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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Ciencia ficción, Novela

Inmunidad diplomática (6 page)

BOOK: Inmunidad diplomática
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—Me temo que, cuando las naves komarresas atracadas no obedecieron mis órdenes de urgencia para desamarrar y permitieron en cambio quedarse atrapadas, perdí la iniciativa de la situación. A esas alturas ya había demasiados rehenes en manos de los cuadris, los capitanes-propietarios independientes komarreses pasaron por completo de obedecer mis órdenes, y la propia milicia de los cuadrúmanos, tal como suena, consiguió rodearnos. Permanecimos en una situación de equilibrio durante dos días enteros. Luego se nos ordenó que nos retiráramos y esperásemos su llegada.

«Gracias a los dioses.» La inteligencia militar no andaba muy lejos de la estupidez militar. Pero ser medio estúpidos y saber parar era algo realmente raro. Vorpatril merecía algo de crédito por eso, al menos.

—No teníamos muchas opciones a esas alturas —intervino Brun, sombrío—. No podíamos amenazar con volar la estación con nuestras propias naves atracadas.

—No podrían haber volado la estación en ningún caso —señaló Miles con suavidad—. Habría sido un asesinato en masa. Una orden criminal. El Emperador lo habría mandado fusilar.

Brun dio un respingo, y se calló.

Vorpatril apretó los labios.

—¿El Emperador, o usted?

—Gregor y yo habríamos lanzado una moneda al aire para ver quién lo hacía primero. —Se hizo el silencio—. Afortunadamente —continuó Miles—, parece que los ánimos se han enfriado por aquí. Le doy las gracias por eso, almirante Vorpatril. Podría añadir que los destinos de sus respectivas carreras son asunto de ustedes y de su mando de operaciones.

«A menos que consigan que llegue tarde al nacimiento de mis primeros hijos, en cuyo caso será mejor que empiecen a buscar un agujero bien profundo.»

—Mi trabajo es librar de los cuadris a tantos súbditos del Emperador como sea posible, al precio más bajo que pueda. Si tengo suerte, cuando haya acabado, nuestras flotas comerciales podrán atracar de nuevo aquí algún día. Por desgracia, me han dado ustedes una mano de cartas especialmente difícil en esta partida. Sin embargo, veré qué puedo hacer. Quiero copias de todas las transcripciones relacionadas con estos últimos acontecimientos para revisarlas, por favor.

—Sí, milord —gruñó Vorpatril—. Pero —su voz se volvió casi angustiada—, ¡seguimos sin saber qué ha sido del teniente Solian!

—Dedicaré a esa cuestión toda mi atención también, almirante. —Miles lo miró a los ojos—. Se lo prometo.

Vorpatril asintió brevemente.

—¡Pero, lord Auditor Vorkosigan! —intervino con apremio el consignatario Molino—. Las autoridades de la Estación Graf intentan multar a nuestras naves komarresas por los daños causados por las tropas de Barrayar. Tiene que quedarles claro que sólo los militares son responsables de esta… actividad criminal.

Miles vaciló un largo instante.

—Qué suerte para usted, consignatario —dijo por fin—, que en el caso de un ataque auténtico, lo contrario no fuera cierto.

Dio un golpecito a la mesa y se puso en pie.

3

Miles se puso de puntillas para asomarse a la portilla junto a la escotilla de personal de la
Kestrel
mientras la nave maniobraba hacia el punto de atraque asignado. La Estación Graf era una enorme amalgama, un aparente caos de diseño, cosa que no resultaba sorprendente en una instalación que llevaba tres siglos expandiéndose. Enterrado en el núcleo de la retorcida estructura había un pequeño asteroide metálico, vaciado para conseguir espacio y el material empleado en los edificios del más antiguo de los muchos hábitats de los cuadrúmanos. También en algún lugar de sus secciones más internas todavía podían verse, según las guías-vid, los elementos de la nave de salto desmontada y reconfigurada en la que la primera banda de endurecidos pioneros cuadris había realizado su histórico viaje hasta aquel refugio.

Miles se apartó e indicó a Ekaterin que se asomara a mirar. Reflexionó sobre la astrografía política del cuadrispacio, o más bien, como se denominaba formalmente, la Unión de Hábitats Libres. Desde aquel punto de partida, los grupos de cuadris habían construido colonias en ambas direcciones por todo el interior de los dos anillos de asteroides que hacían el sistema tan atractivo para sus antepasados. Varias generaciones y un millón de esfuerzos más tarde, los cuadrúmanos ya no corrían peligro de quedarse sin espacio, energía ni materiales. Su población podía extenderse tan rápidamente como quisieran construir.

Sólo un puñado de sus muchos hábitats dispersos mantenían zonas con gravedad artificial para los humanos con piernas, ya fueran visitantes o residentes, o para tratar con foráneos. La Estación Graf aceptaba a los galácticos y su comercio, como hacían las arcologías orbitales llamadas Metropolitan, Santuario, Minchenko y Union Station. Esta última era la sede del Gobierno cuadrúmano, una variante de representación democrática de abajo arriba basada, según tenía entendido Miles, en el grupo de trabajo como unidad primaria. Esperó por Dios santo no tener que acabar negociando con un comité.

Ekaterin echó un vistazo y, con una sonrisa nerviosa, indicó a Roic que mirara también. Roic agachó la cabeza y apretó la nariz contra la portilla, lleno de curiosidad. Éste era el primer viaje de Ekaterin fuera del imperio de Barrayar, y la primera aventura de Roic fuera de Barrayar. Miles dio las gracias a sus costumbres levemente paranoicas por haberlos hecho pasar por un cursillo intensivo sobre el espacio y los procedimientos de caída libre y seguridad antes de sacarlos del planeta. Había tirado de los hilos para conseguir acceso a las instalaciones de la academia militar, aunque en una semana libre entre clases, para que recibieran una versión a medida del largo curso que los otros camaradas más viejos de Roic habían recibido como parte de la rutina de su antiguo entrenamiento en el Servicio Imperial.

Ekaterin se sintió enormemente alarmada cuando Miles la invitó (persuadió; bueno, la empujó) para que se uniera al guardaespaldas en la escuela orbital: intimidada al principio, agotada y al borde del motín a medio camino, orgullosa y satisfecha al final. Con los pasajeros, cuando había problemas de presurización, el método habitual era meter a los clientes de pago en burbujas llamadas unicápsulas donde tenían que esperar pacientemente a que llegara el rescate. Miles se había visto atrapado en esas cápsulas alguna que otra vez. Había jurado que ningún hombre, y sobre todo ninguna esposa suya, volvería a verse tan artificialmente indefenso en una emergencia. Todo su grupo viajaba con los trajes especiales siempre a mano. Lamentablemente, Miles había dejado su propia armadura de batalla en el almacén…

Roic se apartó de la portilla, con aspecto especialmente estoico y leves arrugas verticales de preocupación entre sus cejas.

—¿Ha tomado todo el mundo sus píldoras contra el mareo? —preguntó Miles.

Roic asintió inmediatamente.

—¿Has tomado tú las tuyas? —preguntó Ekaterin.

—Oh, sí. —Miles contempló su sencilla túnica civil de color gris y sus pantalones—. Antes tenía un biochip muy útil en el nervio vago que me impedía perder el almuerzo en caída libre, pero lo perdí con el resto de mis tripas en aquel desagradable encuentro con la granada de agujas. Tendría que reponerlo un día de estos…

Miles avanzó un paso y echó otro vistazo. La estación había crecido hasta ocultar la mayor parte de la visión.

—Bien, Roic. Si algún cuadri de visita en Hassadar molestara lo suficiente para ganarse una visita a la cárcel de la Guardia Municipal, y luego un puñado más de cuadris aparecieran e intentaran sacarlos por la fuerza con armas militares, y destruyeran el lugar y quemaran a algunos de tus camaradas, ¿qué pensarías de los cuadrúmanos en ese caso?

—Hum… No los valoraría muy positivamente, milord. —Roic hizo una pausa—. Estaría bastante molesto, en realidad.

—Es lo que me figuraba —Miles suspiró—. Bueno, allá vamos.

Sonaron golpes metálicos mientras la
Kestrel
se posaba suavemente y las abrazaderas de atraque se situaban con fuerza en su sitio. El flexotubo gimió, buscando su sello, guiado por el jefe de máquinas de la
Kestrel
en los controles de la escotilla, y luego se selló con un chasquido.

—Todo listo, señor —informó el ingeniero jefe.

—Muy bien, chicos, vamos de desfile —murmuró Miles, e hizo un gesto a Roic.

El guardaespaldas asintió y salió por la compuerta; al cabo de un instante, llamó:

—Listo, señor.

Todo estaba, si no bien, bastante aceptable. Miles recorrió el flexotubo con Ekaterin detrás. Miró por encima del hombro mientras flotaba hacia delante. Ella estaba esbelta y arrebatadora con la túnica roja y las calzas negras, el pelo recogido en una sofisticada trenza. La gravedad cero tenía un efecto encantador en la anatomía femenina bien desarrollada que era mejor no hacerle ver a Ekaterin, según decidió Miles. Como movimiento de apertura, aquel primer contacto con la Estación Graf en la sección de gravedad cero estaba claramente calculado para desequilibrar a los visitantes y recalcar de quién era este espacio. De haber querido ser amables, los cuadris los hubieran recibido en una de las secciones con gravedad.

La compuerta de la Estación se abrió dando paso a una espaciosa bodega cilíndrica cuya simetría radial ignoraba tranquilamente los conceptos de «arriba» y «abajo». Roic flotó con una mano en el asidero situado junto a la escotilla, la otra cuidadosamente apartada de su canana. Miles dobló el cuello para ver la media docena de cuadrúmanos, hombres y mujeres, con semiarmaduras paramilitares y flotando en posiciones de fuego cruzado por toda la bodega. Llevaban las armas al hombro, enmascarando la amenaza con formalidad. Brazos inferiores, más gruesos y más musculosos que los superiores, emergían de sus caderas. Ambos pares de brazos estaban protegidos por deflectores de plasma. A Miles no se le escapó que aquella gente podía disparar y recargar al mismo tiempo. Qué interesante, aunque dos llevaban la insignia de seguridad de la Estación Graf, el resto llevaba uniforme y placa de la Milicia de la Unión.

Impresionante fachada, pero no eran las personas que quería ver. Se dirigió a los tres cuadris y al planetario con piernas que esperaban directamente frente a la escotilla. Sus expresiones levemente molestas, cuando advirtieron su aspecto no demasiado impresionante, fueron rápidamente suprimidas en tres de los cuatro rostros.

El oficial de seguridad de mayor grado de la Estación Graf era rápidamente reconocible por su uniforme, sus armas y su expresión. Otro cuadri varón de mediana edad también llevaba una especie de uniforme estacionario, azul pizarra, de estilo conservador diseñado para tranquilizar a la gente. Una cuadri de pelo blanco iba vestida con un jubón más recargado de terciopelo marrón con las mangas superiores con tajos de los que sobresalía un tejido plateado de seda, bombachos cortos a juego y mangas inferiores estrechas. El planetario también llevaba el uniforme azul pizarra, pero con pantalones y botas de fricción. El pelo corto y grisáceo flotaba alrededor de la cabeza que se volvió hacia Miles.

Miles se atragantó, tratando de no maldecir en voz alta.

«Dios mío. Es Bel Thorne.» ¿Qué demonios estaba haciendo aquí el ex mercenario hermafrodita betano? La contestación llegó por sí sola en cuanto se formuló la pregunta. «Bien. Ahora sé quién es nuestro observador de SegImp en la Estación Graf.» Cosa que, bruscamente, elevó la fiabilidad de los informes a un nivel altísimo… ¿o no? La sonrisa de Miles se congeló, ocultando, esperaba, su súbito desconcierto mental.

La mujer del pelo blanco estaba hablando en un tono muy gélido… Una parte de la mente de Miles la catalogó automáticamente como la persona de rango más alto y más vieja presente.

—Buenas tardes, lord Auditor Vorkosigan. Bienvenido a la Unión de Hábitats Libres.

Miles, guiando todavía con una mano a una parpadeante Ekaterin hacia la bodega, consiguió asentir amablemente como respuesta. Dejó la segunda agarradera para que Ekaterin se sujetara, y consiguió mantenerse en el aire sin dar un giro, el lado derecho hacia arriba en relación con la mujer cuadrúmana.

—Gracias —contestó con voz neutra. «Bel, ¿qué demonios…? Hazme una señal, maldita sea.»

El hermafrodita respondió a su mirada interrogativa con frío desinterés y, como quien no quiere la cosa, alzó una mano para rascarse la nariz, haciendo una señal, tal vez. «Espera…»

—Soy la Selladora jefa Greenlaw —continuó la mujer cuadri—, y he sido asignada por mi gobierno para recibirlo a usted y proporcionar arbitrio entre ustedes y sus víctimas en la Estación Graf. Éste es el jefe Venn, de personal de seguridad de la Estación Graf; el jefe Watts es el supervisor de Relaciones Planetarias de la Estación Graf, y el práctico Bel Thorne.

—Cómo están ustedes, señora, señores, honorable herm —continuó la boca de Miles en piloto automático. Estaba demasiado desconcertado por la presencia de Bel para tomar nota de algo más que de aquel «sus víctimas», de momento—. Permítanme presentarles a mi esposa, lady Ekaterin Vorkosigan, y a mi ayudante personal y hombre de armas, Roic.

Todos los cuadris miraron con mala cara a Roic. Pero ahora le tocó a Bel el turno de sorprenderse al mirar con súbita atención a Ekaterin. Un aspecto puramente personal de toda la situación se abrió paso entonces en la mente de Miles, cuando cayó en la cuenta de que dentro de muy poco, muy probablemente, iba a verse en la desagradable situación de tener que presentar su nueva esposa a su antiguo enamorado. No es que la pasión que Bel tan a menudo había expresado por él hubiera sido consumada, exactamente, para su retrospectivo pesar…

—Práctico Thorne, ah… —Miles advirtió que estaba buscando dónde agarrarse en más de un sentido. Su voz se animó al preguntar—: ¿Nos conocemos?

—Creo que no nos habíamos visto hasta ahora, lord Auditor Vorkosigan, no —contestó Bel; Miles esperó haber sido el único en detectar el leve énfasis en su nombre y título barrayarés en aquel familiar acento agudo.

—Ah —Miles vaciló. «Ahora dame un pie, una frase, algo…»—. Mi madre es betana, ¿sabe?

—Qué coincidencia —dijo Bel tranquilamente—. La mía también.

«¡Bel, maldición!»

—He tenido el placer de visitar la Colonia Beta varias veces.

—Yo no he vuelto más que una vez en décadas —la débil luz del notablemente vil sentido del humor de Bel se difuminó en los ojos marrones, y el herm continuó diciendo—: Me gustaría oír cosas acerca de la vieja caja de arena.

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