Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (8 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
7.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Se asombró de la muerte de Overbeck?

—No, excelencia. La aceptó como muy natural y sin importancia.

—¿No trató de fingir dolor ni inquietud?

—En absoluto. Se hubiera dicho que consideraba natural el hecho.

—Muy extraño. Si fuera culpable, hubiera fingido asombro, pesar… ¿Qué aspecto tenía? Quiero decir si parecía levantarse de la cama.

—No, excelencia. Iba bien peinado y perfumado, como si saliera de tomar un baño o de la peluquería.

—¿No parecía regresar de una furiosa cabalgada?

—En absoluto.

Curtis se acarició la barbilla.

—A pesar de todo, ese hombre sabe algo —murmuró—. Es endiabladamente listo y bajo su inofensiva apariencia esconde algo. No debemos perderlo de vista. ¿No opina usted igual, comandante?

—Si vuestra excelencia me permite opinar, diré que no considero al señor Echagüe capaz de hacer ni la mitad de las cosas que se achacan al
Coyote
. Lo creo incapaz de matar una mosca.

—No niego que eso es lo que parece; pero debo recordarle, comandante, que si hasta ahora
El Coyote
ha logrado burlar todos los esfuerzos de las autoridades californianas ha sido, sobre todo, porque en la vida real, bajo su verdadera identidad, es muy distinto del caballero andante o bandido generoso que es bajo el disfraz del
Coyote
.

El comandante Fisher iba a replicar, cuando le interrumpió una vigorosa llamada a la puerta. El sargento Clemens fue a abrir y un soldado le entregó un pliego doblado y sellado.

—Para su excelencia el gobernador —informó el soldado—. Lo acaban de traer.

Retiróse el soldado y Clemens, después de cerrar la puerta, fue a entregar el pliego al gobernador.

Éste examinó un momento el papel. En aquella época no estaba generalizado el uso de los sobres, y la dirección se escribía en el dorso del papel que se utilizaba para la carta, después de doblada ésta de forma que al sellarla por el otro lado quedara cerrada.

Curtis rompió el sello de rojo lacre y desdobló la carta. La leyó rápidamente y al terminar la tiró sobre la mesa, lanzando un juramento militar.

—¿Malas noticias, excelencia? —preguntó el comandante.

Por respuesta, Curtis tendió la carta al comandante, diciéndole:

—Léala en voz alta, Fisher. Éste tomó la carta y leyó:

Al excelentísimo señor gobernador de California
:

Mi querido general: Anteanoche pude haber terminado con su vida, cosa que hubiera regocijado en extremo a los buenos californianos. No lo hice, e hice mal. Usted no reconoció mi buena voluntad y ayer noche, en pago a mi compasión, me tendió usted una trampa, en la que estuve a punto de caer. No caí, porque no es el general Curtis el hombre indicado para terminar conmigo. En cambio, yo voy a dictar una sentencia contra usted. Es una sentencia de muerte y será ejecutada esta noche. A las doce en punto, California estará sin gobernador
.

Lo promete
,

EL COYOTE

—¿Qué le parece tanta audacia? —preguntó Curtis.

—Realmente, no creo que sea
El Coyote
quien ha escrito esto, excelencia —replicó Fisher—. Los californianos son muy amigos de bromas y sospecho que esto es una broma de muy mal gusto.

—Puede serlo —admitió Curtis—. ¿Quién ha traído la carta?

El sargento Clemens salió apresuradamente y regresó unos minutos más tarde con la información de que había sido traída por un muchacho a quien conocían los centinelas. En aquel momento lo estaban buscando.

Media hora después, el muchacho, muy asustado, comparecía ante el gobernador. Clemens lo acompañaba.

—Explica al señor gobernador lo que sabes —ordenó el sargento en español.

—¡Le juro, señor, que no hice nada malo! —gimió el chiquillo.

—Ya lo sé, pequeño —le tranquilizó Curtis—. Se trata sólo de la carta que trajiste hace una hora. ¿Quién te la dio?

—Un señor, en la plaza.

—¿Cuándo te la dio?

—Esta mañana, a las nueve. Me dijo que la trajese cuando las campanas dieran las once. Me dio tres pesos.

—¿Te había encargado otras veces que llevases cartas? —preguntó el gobernador.

—No, señor. No le conozco. No le he visto nunca.

—¿Quieres decir que nunca te había dado encargos de ésos? —preguntó Curtis.

—No, señor.

—¿No le habías visto nunca?

—No, señor.

—¿Vestía bien?

—Llevaba una capa que le tapaba casi los ojos.

—¿Y la barba? —preguntó Clemens.

—No…, no llevaba barba, señor.

Curtis dirigió una aprobadora mirada al sargento. A su vez, preguntó:

—Pero sí llevaba bigote, ¿no es cierto?

—Me parece que sí, señor.

—¿Vestía como nosotros o como tus compatriotas?

—No se le veía el traje, señor.

—¿Te dijo si la carta era importante?

—Sí, señor. Me dijo que era muy importante, y que si dejaba de traerla, me ahorcarían. En cambio, si la traía podría gastar tranquilamente mi dinero.

—Enséñame ese dinero.

El chiquillo sacó tres monedas de plata y las entregó a Clemens, que a su vea las pasó al gobernador. Se trataba de monedas acuñadas en Méjico, con la efigie de Carlos III de España. Aunque la moneda norteamericana era la oficial de California, seguían circulando las antiguas monedas coloniales.

—Esto no nos indica nada —murmuró el gobernador—. En fin, sargento, creo que puede dejar libre al muchacho. Toma, pequeño, para que te compres algo más.

Al decir esto, Curtis entregó al muchacho una moneda de un dólar, que fue a reunirse con las otras tres. Luego, llamando a un lado a Clemens, el gobernador ordenó:

—Que sigan al muchacho y que me digan si habla con alguien. Diga al comandante Fisher que vuelva a verme.

Salió el sargento, y poco después entró Fisher, que parecía muy preocupado.

—No se ha averiguado nada —declaró—. El chiquillo ese pertenece a una familia muy honrada, que hasta ahora no ha aparecido relacionada en absoluto con
El Coyote
.

—Posiblemente, todo será una broma encaminada, quizá, a hacerme suspender la fiesta de esta noche —comentó el gobernador.

—¿No sería más prudente suspenderla? —preguntó Fisher.

—No. Sería declarar que el gobernador de California tiene miedo al
Coyote
. Al contrario, quiero que se celebre. Tomaremos todas las precauciones necesarias para que la amenaza no pueda realizarse; pero quiero que esta noche todo Monterrey se reúna en los salones de esta casa. El gobernador corresponde a la fiesta que le fue ofrecida por la ciudad.

—Es una imprudencia, general. A nadie le extrañaría que la fiesta se suspendiese en señal de duelo por la muerte del alcalde.

—El alcalde Carreras ha sido ya enterrado. Su puesto ha sido ya ocupado por un alcalde interino que, si no es muy del gusto de los monterrecinos, en cambio, es enemigo declarado del
Coyote
. Creo que ha sido una buena idea colocar en ese puesto a Charles Adams. Un hombre a quien
El Coyote
dejó sin orejas, no resulta un alcalde muy vistoso, pero sí eficaz. Creo que ahora la milicia, si es necesaria, responderá mejor que nunca a su cometido.

Una nueva llamada a la puerta interrumpió la conversación. Era el sargento Clemens. Parecía muy afectado y en respuesta a la pregunta del gobernador, declaró:

—Excelencia, por todo Monterrey corre la noticia de que
El Coyote
ha sentenciado a muerte a vuestra excelencia.

Una débil sonrisa apareció en el rostro de Curtis.

—Como ve, Fisher, no me queda otro remedio que dar la fiesta. En el peor de los casos, será más útil a California un gobernador asesinado que un gobernador cobarde. El cargo obliga. Además, no creo que
El Coyote
pueda llegar a cumplir su amenaza.

—Vigilaremos a don César…

—Vigilen también a los demás —interrumpió Curtis—. Sospecho de nuestro amigo Echagüe, pero también sospecho de otras personas. No olviden que hubo grandes influencias para que mi cargo fuera ocupado por un gobernador que representase los intereses del Sur, o sea de los esclavistas.

—¿Sospecha vuestra excelencia del vicegobernador Lafargue?

Curtis se encogió de hombros ante la pregunta de Fisher.

—Comandante —replicó—: La guerra contra Méjico fue muy popular en el Sur y muy impopular en el Norte. Nosotros, los militares, debemos sentir agradecimiento hacia el Sur, que fue quien realizó el mayor esfuerzo para aumentar nuestro territorio, y, por mi parte, hubiera cedido de buen grado al señor Lafargue, representante del Sur, el cargo de gobernador, pero soy soldado y cumplo órdenes. Hay quienes olvidan eso y creen que un afán personal me llevó a este cargo.

—Entonces, ¿cree que
El Coyote
actúa en interés del partido del Sur?

—No sé nada, pero no me extrañaría. En fin, no vale la pena hablar de lo que apenas conocemos. Hasta luego, comandante.

Al quedarse solo, Curtis sentóse a su mesa de trabajo y, sacando un pliego de papel, empezó a escribir una larga carta para Washington. En ella exponía detalladamente los manejos a que se estaba entregando el partido del Sur para ganar California a la causa de los esclavistas, y advertía que, en caso de su muerte, el puesto de gobernador sería ocupado, hasta el final de la legislación, o sea durante más de tres años, por Georges Lafargue, que en las elecciones celebradas había sido vencido por unos miles de votos, ocupando así el puesto de vicegobernador. Cuando hubo terminado, selló la carta y ordenó que fuese enviada con toda urgencia a su destino por un correo especial. Luego, en el cuaderno de notas que siempre llevaba encima, escribió:

Esta noche, a las once y media o a las doce, debo hablar con César de Echagüe y aclarar de una vez qué relación existe entre
El Coyote
y él
.

Capítulo V: Sentencia cumplida

—¿De veras piensas asistir a la fiesta, mi amo? —preguntó Martínez a César de Echagüe.

—¿Te refieres a la fiesta con que nos obsequia el excelentísimo señor gobernador de la Alta y Baja California?

—Sí, mi amo.

—Pues pienso asistir.

—Pero… habiendo muerto hace tan poco el señor alcalde…, ¿no cree que, como señal de protesta, los californianos no debieran asistir?

—California ha sufrido demasiadas conmociones para que nos preocupemos por una tan poco importante como es, al fin y al cabo, el fallecimiento del alcalde Carreras. Todos recordamos la guerra, la invasión de las tropas y luego la invasión de los buscadores de oro. Todo ello ha sido muy desagradable; pero lo hemos soportado, y ahora hemos dado en la filosófica verdad de que si nos sentamos a la puerta de nuestra casa, algún día veremos pasar el cadáver de nuestro enemigo. Divirtámonos mientras nos sea posible. Dejemos que los muertos entierren a los muertos y olvidémoslos bajo tierra.

—El señor Carreras fue de los que colaboraron con los yanquis, ¿verdad?

—Creo que sí, Julián. Y ha muerto.

—¿Y ahora morirá el gobernador?

—Eso dices tú.

—Repito lo que dice todo Monterrey, mi amo.


El Coyote
lo ha sentenciado a muerte —murmuró César de Echagüe, empuñando uno de sus revólveres y haciéndolo girar en torno al dedo índice, por el guardamanos—. Un tiro y… Pero no creo que me dejen entrar con armas de fuego en el viejo palacio municipal.

—¿Se atreverá usted a matarlo? —preguntó Martínez, mirando, asustado, a su amo.

Éste echóse a reír.

—Si todo Monterrey dice que yo mataré al gobernador, no me va a quedar otro remedio que hacerlo, ¿no?

—Pero ya sospechan de usted. Después de haber matado al señor Carreras y a aquel maldito soldado…, si ahora…

—No te quiebres la cabeza, mi buen Julián —interrumpió César de Echagüe—.
El Coyote
sabe lo que debe hacer y cómo debe hacerlo. Desde luego, no podré llevar un buen revólver, pues estoy seguro de que todos los invitados sufrirán un vergonzoso cacheo, que dejará al descubierto todas sus armas. Un puñal sería más práctico. Sí, usaré un buen puñal. Cuando el gobernador menos lo espere, recibirá una cuchillada en el costado.

—¿Por qué no aguarda usted unos días más? —suplicó Martínez—. Todos le vigilarán…

—Porque si espero más tiempo, llegará Leonor, mi muy amada esposa, y no me permitirá salir de noche a hacer de fantasma. Además, tenemos que dirigimos a Oregón, a adquirir unas tierras que unos colonos nos venden. Algún día será aquello un lugar muy civilizado y las tierras valdrán mucho. Tenemos que pensar en el mañana.

—La señora llega mañana, ¿no es cierto?

—Debiera llegar, si nada malo ha ocurrido.

—¿Por qué no deja mi amo de exponer su vida en beneficio de los demás? Deje morir al
Coyote
.

—Esta vez trabajo en beneficio mío, Julián. Y no hables de lo que no puedes entender.

—Perdón, señor.

—Perdóname a mí. He sido demasiado rudo; pero esta vez, Julián, te aseguro que lucho con un enemigo muy terrible e implacable.

—¿El gobernador?

—Su nombre empieza con «C», ¿no?

—Sí, creo que se llama Curtis. ¿Por qué?

—Porque pudiera ser que hubieses, sin saberlo, puesto el dedo en la llaga. Curtis empieza con la letra «C». Igual que
Coyote
.

—¿Qué quiere decir?…

—Nada. Todo es muy complicado. Olvídalo. ¿Está ya dispuesto mi traje? No quiero llegar tarde a la fiesta. Aquí te dejo una carta para la señora. Si esta noche ocurriera algo, escóndela bien, a fin de que nadie pueda encontrarla. Escóndela junto con el traje del
Coyote
y cuando llegue Leonor, se la entregas. No es más que una simple precaución, pero la creo muy conveniente.

Julián Martínez miró asustado a su amo. No comprendía nada, pero era fiel hasta la muerte.

Dos horas más tarde, César de Echagüe, estaba vestido enteramente de negro, con un traje que, si en calidad era riquísimo, en apariencia tenía la sobriedad característica de los trajes de corte españoles. Sus calzoneras no estaban abrochadas con perlas, sino con botones de azabache, y los bordados de todas las prendas eran ricos, pero en seda negra, resaltando apenas en la oscuridad.

Una numerosa guardia rodeaba el palacio municipal, donde el gobernador de California correspondía con una fiesta de gran gala a los agasajos que la ciudad de Monterrey le había dedicado. Algunos de los criados que atendían a los invitados que iban llegando disimulaban mal su condición militar, y César sonrió al advertir lo poco discreto del cacheo a que era sometido.

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
7.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Black Lies by Alessandra Torre
Heroes by Susan Sizemore
Con Law by Mark Gimenez
The Winter War by Philip Teir
Mr Lincoln's Army by Bruce Catton
Do You Think This Is Strange? by Aaron Cully Drake
Little Conversations by Matilde, Sibylla