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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosa oscuridad (6 page)

BOOK: Hermosa oscuridad
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—¿Cómo que se ha perdido?

Amma volvió a cubrir el aparato y me miró frunciendo el ceño y apretando los dientes. Su mirada era elocuente: «Al parecer —decía—, alguien le metió en la cabeza a tu tía la idea de que los gatos no hay por qué atarlos porque siempre vuelven a casa. Tú no sabrás quién ha podido ser, ¿verdad?» No era pregunta. Los dos sabíamos que yo llevaba años diciéndole a Tía Mercy que a los gatos no se les pone correa.

—Pero los gatos no llevan correa…

Intenté defenderme, pero era demasiado tarde.

Amma me miró y se volvió para hablar con tía Caroline.

—Al parecer, tía Mercy no quiere moverse del porche y está allí sentada sin apartar la vista de la correa colgada del poste para tender la ropa. —Volvió a quitar la mano del teléfono—. Tienes que convencerla de que entre y, cuando lo haga, le pones las piernas en alto. Si se marea o se le va a la cabeza, le haces una infusión de diente de león.

Me escabullí. No quería ser víctima de las malas pulgas de Amma. Genial. La gata ancianita de mi tía había desaparecido por mi culpa. Llamaría a Link y daríamos una vuelta en el coche para ver si encontrábamos a Lucille. A lo mejor las maquetas de las canciones de mi amigo conseguían asustarla y el animal salía de su escondrijo.

—Ethan —me llamó mi padre, que me había seguido hasta el pasillo—, ¿puedo hablar contigo un momento?

Precisamente lo que yo quería evitar: la escena en el que él se disculpa e intentaba explicarme por qué en casi un año apenas me había dedicado tiempo.

—Sí, como no —respondí, aunque no sabía si quería escucharle. Se me había pasado la rabia. Tras estar a punto de perder a Lena, una parte de mí comprendió por qué mi padre estaba tan trastornado. Si yo no podía imaginar una vida sin Lena, ¿qué sentiría mi padre, que había amado a mi madre durante dieciocho años?

Mi padre me daba pena, pero que se hubiera desatendido tanto todavía me dolía.

Se pasó la mano por el cabello y se acercó.

—Quería decirte lo mucho que lo siento —dijo, y se interrumpió agachando la cabeza—. No sé qué me pasó. Un día estaba en el estudio escribiendo y al día siguiente lo único que podía hacer era pensar en tu madre. Me sentaba en su sillón, olía sus libros, la imaginaba asomándose por encima de mis hombros y leyendo unas líneas… —Se miraba fijamente las manos, como si estuviera hablando con ellas en lugar de conmigo. Supongo que era un pequeño truco que le habían enseñado en Blue Horizons—. Era el único sitio en el que me encontraba cerca de ella. Me negaba a aceptar su muerte.

Miró al techo y se le escapó una lágrima que resbaló lentamente por la mejilla. Mi padre había perdido al amor de su vida y se había deshilachado como un jersey viejo. Y yo había sido testigo sin hacer nada por ayudarle. Tal vez él no era el único culpable. Comprendí que esperaba de mí una sonrisa, pero no tuve fuerzas.

—Lo entiendo, papá, aunque me habría gustado que dijeras algo. Yo también la perdí, ¿sabes?

Cuando, tras una larga pausa, habló, su voz era serena.

—No sabía que decir.

—No pasa nada.

No sé si en ese momento fui consciente de ello, pero su rostro dejó traslucir alivio. Me dio un abrazo que estuvo a punto de estrujarme.

—Pero ahora estoy aquí. ¿Quieres que hablemos?

—¿De qué?

—De lo que uno tiene que saber cuando tiene novia.

Yo no quería hablar.

—Papá, no tienes por qué…

—Tengo mucha experiencia, ya lo sabes. A lo largo de aquellos años tu madre me enseño un par de cosas sobre las mujeres —insistió, pero yo ya estaba planeando la fuga—. Si alguna vez quieres hablar de, ya sabes… —Podía saltar por la ventana y quedarme escondido entre el seto y la pared—. Sentimientos.

Estuve a punto de soltar una carcajada.

—¿Qué?

—Amma me ha dicho que Lena está atravesando un período difícil tras la muerte de su tío, que no parece la misma.

Se tumbaba en el techo, no quería ir a clase, no me contaba nada, trepaba a los depósitos de agua…

—Amma se equivoca. Lena está perfectamente.

—Las mujeres son otra especie. —Asentí intentando no mirarle a los ojos. Mi padre no sabía hasta que punto había dado en el clavo—. Por mucho que quisiera a tu madre, la mitad de las veces no habría podido decirte que pasaba por su cabeza. Las relaciones son complicadas. Ya sabes, puedes preguntarme lo que quieras.

¿Qué iba yo a preguntarle? ¿Qué hay que hacer cuando casi te da un infarto cada vez que besas a tu chica? ¿Hay momentos en que se debe leerle el pensamiento y momentos que no? ¿Cuáles son las primeras señales de que tu novia empieza a cristalizar en el bien o en el mal para el resto de la eternidad?

Me estrujó el hombro y, cuando yo intentaba hilvanar una frase, dio media vuelta y se alejó por el pasillo en dirección al estudio.

En el pasillo colgaba el retrato de Ethan Carter Wate. Aún no me había acostumbrado a verlo, por mucho que hubiera sido yo quien lo había colgado al día siguiente del entierro de Macon. Había estado escondido debajo de una sábana toda mi vida y no me parecía bien. Ethan Carter Wate se había apartado de una guerra en la que no creía y murió intentando proteger a la Caster que amaba.

Así que busqué un clavo y colgué el retrato, que parecía lo más correcto. Después entré en el estudio de mi padre y recogí los folios desperdigados por el suelo. Contemplé los círculos y garabatos por última vez, eran la prueba de lo profundo que puede ser el amor y cuanto puede durar el duelo. Luego tiré las hojas, también parecía lo más correcto.

Mi padre se detuvo ante el cuadro y lo observó como si lo viera por primera vez.

—Hacía mucho tiempo que no veía a este hombre.

Me alegre tanto de que hubiéramos cambiado de tema que empecé a farfullar.

—He sido yo quien ha colgado ese retrato. Espero que te parezca bien. Pensé que tenía que estar ahí y no en un rincón tapado con una sábana.

Por un momento mi padre se quedó mirando el retrato de aquel muchacho con uniforme confederado que no debía de ser mucho mayor que yo.

—Cuando yo era pequeño, siempre lo tapaban con una sábana. Mis abuelos no comentaban nada, pero, por su forma de ser, seguro que se negaban a colgar el retrato de un desertor. Cuando heredé esta casa, lo encontré en el ático y lo bajé al estudio.

—¿Por qué no lo colgaste?

Nunca había pensado que mi padre se hubiera fijado en aquel cuadro tapado cuando era niño.

—No lo sé, tu madre lo quería. Le encantaba la historia, que ese muchacho dejase la guerra aunque acabara por costarle la vida. Y yo también quería colgarlo, pero estaba tan acostumbrado a verlo tapado… Aún no había tomado una decisión cuando tu madre murió —dijo, pasando un dedo por la talla del marco—, te llamamos Ethan por él.

—Ya lo sé.

Mi padre me miró como si me viese por primera vez.

—A ella le encantaba este cuadro. Me alegro de que lo hayas colgado. Ahora está en el lugar que le corresponde.

No me libré del pollo asado ni de la penitencia que impuso Amma. Así que, al terminar de comer, fui a dar una vuelta en coche con Link para buscar a
Lucille
. Link llamaba a la gata entre bocado y bocado a un muslo de pollo que agarraba con una grasienta servilleta de papel. Cada vez que se pasaba la mano por sus rubios cabellos, más relucía la brillantina con la grasa.

—Tendrías que haber traído más pollo. Los gatos silvestres cazan pájaros y les gustan los huesos —dijo. Conducía despacio porque yo me fijaba en la calle buscando a Lucille. Con golpecitos en el volante seguía el ritmo de Galleta de Amor, la última canción espantosa de su grupo de música.

—¿Y de qué me habría servido? ¿Para asomarse por la ventanilla con un muslo de pollo mientras tú conduces? —repuse. Link era transparente—. Lo que pasa es que te encanta el pollo de Amma y quieres más.

—Pues claro, ya lo sabes. Y el pastel de Coca-Cola. —Sacó el hueso de pollo por la ventana—. Gatita, gatita, gatita…

Yo escrutaba en busca de la gata siamesa de tía Mercy cuando algo captó mi atención. En una matrícula, vi una media luna entre pegatinas de las barras y estrellas, la bandera confederada y un concesionario. La matrícula era de Carolina del Sur y llevaba los símbolos del estado, que había visto mil veces sin reparar nunca en ellos: una hoja de palma azul y una media luna que podría ser la de los Casters, que tanto tiempo llevaban en aquellas tierras.

—Si no ha probado el pollo de Amma, ese gato es mucho más tonto de lo que yo pensaba.

—Es una gata. ¿Ya no te acuerdas que se llama
Lucille
,
Lucille Ball
?

—Pues gata, qué más da.

Link giró bruscamente al entrar a la calle principal.
Boo Radley
nos miraba desde la acera. Estuvo moviendo el rabo hasta que desaparecimos en la distancia. Era el perro más solitario del pueblo.

Al ver a
Boo
, Link se aclaró la garganta.

—Hablando de chicas, ¿qué tal le va a Lena?

Llevaba días sin verla, aunque en aquella época fuera de los que más la habían visto. Lena pasaba la mayor parte del tiempo en Ravenwood bajo la atenta mirada de su abuela y tía Del o, dependiendo del día, huyendo de sus ojos vigilantes.

—Sobrevive —repuse, lo cual no era una mentira precisamente.

—¿De verdad? Quiero decir, parece muy cambiada. Está mucho más rara que antes.

Link era una de las pocas personas del pueblo que conocía el secreto de Lena.

—Su tío ha muerto. Algo así puede trasformar a una persona.

Mi amigo lo sabía mejor que nadie porque había sido testigo de lo que me había ocurrido a mí: primero tratando de encontrar un sentido a la muerte de mi madre y luego a un mundo en el que ella ya no estaba. Algo que, como Link sabía bien, era imposible.

—Sí, pero apenas habla y se pone ropa de su tío. ¿No te parece raro?

—Lena está bien.

—Si tú lo dices.

—Tú conduce. Tenemos que encontrar a
Lucille
—dije si dejar de mirar por la ventanilla—. Gata estúpida.

Link se encogió de hombros y subió el volumen. Los altavoces vibraron con
La chica se ha ido
un tema de los Holy Rollers, su banda. El rechazo y los plantones inspiraban todas las canciones de Link. Era su forma de sobrevivir. Me pregunté cual sería la mía.

No encontramos a Lucille y no olvidé la conversación con Link ni la que mantuve con mi padre. La casa estaba tranquila, lo cual resultaba poco apropiado si lo que en realidad deseas es escapar de tus pensamientos. La ventana de la habitación estaba abierta, pero el aire era caliente y pesado, parecía estancado, como todo lo demás.

Link tenía razón. Lena estaba muy rara, pero habían pasado muy pocos meses. Lo superaría y todo volvería a hacer como antes.

Revolví entre los montones de libros y documentos que tenía sobre la mesa en busca de Guía del autoestopista galáctico, mi libro de cabecera para olvidar las preocupaciones. Bajo una pila de viejos cómics de Sandman encontré un paquete atado con un cordón y envuelto en papel de estraza. Así solía empaquetar los libros Marian, pero aquel no llevaba el sello de la Biblioteca del Condado de Gatlin.

Marian era la amiga más antigua de mi madre y la bibliotecaria jefe. En el mundo de los Casters era también una Guardiana, es decir, una Mortal que custodiaba los secretos y la historia de los Casters y, en su caso particular, la Lunae Libri, la biblioteca de los textos secretos de los Casters. Marian me había entregado el paquete tras la muerte de Macon, pero yo lo había olvidado por completo. Era el diario de Macon y Marian creía que a Lena le gustaría conservarlo. Pero se equivocaba. Lena no quiso ni verlo ni tocarlo. Ni siquiera quiso quedárselo en Ravenwood.

—Guárdalo tú —me dijo—. No creo que pueda soportar la visión de su letra.

Desde entonces llevaba acumulando polvo en mi estantería.

Sopesé el paquete. Era demasiado pesado para tratarse de un libro, pero ¿qué otra cosa podía ser? Me pregunté qué aspecto tendría. Probablemente sería muy viejo y con la piel agrietada. Desaté el cordón y lo desenvolví. No pensaba leerlo, sólo verlo, pero cuando retiré el papel de estraza, comprobé que no era un libro, sino una caja de color negro con intrincados símbolos Caster tallados en la madera.

Pasé la mano por la tapa preguntándome que habría escrito Macon. No me lo imaginaba escribiendo poesía, como Lena. Probablemente estuviera lleno de apuntes sobre horticultura. Abrí la tapa con cuidado. Quería ver algo que Macon tocaba todos los días, que era importante para él. Las carátulas eran de seda negra y las hojas, amarillentas y con su letra —desvaída y con trazos largos que recordaban patas de araña—, estaban sueltas. Toqué una con un sólo dedo. El cielo empezó a girar y sentí que tiraban de mí. Me vi cada vez más cerca del suelo, pero al ir a golpearlo, lo atravesé y quedé envuelto en una nube de humo.

Los incendios jalonaban el río, los únicos restos de plantaciones florecientes tan sólo unas horas antes. Greenbrier estaba en llamas y Ravenwood lo estaría muy pronto. Los soldados de la Unión debían de haberse tomado un respiro. Estarían borrachos de victoria y del licor de las mansiones que habían saqueado
.

Abraham no tenía mucho tiempo. Los soldados estaban cerca y tenía que matarlos. Era la única forma de salvar Ravenwood. Los Mortales no tenían la menor posibilidad contra él, aunque fueran soldados. A un Íncubo no le podían hacer frente. Y si Jonás, su hermano, volvía alguna vez a los Túneles, los soldados tendrían que luchar contra dos. Abraham sólo temía a las armas de fuego. Aunque la de los Mortales no pueden acabar con los de su clase, las balas los debilitan. Los soldados dispondrían de tiempo para prender fuego a Ravenwood
.

Abraham necesitaba alimento y aún entre el humo podía oler la desesperación y el miedo de un Mortal que había cerca. El miedo le daría fuerzas. Daba más poder y sustento que los recuerdos o los sueños
.

Viajó hacia el olor, pero cuando se materializó en los bosques que hay al otro lado de Greenbrier, era demasiado tarde. El aroma era muy leve. A lo lejos divisó a Genevieve Duchannes, encorvada sobre un cadáver que yacía en el barro. Ivy, la cocinera de Greenbrier, agarraba algo contra su pecho
.

En cuanto lo vio, la anciana corrió a su encuentro
.


Señor Ravenwood, gracias a Dios —dijo, y bajó la voz—. Tiene que guardar esto. Póngalo a buen recaudo hasta que yo vuelva
.

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