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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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Existen cosas tan sorprendentes y maravillosas en este libro, que una persona mayor difícilmente podría comprenderlas si un niño no se las explicara. Imaginad, por ejemplo, que lee la historia de esa locomotora llamada Emma que puede navegar igual que un barco, o que descubre el misterio del gigante aparente que vive en un desierto llamado "El fin del mundo" y que sólo parece grande si se contempla desde lejos; o que conoce al semidragón Nepomuk que carece de modales en la mesa, pero que tuvo, en cambio, a un hipopótamo por madre; o que se entera de las cosas tan divertidas que le ocurren a los chinos con sus hijos y los hijos de sus hijos que se van reduciendo de tamaño hasta que el último no abulta más que un guisante. De ciertas cosas, los niños saben mucho más que las personas mayores.

Michael Ende

Jim Botón y Lucas el Maquinista

ePUB v1.0

Superluper
31.03.12

Título original:
Jim Knopf und Lukas der Lokomotivführer

1960 Michael Ende

Primera edición en español 1973

Traducción: Adriana Matons de Malgrida

Ilustraciones de: J.f. Tripp

EN EL QUE EMPIEZA LA HISTORIA

El país en que vivía Lucas, el maquinista del tren, se llamaba Lummerland y era muy pequeño.

Era extraordinariamente pequeño en comparación con otros países, como, por ejemplo, Alemania, España o China. Era más o menos el doble de grande que nuestra vivienda y estaba ocupado en su mayor parte por una montaña con dos picos, uno alto y el otro algo más bajo. En la montaña había varios caminos con pequeños puentes y cruces y además un tendido de tren con muchas curvas. El tren pasaba por cinco túneles que atravesaban la montaña y sus dos picos. Naturalmente, en Lummerland también había casas; una era corriente y la otra tenía una tienda.

Hay que añadir una pequeña estación, situada al pie de la montaña, donde vivía Lucas el maquinista. En lo alto de la montaña, entre los dos picos, se levantaba un castillo. Como puede verse, el país estaba bastante lleno. No cabían muchas más cosas en él. Quizá sea importante saber que había que ir con cuidado y no pisar los límites para no mojarse los pies, porque el país era una isla. Esta isla estaba en el centro del inmenso océano sin fin y las olas, grandes y pequeñas, llegaban día y noche a sus orillas.

A veces el mar estaba tranquilo y por la noche la luna y durante el día el sol, se reflejaban en él. Esto resultaba muy hermoso y entonces Lucas el maquinista se sentaba en la orilla y se sentía feliz.

Nadie sabía porqué la isla se llamaba Lummerland y no de cualquier otra manera, pero esto seguramente se descubrirá algún día.

Allí vivía Lucas el maquinista, con su locomotora. La locomotora se llamaba Emma y era una locomotora-ténder muy buena, aunque quizás algo pasada de moda. Pero, sobre todo, era muy gorda.

Alguien se podría preguntar: ¿para qué necesita una locomotora un país tan pequeño?

Pues porque un maquinista necesita tener una locomotora; si no la tuviese, ¿qué conduciría? ¿Una bicicleta, quizás? Entonces sería un conductor de bicicletas, y un maquinista como es debido, quiere conducir locomotoras y nada más. Por otra parte, en Lummerland no había ninguna bicicleta. Lucas el maquinista era un hombre pequeño, algo rechoncho, que no se preocupaba lo más mínimo por saber si alguien consideraba necesaria una locomotora o no. Llevaba gorra de visera y traje de trabajo. Sus ojos eran tan azules como el cielo de Lummerland cuando hacía buen tiempo. Pero su cara y sus manos estaban completamente negras por el aceite y la carbonilla. Y aunque se lavaba cada día con cierto jabón especial para maquinistas, el tizne no desaparecía. Había penetrado profundamente en la piel porque, debido a su trabajo, Lucas se ponía negro cada día, desde hacía muchos años. Cuando se reía —esto lo hacía a menudo—, se le veían brillar en la boca hermosos dientes blancos, con los que era capaz de partir nueces. Llevaba además en la oreja izquierda un aro de oro y fumaba en una pipa muy grande.

Aunque Lucas no era corpulento, tenía una sorprendente fuerza física. Por ejemplo, podía, si quería, hacer un nudo con una barra de hierro. Pero nadie sabía exactamente lo fuerte que era porque amaba la tranquilidad y la paz y nunca había tenido que demostrar su fuerza.

Además, escupiendo era un artista. Daba tan bien en el blanco que podía apagar una cerilla encendida a una distancia de tres metros y medio. Pero esto no era todo. Podía hacer algo más y no existía nadie en el mundo que le pudiera igualar: era capaz de escupir en
looping
. Muchas veces al día iba Lucas por la serpenteante vía, atravesando los cinco túneles, de un extremo a otro de la isla y viceversa sin que nunca le sucediera nada. Emma resoplaba y silbaba por diversión. Y en ocasiones Lucas silbaba también una cancioncilla y luego lo hacían a dos voces, cosa que resultaba muy alegre sobre todo en los túneles porque allí resonaba.

Además de Lucas y de Emma había en Lummerland un par de personas más. Estaba por ejemplo, el rey que reinaba en el país y que vivía en el castillo entre los dos picos. Se llamaba Alfonso Doce-menos-cuarto porque había nacido a las doce menos cuarto. Era un gobernante bastante bueno. Y nadie podía decir nada malo porque realmente de él no se podía decir absolutamente nada. Estaba casi siempre en su castillo sentado, con la corona en la cabeza, con una bata de terciopelo rojo y con zapatillas de cuadros escoceses en los pies, hablando por teléfono. Para esto disponía de un gran teléfono de oro.

El rey Alfonso Doce-menos-cuarto tenía dos súbditos —si se exceptúa a Lucas, que en realidad no era un súbdito, sino un maquinista. Uno de los súbditos era un hombre llamado señor Manga. El señor Manga siempre estaba paseando con un sombrero hongo en la cabeza y un paraguas cerrado debajo del brazo. Vivía en una casa corriente y no tenía ocupación fija. Paseaba y nada más. Era el súbdito más importante y le gobernaban. A veces, cuando llovía, abría el paraguas. Acerca del señor Manga no hay nada más que contar.

El otro súbdito era una mujer, precisamente una mujer muy simpática. Era grande y gorda aunque no tan gorda como Emma la locomotora. Tenía las mejillas rojas como una manzana y se llamaba señora Quée, con dos es. Probablemente uno de sus antepasados había sido algo sordo y la gente empezó a llamarle sencillamente así, con la palabra que decía siempre, cuando no oía algo. Y así le había quedado.

La señora Quée vivía en la casa de la tienda, donde se podía comprar todo lo necesario: chicle, periódicos, cordones para los zapatos, leche, plantillas, espinacas, mantequilla, sierras, azúcar, sal, pilas para linternas de bolsillo, sacapuntas, portamonedas en forma de pequeños pantalones de cuero, perlas, recuerdos de viaje, pegamento... abreviando: de todo.

Los recuerdos de viaje no se vendían casi nunca porque a Lummerland nunca llegaban viajeros. Sólo el señor Manga compraba a veces alguno, por gusto y no porque en realidad lo necesitara. Por otra parte le gustaba charlar un rato con la señora Quée.

¡Ah! y para no olvidarlo, al rey sólo se le podía ver en los días de fiesta porque la mayor parte del tiempo estaba muy ocupado reinando. Pero en los días de fiesta, a las doce menos cuarto en punto, se asomaba a la ventana y saludaba amistosamente con la mano. Entonces sus súbditos gritaban jubilosos y lanzaban sus sombreros al aire y Lucas dejaba que Emma silbara alegremente.

Luego les daban mantecados a todos y en ciertas fiestas importantes, helado de fresa. El helado se lo encargaba el rey a la señora Quée, que era una verdadera maestra en la elaboración de helados.

En Lummerland la vida era tranquila, hasta que un día... Sí, y con esto empieza nuestra historia.

EN EL QUE LLEGA UN PAQUETE MISTERIOSO

Un hermoso día llegó a la playa de Lummerland el barco correo y el cartero saltó a tierra con un gran paquete debajo del brazo.

— ¿Vive aquí una tal señora Maldiente o algo parecido? — preguntó poniendo una cara de circunstancias como no hacía nunca cuando traía el correo.

Lucas miró a Emma, Emma miró a los dos súbditos, los dos súbditos se miraron entre sí y hasta el rey miró por la ventana a pesar de que no era día festivo ni eran las doce menos cuarto.

— Querido señor cartero —dijo el rey, algo molesto—, hace ya años que nos trae usted el correo. Nos conoce perfectamente a mí y a mis súbditos y de pronto se le ocurre preguntar si aquí vive la señora Maldiente o algo parecido.

— ¡Pero, por favor, Majestad —contestó el cartero—, lea usted mismo, Majestad! Y subió rápidamente por la montaña y le entregó el paquete al rey por la ventana. En el paquete había la dirección. El rey leyó la dirección, luego sacó las gafas, se las puso y leyó la dirección por segunda vez. No consiguió nada; movió perplejo la cabeza y habló a sus súbditos.

— ¡Vaya, para mí es sencillamente inexplicable, pero aquí lo pone en negro sobre blanco!

— ¿Qué pone? —preguntó Lucas.

El rey, muy confuso se volvió a poner las gafas y dijo:

— Escuchad, súbditos, lo que pone en la dirección.

Y la leyó lo mejor que pudo.

— ¡Una dirección muy rara! —dijo el señor Manga cuando el rey hubo terminado.

—Sí —dijo el cartero, indignado — , hay tantas faltas de ortografía que casi no se puede descifrar. Estas cosas son muy desagradables para nosotros los carteros. ¡Si supiéramos quién lo

ha escrito!

El rey volvió el paquete y buscó el remitente.

— ¡Aquí sólo hay un 13 muy grande! —dijo mirando perplejo al cartero y a sus súbditos.

— ¡Muy raro! —el señor Manga se dejó oír de nuevo.

—Pues —dijo el rey, resuelto — , raro o no raro, XUmmrLanT sólo puede significar Lummerland. Y no hay otra solución, alguno de nosotros tiene que ser la señora Maldiente o algo parecido.

Calmado, se quitó las gafas y con su pañuelo de seda se secó las gotas de sudor de la frente.

— Sí —dijo la señora Quée —, pero en toda la isla no hay ningún tercer piso.

— Realmente es cierto —dijo el rey.

—Y tampoco tenemos ninguna calle Vieja —opinó el señor Manga.

—Desgraciadamente también eso es cierto —suspiró el rey, muy afligido.

—Y no tenemos ningún número 133 —añadió Lucas y se echó la gorra de visera hacia atrás —. Yo tendría que saberlo, porque al fin y al cabo doy muchas vueltas por la isla.

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