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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (6 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Las dificultades surgidas en su seno hicieron perder cierto protagonismo al parlamento, lo cual benefició a los partidos políticos, la institución más fortalecida, al comenzar el siglo, de las tres que formaban el núcleo del sistema político británico. Los dos grandes partidos, el conservador y el liberal, se adaptaron a las nuevas exigencias derivadas de la creciente participación política y mantuvieron su alternancia en el gobierno (bipartidismo), ofreciendo al electorado un conjunto de reformas y de ideas (orgullo patriótico, defensa del imperio, respeto a la tradición monárquica y liberal británica) que les garantizó su apoyo. El bipartidismo quedó garantizado y superó sin grandes dificultades los intentos en sentido contrario ensayados desde el último tercio del siglo XIX por el Partido Irlandés (Irish Home Rule League), el Partido Liberal Unionista y, desde 1906, el Partido Laborista. En consecuencia, los conservadores, apoyados en la tradición, la religión anglicana y la libertad económica, se mantuvieron en el poder hasta 1906 liderados por Salisbury y por Balfour. Su mayor preocupación se centró en la política imperial, aunque llevaron a cabo asimismo diversas reformas administrativas. El Partido Liberal quedó reforzado por la integración de un grupo de jóvenes radicales interesados en conciliar las reivindicaciones de las masas con los principios económicos del liberalismo e introdujo la importante novedad de convertir en dirigentes a individuos procedentes de las clases medias: Asquith, jefe de gobierno en 1908-1916, era un simple abogado, y David Lloyd George, la personalidad más relevante del partido, hijo de un maestro de escuela. En el seno de este partido se formó un grupo de intelectuales que intentó crear «un nuevo liberalismo» fundado en la intervención del Estado en la economía y en el desarrollo de una amplia política social a favor de las clases obreras. Gracias al impulso de Lloyd George, quien gozaba de gran predicamento entre los mineros galeses, sus paisanos, durante el gobierno del Partido Liberal se llevó a cabo un importante conjunto de medidas sociales, entre las que destacan el establecimiento de pensiones para la vejez y la mejora de las condiciones laborales de los marineros.

Los cambios en el estilo de la vida política no fueron menos acusados en Francia, donde se consolidó la III República, régimen instaurado en 1875 y que pervivirá hasta la invasión nazi de 1940. Con el comienzo del siglo nacieron los auténticos partidos políticos y la ley de asociaciones de 1901 creó un movimiento muy favorable al asociacionismo, que acabó con la tendencia al individualismo predominante en el siglo XIX (J. M. Mayeur, 1984, 193). Este cambio fue el resultado de las transformaciones socioeconómicas propias de los países industrializados, pero también de un acontecimiento de especial incidencia: el «affaire Dreyfus». El capitán Dreyfus, perteneciente a una rica familia judía de manufactureros alsacianos, fue acusado de espionaje a favor de Alemania y en 1894 degradado y condenado a la deportación. Pronto se supo que Dreyfus era inocente y que había sido el comandante Esterhazy, de origen aristocrático, el que había prometido al agregado militar alemán en París el envío de secretos militares. La cúpula del ejército francés mantuvo, sin embargo, la condena a Dreyfus y no actuó contra Esterhazy. Esto provocó que el 13 de enero de 1898 el novelista Émile Zola publicara su famoso artículo «J'accuse» en el periódico L’Aurore. Zola tildó a los principales oficiales del ejército francés de cómplices de un mismo crimen, bien por antisemitismo, bien por espíritu de cuerpo, bien por solidaridad aristocrática hacia el noble Esterhazy y contra el burgués Dreyfus. El novelista fue encarcelado, pero su denuncia fraccionó a la opinión pública francesa entre «dreyfusards», organizados en la Liga de los Derechos del Hombre, constituida por radicales y antimilitaristas, y «antidreyfusards», quienes formaron la Liga de la Patria Francesa, en la que se incluyeron intelectuales, antisemitas y personalidades y medios de comunicación católicos, como el periódico La Croix. En suma, Francia quedó dividida en dos grandes bloques: uno de izquierdas, defensor de la libertad, los valores republicanos y el pacifismo, que proclamaba la inocencia de Dreyfus, y otro de derechas, partidario de su condena y dispuesto a mantener "los valores de la Francia eterna' (catolicismo, militarismo, oposición a la revolución).

Consecuencia inmediata del «affaire Dreyfus» fue la aparición de una nueva derecha republicana, de carácter urbano y no sólo rural como había sido hasta ahora la derecha conservadora de tradición monárquica, clerical, profundamente nacionalista y poco partidaria del parlamentarismo. Su marco organizativo se basó en las «Ligas» (Ligue de la Patrie Francaíse, Ligue des Patriotes, Ligue d’Action Francaise) y fueron sus teóricos Maurice Barres y Charles Maurras. Su influencia en la opinión pública fue notable, aunque su peso político resultó menor que el del partido Action libérale populaire, creado en 1902, defensor de las libertades religiosas frente al anticlericalismo de la izquierda, y la Féderation Républicaine, fundada en 1903, que agrupó a una derecha renovada, plenamente republicana y socialmente conservadora, pero abierta a ciertas reformas sociales. En 1901 se creó la Allíance Républicaine Démocratique, situada en el centro del espectro político y que deseaba una política anticolectivista, pero preocupada por el progreso social, antinacionalista, pero sin renunciar al honor nacional, anticlerical, pero no antirreligioso. Frente a estos partidos conservadores se fortaleció, a la izquierda, el radicalismo, racionalista y anticlerical, a veces antirreligioso, muy relacionado con la masonería, cuyo apoyo más sólido lo halló en los notables locales. En su seno se distinguen distintas tendencias: la solidaria de Léon Bourgeois, la anticlerical de Combes, la tecnócrata financiera de Cailleaux, la jacobina de Clemenceau y la radical-socialista de Herriot. Estas tendencias se unificaron en 1901 formando el Parti républicain radical et radical-socialiste, que pronto se convertirá en el partido dominante en la República y adoptó una organización nueva basada —según el artículo primero de sus estatutos— en comités, ligas, uniones, federaciones, sociedades de propaganda, grupos de librepensamiento, logias masónicas v diarios. Sin objetar la propiedad privada, este partido se declaró favorable a la intervención del Estado en la vida económica y en la regulación de las relaciones laborales. El espectro político queda completado con los socialistas, empeñados, bajo la dirección de Jean Jaurès, en compaginar la tradición republicana con el marxismo.

Tras las elecciones de 1902, la izquierda accedió al poder y desarrolló una política de acusado reformismo, comenzando por la disolución de las órdenes religiosas, el cierre de los establecimientos de enseñanza regentados por ellas y la secularización de sus bienes (ley de 7 de julio de 1904). Estas disposiciones crearon una viva polémica y convirtieron los asuntos religiosos en el centro de la vida política francesa, sobre todo tras la aprobación, en 1905, de la ley de separación de la Iglesia y el Estado, según la cual la República asegura la libertad de conciencia y garantiza los cultos, pero no subvenciona ninguno de ellos. A partir de 1906, con el ascenso de Clemenceau a la presidencia del gobierno, se intentó apaciguar la disputa religiosa mediante ciertas concesiones a la Iglesia católica, pero ello no fue obstáculo para que se consolidara el carácter laico de la república francesa. Superado en parte el problema religioso, los años inmediatos al comienzo de la Guerra Mundial estuvieron marcados por las preocupaciones de carácter social y económico, por el creciente militarismo y, como en todas partes, por las tensiones entre partidarios y contrarios a proseguir la democratización de la vida política.

La situación política de Italia fue muy distinta. A pesar de la culminación formal del proceso de unificación tras la entrada de las tropas italianas en Roma en 1870, quedaron varios asuntos capitales por resolver, entre ellos las relaciones con el papado, interrumpidas desde ese momento, la reacción de las regiones contra el predominio administrativo del Piamonte y la oposición tajante y amplia entre el Norte y el Sur. El gran problema político del momento consistió en fortalecer el sistema parlamentario y dotarlo de credibilidad, pero la empresa resultó difícil, a pesar de los intentos reformistas de los gobiernos del último tercio del siglo XIX, presididos sucesivamente por Depretis y Crispi. En su intento de hacer posibles determinadas reformas y de fortalecer el sentimiento nacional, no hubo inconveniente en crear mayorías parlamentarias o gobiernos de variada composición mediante acuerdos entre las fuerzas políticas, prescindiendo de cualquier planteamiento ideológico y de coherencia programática. Esta práctica, denominada «transformismo», fue en buena parte responsable del descrédito del parlamentarismo y alentó muchas actuaciones corruptas o, al menos, de dudosa legalidad convertidas, sin embargo, en algo usual en la política italiana. El «transformismo» era, en definitiva, producto de una profunda convicción de la elite, según la cual la razón de ser del gobierno consistía en satisfacer sus propias necesidades de clase. Así pues, los intereses de los industriales del Norte y los terratenientes del Sur prevalecieron sobre los del Estado italiano, cada vez más, por eso mismo, debilitado. Los gobiernos no pudieron hacer otra cosa que dedicar gran parte de sus esfuerzos a no perjudicar los intereses regionales y a defender a la clase dominante de sus dos principales enemigos: los católicos recalcitrantes seguidores de las consignas abstencionistas del papado (Pío IX había prohibido a los católicos la participación en política: «ne elettori, ne eletti») y los obreros organizados en sindicatos de inspiración anarquista o socialista.

A pesar de su habilidad y pragmatismo, Giovanni Giolitti, el hombre que dominó la vida política italiana de comienzos de siglo de forma directa, en calidad de ministro o presidente del gobierno, o indirectamente mediante sus lugartenientes Fortis y Luzzati, no consiguió cambiar sustancialmente la situación, si bien realizó una importante tarea reformista que propició, como ocurrió en las restantes democracias liberales, un avance en la democratización del país. Giolitti carecía de ideales y para lograr sus objetivos estaba dispuesto a la negociación con todos, incluyendo a los socialistas, de ahí que a esta época se la denomine «la era Giolitti» o «la dictadura de Giolitti». Según P. Guichonnet (1970, 16), representante en este punto de una tendencia historiográfica crítica hacia Giolitti, su "dictadura' fue flexible y la ejerció mediante el manejo magistral del compromiso, con lo que neutralizó o se atrajo a sus adversarios por medio de favores o apoyándose en la corrupción electoral para conseguir una mayoría. En una posición más favorable hacia Giolitti, C. Duggan (1996, 253-264) cree que su práctica del compromiso, incluso con fuerzas tan contrarias a él como el socialismo, estuvo determinada por su preocupación por dotar de estabilidad y fortaleza al Estado y por su visión política. En cualquier caso, Giolitti rompió con la costumbre de sus antecesores al frente del gobierno de emplear con dureza la fuerza contra las huelgas y se mostró partidario de la no intervención del Estado. Esto propició la proliferación de huelgas junto al espectacular aumento del sindicalismo y al mismo tiempo facilitó el desarrollo de una importante política social. Como en otros países, se estableció un sistema de pensiones para la vejez y enfermedad y se promulgaron leyes en defensa de los trabajadores, algunas con evidente retraso en comparación con los países más avanzados, como la prohibición, en 1902, del trabajo de los niños menores de 12 años, la limitación de la) jornada laboral de las mujeres a once horas diarias y la introducción en 1907 de un día de descanso semanal. La política de Giolitti favoreció la extensión del voto e incremento la intervención económica del Estado (en 1907 el gobierno gastó en obras públicas un 50% más que en 1900), ayudando considerablemente a la modernización económica del país. Sin embargo, en este punto se manifestaron con toda claridad las contradicciones y los vicios de fondo de la política italiana: Giolitti recibía su apoyo fundamental de las elites del Sur y se vio obligado a practicar una doble política económica, consistente en favorecer la modernización industrial del Norte y, al mismo tiempo, preservar la economía latifundista del Mezzogiorno, dando continuidad al absentismo de los terratenientes y a los vestigios feudales, así como a unas condiciones laborales muchas veces inhumanas.

Ante el fracaso en la «transformación» de los socialistas, es decir, en llegar a acuerdos con el Partido Socialista para disminuir la conflictividad social, Giolitti intentó el acercamiento a los católicos. Le favoreció el giro político del papa Pío X, quien para obstaculizar el ascenso electoral del Partido Socialista eliminó en 1904 el non expedit (la prohibición de participación en política ordenada por su antecesor). En 1909 entran en el parlamento algunos católicos y en 1913 Giolitti firmó con dom Sturzo, el líder de la Unión Popular Católica, el partido confesional creado en 1906, el «pacto Gentiloni» contra los socialistas. Este acercamiento al Vaticano no supuso, sin embargo, la solución del conflicto entre la Iglesia y el Estado, sino que, como era habitual en Giolitti, respondió a un objetivo meramente pragmático: debilitar al socialismo y fortalecer al gobierno. Pero tampoco el resultado de todo ello fue plenamente satisfactorio. Giolitti consiguió un importante desarrollo económico y creó un ambiente de progreso en Italia, pero de él no se benefició el grueso de la población, sobre todo la del Sur. Por el contrario, concitó la oposición de los grupos nacionalistas, cada vez más radicalizados en su crítica al sistema liberal y partidarios de anteponer los intereses de la patria al de los particulares.

El desequilibrio regional producto del proceso de unificación influyó en la vida política de Alemania tanto como en Italia, aunque entre los distintos estados del Reich no fueron tan acusadas las diferencias económicas y sociales. La constitución del II Reich establecía una estructura federal del Estado, pero de hecho el peso de Prusia resultaba abrumador. El emperador era el rey de Prusia y gozaba de amplios poderes: dirigía la diplomacia y era el máximo jefe del ejército, nombraba al canciller o primer ministro y a los funcionarios federales y tenía capacidad para disolver el parlamento (Reichstag) si contaba con el acuerdo de la cámara alta o Bundesrat. Esta última cámara estaba presidida por el canciller, presidente al mismo tiempo del consejo de ministros prusiano y jefe del gobierno del imperio. El Bundesrat estaba formado por representantes de los Estados nombrados por sus gobiernos de acuerdo con un sistema de representación ponderada, en el que Prusia disponía de la mayoría de votos. El Reichstag, sin embargo, era elegido por sufragio universal entre los varones mayores de 25 años.

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