incursión en los diversos campos de concentración donde estuvo destinado. Su codicia personal arrasaba allá donde iba. Según las víctimas que sobrevivieron, este impartía latigazos a los prisioneros utilizando una fusta cuyo vértice constaba de fragmentos de cuchillas de afeitar. Además, entre las torturas que se le acuñan estaba la de utilizar un hierro candente para marcar a los reos o la del agarre de los dedos. Ambos martirios, empleados a su vez en la época medieval, se realizaban de forma cruel si alguien violaba las reglas del campo. Nadie escapaba del tormento del dolor si Karl Koch así lo decidía. Lo cierto es que también lo puso en práctica su esposa Ilse, quien, pese a su apariencia seductora, escondía tras de sí a una verdadera asesina en potencia. Él le enseñó todo lo relacionado con la inmolación y el sacrificio.

El picadero

La pesadilla comenzó en «Villa Koch», como formalmente era conocida, y se extendió hacia el exterior. Se trataba de una gran casa de aproximadamente 125 hectáreas sobre la colina Ettersberg. En un principio, aunque Ilse era la esposa de uno de los siete oficiales de las SS destinados en Buchenwald, no era de aquellas que hacían amigos fácilmente. Pronto, la señora Koch se transformó en una mujer «endemoniada». La maternidad no la había ablandado, ni más lejos de la realidad, sino todo lo contrario. El efecto positivo que podía subyacer en ella se había convertido en algo destructivo y mordaz. De hecho, no se relacionaba con ninguna de las otras cónyuges. Su carácter colérico, sádico, degenerado, de gran sangre fría y hambrienta de poder, se lo impedían. Algunos informes médicos posteriores la llegaron a tildar hasta de ninfómana.

Para la realización de esta clase de depravaciones y fiestas, el comandante Koch mandó construir también una especie de «picadero», donde su mujer podría desplegar sus malas artes, tanto amatorias como criminales. El lugar en cuestión, lejos de ser algo pequeño, tenía 40 × 100 metros de extensión y unos 20 metros de altura. Esta gigantesca morada se encontraba a poca distancia del campo de concentración, así que los prisioneros de los barracones más cercanos podían escuchar perfectamente lo que ocurría en su interior.

La construcción tuvo que llevarse a cabo con tanta rapidez que unos treinta prisioneros tuvieron accidentes mortales y algunos de ellos fueron asesinados durante el trabajo. Los gastos de edificación ascendieron a un cuarto de millón de marcos de la época (unos 250.000 euros). Una vez terminado, Ilse empezó a utilizarlo varias veces por semana. Efectuaba sus paseos matutinos a caballo que duraban entre quince y treinta minutos, mientras la orquesta de las SS tocaba la música de acompañamiento sobre un tablado especial. A modo de curiosidad, señalar que dentro del «picadero» Frau Koch mandó colocar una pista con las paredes recubiertas de espejos como ingrediente adicional en sus orgías colectivas.

Tras su encarcelamiento en la prisión de la Policía de Weimar en 1943, la célebre alcoba sirvió de almacén para trastos viejos.

Técnicas de castigo y tortura

Al principio, Ilse solo se tomó pequeñas libertades, como por ejemplo, exigir a los prisioneros que la llamasen
Gnädige Frau
(señora), pero no tardó en abarcar otras actividades. Su comportamiento era el de una mujer obsesionada con su aspecto, hasta el punto de mandar traer vino de Madeira para bañarse en él, mientras miles de prisioneros morían de hambre a pocos metros de su casa. Pero aquellos baños no solo tenían como ingrediente principal el preciado alcohol. Según parece, entre las tropas de las SS empezó a correr el rumor de que la señora Koch utilizaba el zumo de limón para frotarse la piel, otro posible complemento para nutrir la epidermis. Y por si esto fuera poco, Ilse ordenaba a su peluquero particular, un prisionero del campo, realizar esta labor todos los días. Su preocupación por el atractivo físico dio como resultado tener armarios repletos de costosas prendas, calzado y pieles, y a ser dueña de los mejores perfumes de la época. Además, tanto el sótano de su casa como la bodega albergaban cientos de exquisitos productos procedentes de los mejores lugares de Europa, y su finca se encontraba siempre impoluta teniendo a su cargo dos cocineros y varias criadas.

Después, se dedicó a pasearse por el campamento látigo en mano, pegando a aquellos prisioneros cuyo aspecto le era desagradable. Como vemos, para ella la belleza era lo más importante.

Finalmente, su crueldad comenzó a desatarse sin ningún tipo de escrúpulo ni límite, haciendo del campo de internamiento nazi su terreno de juegos predilecto. Su placer perverso la llevaba a lanzar perros contra las embarazadas. Les provocaba entrar en una fase de terror absoluto donde las víctimas llegaban a creer que morirían despedazadas por aquellas bestias. Una vez que Ilse conseguía su propósito, chillaba encantada.

De noche organizaba orgías lésbicas con las esposas de los oficiales, para después dedicarse a practicar sexo con los subordinados de su marido. Las aventuras sexuales de la señora del comandante le llevaron a tener aventuras hasta con doce personas a la vez. Su depravación iba creciendo. El expreso de Buchenwald, Eugen Kogon, escribió:

«Un capítulo especial fueron las reuniones sociales de las SS que se iniciaron en Buchenwald con una magnífica fiesta al aire libre… Lo realizaban para el personal de la sede una vez al mes. Ellos comían y bebían de forma desmedida, lo que casi siempre terminaba en orgías salvajes».

Hablan los testigos

La fascinación por técnicas de castigo y tortura que había conocido gracias a su marido, le sirvieron para ganarse una fama de sanguinaria que jamás dejó atrás. De hecho, uno de sus múltiples y retorcidos placeres consistía en permanecer a la entrada del campo a medida que llegaban nuevos prisioneros. Los esperaba con los pechos desnudos y ávida de lujuria. Cuando los presos se daban cuenta de lo que ocurría, Ilse pasaba a la acción. Comenzaba a acariciarles, a sobar su cuerpo libidinosamente, mientras gritaba comentarios subidos de tono. Si alguno cometía el error de mirarla fijamente a los ojos lo golpeaba hasta perder el sentido.

«…un domingo de febrero de 1938, los prisioneros tuvieron que permanecer en pie desnudos en la plaza durante tres horas mientras hombres de las SS examinaban su ropa. Durante este tiempo, la esposa del asesino masivo Koch y las de otros cuatro oficiales de las SS estuvieron ante la valla de alambre espino mirando lascivamente a los prisioneros desnudos»
[1]
.

Koch se había convertido en la principal torturadora de internos de Buchenwald. Las historias sobre ella y el uso que hacía de la fusta eran interminables. Otro testimonio es el de un prisionero, un hombre llamado Peter Kleschinski, que aseguró que en el verano de 1938, mientras había una cuadrilla de trabajo cerca de Villa Koch, vio a la señora acercarse a un prisionero judío, golpearle en la cara con el látigo y ordenar a un hombre de las SS que lo azotara. Ese mismo verano el interno Walter Retterpath estaba trabajando en un lado de la carretera cuando Ilse Koch se acercó, se dio cuenta de que la miraba y se enfrentó a él. «¿Qué te crees que estás haciendo mirando mis piernas?», gritó. Y lo abofeteó con su fusta.

Otra declaración nos lleva hasta el recluso Franz Scheneewciss, que afirmó que mientras estaba trabajando cerca de la cantera, Ilse pasó montada en su caballo. Él cometió el error de mirarla y enojada le preguntó: «¿Por qué me miras?». Entonces procedió a golpearle repetidas veces en la cara con la pequeña fusta de cuero haciéndole perder la visión durante unos instantes.

En otro incidente Hans Ptaschnik, un preso político al borde de la inanición, estaba limpiando las jaulas del zoológico cuando empezó a ingerir un poco de comida de los animales y a rellenar sus bolsillos con el resto. En ese momento Frau Koch se acercó, le ordenó vaciarlos y mientras lo estaba haciendo, le golpeó en la cara con la fusta de montar hiriendo gravemente uno de sus ojos.

Otro confinado, Max Kronfeldner, aseguró que mientras él y otros dos prisioneros enfermos iban caminando a la enfermería, la «Comandanta» y su compañero de equitación y a veces amante, el adjunto Hermann Florstedt, cabalgaron hasta el trío. «Ella vino hacia nosotros», dijo, «y nos golpearon con la fusta… porque estábamos mirándola. Vimos a una mujer a caballo y nosotros miramos». Este hombre no se había dado cuenta de que la dama en cuestión era Ilse Koch, pero cuando los otros reclusos le preguntaron más tarde el motivo por el que había recibido una buena zurra en su cara, el respondió que se lo había hecho una muchacha de cabellos rojos que montaba a caballo. Entonces, le mencionaron que ella era la esposa del comandante, a lo que Kronfeldner añadió: «¡Bromeas! Bueno, ¡ella puede besar mi culo!».

Siguiendo con la ristra de testificaciones, habría que señalar que Eugen Kogon al que hemos mencionado anteriormente, aseguraba que los prisioneros eran registrados de vez en cuando durante el pase de revista, para buscar productos de contrabando tales como dinero y tabaco. Si alguien tenía, era automáticamente decomisado por un oficial de las SS para uso propio. Este preso recordaba en particular que en una gélida jornada de febrero…

«…los prisioneros se vieron obligados en más de una ocasión a permanecer de pie completamente desnudos durante tres horas. La esposa del Comandante Koch, en compañía de las mujeres de los otros cuatro oficiales de las SS, se asomaban a la valla de alambre para regodearse de las desnudas figuras».

Un día los guardias ejecutaron a unos reclusos mientras trabajaban. A Ilse le gustó tanto esta escena, que cogió una pistola y añadió veinticuatro víctimas más a la lista de muertos. Todos los internos de Buchenwald, incluso aquellos con mucha experiencia en el campo, se preguntaban de qué manera era posible librarse de aquella jungla de castigos y maltratos. No veían salida alguna.

Otro de estos ejemplos habla de la prohibición de entregar leña a los jefes de las SS para su uso particular. Tal restricción tuvo graves consecuencias, sobre todo porque el personal del campamento se la saltaban por alto.

En una ocasión y contraviniendo dicha orden, el kapo de la serrería facilitó a la mujer del entonces médico del campo un cesto repleto de leña. En situaciones tan excepcionales, era mejor saltarse las normas si con ello se podía vivir más tranquilo y no alterar a las altas esferas. No obstante, debido a la enemistad existente entre esta señora y la esposa del comandante, la temida Ilse Koch, esta dio parte a su marido sobre el asunto. Al enterarse, el kapo fue castigado con veinticinco bastonazos. A la mañana siguiente Frau Koch mandó buscar un saco de leña de la serrería. Pero el kapo se negó a dársela, expresándola que si lo hacía iba a contravenir de nuevo una regla, además de que acababa de recibir su castigo. A consecuencia de ello, y por haberse negado a ejecutar una «orden de la comandanta», su superior le hizo tenderse otra vez sobre el potro de martirio.

El miedo que despertaba esta mujer a su paso era tan grande que hasta los presos políticos de otras regiones retrataban verbalmente su figura:

«Conocí a Ilse Koch. Sin embargo, sería más correcto decir que tenía miedo de encontrármela, así que evité el encuentro desde que se convirtió en una de las personas más temidas en el campo. Ella vivió y se benefició, junto con su famoso marido, de lo que exprimieron de la administración del campo, de las decenas de miles de miserables prisioneros y de la malversación de fondos.

Le encantaba, entre otras cosas, montar a caballo, ya fuese en el vecindario del campo o en la gran academia de equitación en la que, más tarde, prisioneros inocentes fueron ejecutados. Hubo incluso una banda de música, compuesta por presos, que tenían que participar para entretenerla. Conocerla era mala suerte para un recluso. A veces se ponía furiosa, porque [el prisionero] no la saludaba, otras veces porque se atrevía a saludarla, algunas porque la miraba, e incluso simplemente porque tenía un enfermo estado de ánimo.

Nosotros los prisioneros teníamos la obligación de mirar estas palizas como un castigo adicional. Cuando no éramos observados, cerrábamos los ojos para no ver la sangre corriendo por las heridas abiertas, y cerrábamos nuestros oídos para no escuchar los gritos desgarradores de los castigados. Pero la señora Ilse Koch hacía más difícil las cosas. Ella fue capaz de permanecer en la valla del campo y mirar aquellas brutales palizas con gran interés. No era sorprendente que una gran cantidad de hombres en el campamento tuvieran razones para tanto miedo y adversidad a Frau Koch, la mujer a la que nos referíamos a sus espaldas como 'Commandeuse' (la Dama Comandante)»
[2]
.

Otro interno y médico checo llamado Paul Heller declaró ante el subcomité del senado que conocía personalmente los abusos a prisioneros por parte de Ilse Koch. Según su testimonio, un domingo la esposa del comandante apareció con los perros. Se colocó delante de ellos y se mantuvo de pie durante dos o tres horas. Los reos enmudecieron del miedo. Entonces, varios miembros de las
Waffen-SS
iniciaron una larga tanda de duros y severos golpes. Ella observaba la escena muy tranquila. La expresión de su rostro indicaba a sus secuaces cuánto tenían que aumentar el ritmo de las palizas. «Había muchas esposas de oficiales en el campo y fuera de él, y nadie más hizo nada de eso. Creo que ella lo hacía por placer y por eso ella era la única responsable de su propia conciencia. No le pagaron por ello. No llevó el uniforme de las SS. Ella siempre llevaba un abrigo de piel y vestía como si fuera a alguna clase de celebración… Ella permaneció allí fascinada y aparentemente le gustaba», aseveró Heller.

Como vemos, según este y otros testigos, Ilse aparentemente no tenía ningún «deber» ni siquiera «orden» por parte de ningún superior para tener esta clase de actuación. Aunque es bien cierto que su marido, el comandante Koch siempre fue influyente en todos los ámbitos de su vida, no hay ningún testigo que explique que su mujer debía desarrollar tales o cuales aberrantes acciones bajo su supervisión.

Colección de piel humana

Decía el Marqués de Sade que «la crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza. Es la educación y el adiestramiento lo que nos hace racionalmente bondadosos». No le faltaba razón, ya que en el caso de Ilse Koch, esposa del comandante de Buchenwald, esto último debió de perderlo por el camino. Y es que cuando los presos totalmente exhaustos creían que no habría una tortura más terrible, su sadismo reinventaba nuevas atrocidades. Entre sus diversiones más significativas cabría resaltar su particular colección de tatuajes descuajados y objetos fabricados con despojos humanos. Durante las revistas diarias en el campo ella ordenaba a los prisioneros desprenderse de las ropas para que le mostraran su piel tatuada. Solo manifestaba interés por aquellos que tenían dibujados símbolos llamativos o exóticos. Entonces, se posaba en sus ojos una sonrisa sádica con cierto brillo carnívoro. Eso significaba que había encontrado otra víctima.

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