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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (7 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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En 197 a.C. se dio oficialidad al nacimiento de las dos provincias hispanas. Desde entonces los nombramientos para su gobierno quedarían legitimados por los organismos políticos romanos. Se cambió el concepto de mandos duraderos con unidad de criterio por el de cargos anuales encomendados a magistrados elegidos, cuya supervisión resultaba mucho más sencilla que en los casos proconsulares anteriores. De esa manera se intentaba evitar que los militares enviados a Hispania se convirtieran en pequeños caudillos que, mediante botines, obtuvieran honores y prebendas de dudosa procedencia. Los dos primeros pretores enviados a la nueva provincia fueron C. Sempronio Tuditano para la Citerior y M. Helvio para la Ulterior. En ambos casos contaron con el apoyo de 8.000 infantes y 1.400 jinetes, los cuales, en casi su totalidad, eran tropas auxiliares con muy pocos efectivos legionarios. Esta escasa milicia se mostró a todas luces insuficiente para contener la furia de las tribus íberas y, muy pronto, se tuvo que asumir la necesidad de enviar un ejército de refresco si se deseaba mantener con éxito la presencia romana en Hispania.

Catón visita Hispania

La situación en la península Ibérica era convulsa, decenas de tribus en permanente rebelión no hacían presagiar nada positivo para los intereses romanos. Los pretores y sus menguadas legiones eran continuamente humillados por la acción guerrillera y frontal de los ejércitos nativos. Las incursiones íberas constituían una pesadilla para los cuarteles romanos, siendo sus represalias cada vez más enérgicas y despiadadas.

Hispania vivía en una especie de guerra permanente no declarada; mientras tanto Roma se despreocupaba, más atareada acaso en la segunda guerra macedónica, que por entonces se libraba en tierras griegas. En 196 a.C. la cuestión helena quedó finiquitada al ser derrotado el rey Filipo de Macedonia, y esta victoria romana permitió, además del sojuzgamiento griego, que la metrópoli fijara su atención bélica en sus adquisiciones occidentales, que tan buenos rendimientos económicos le estaban reportando.

En 195 a.C. se celebraron los comicios anuales para la elección de los cónsules que debían dirigir el destino de Roma. Para uno de los cargos fue elegido Marco Porcio Catón, una de las figuras más relevantes de toda la historia romana. Catón era un hombre peculiar; como entró en contacto con nuestra Hispania en un tiempo sumamente complicado, bueno será que dediquemos unas líneas al hombre y a su personalidad a prueba de catapulta.

Los orígenes de este ilustre romano, nacido en 234 a.C. en una pequeña localidad cercana a Roma cuyo nombre era Tusculum, son enteramente plebeyos. De condición humilde, el apellido Porcio venía a resaltar que su familia había cuidado cerdos en épocas pretéritas. En cuanto a lo de Catón, parece ser que en su linaje abundaban gentes muy astutas. El joven Marco se dedicó a la agricultura. En verdad no era muy agraciado, ya que tenía el pelo rojizo, la cara asimétrica cubierta por cicatrices, la boca desdentada y las manos ásperas como el pedernal. En fin, no era Adonis, pero ni falta que le hacía: su inteligencia brillaba con energía propia. Quiso la suerte que un viejo senador, asqueado de la vida social y política que se vivía en Roma, fuera a establecerse en una villa vecina de las tierras que cultivaba Catón. Los dos personajes entablaron amistad y pronto el veterano patricio se percató de que su nuevo amigo era algo más que un campesino analfabeto. En efecto, Catón tenía amplias inquietudes intelectuales, hasta leía a los clásicos a escondidas de su familia. Él creía que la cultura podía ofender, en cierta forma, a las rudas gentes del campo.

El senador retirado supo adivinar que un dechado de virtudes se escondía en el interior del alma del muchacho y lo animó a ser letrado en Roma. Catón no desechó el sabio consejo y viajó a la capital con la esperanza de doctorarse en leyes. Lejos del fracaso, ganó una docena de pleitos y su fama creció como la espuma. Al poco tenía su propio equipo de abogados, lo que le permitió alcanzar méritos suficientes para presentarse a los comicios y obtener el cargo de edil cuando contaba treinta años de edad. Fue elegido pretor al año siguiente, cargo que ejerció en Sicilia, y tres años más tarde alcanzó la gloria con su elección consular.

Catón fue longevo, llegó a vivir ochenta y cinco años, y en todos ellos hizo gala de un espíritu reaccionario a prueba de influencias helenísticas. Odiaba todo lo que supiera a griego; pensaba como otros muchos romanos que los aires helenísticos —tarde o temprano— minarían los cimientos de Roma. Algo de razón tenía, como la historia demostró algún siglo más tarde.

Catón fue el primero que escribió en latín para oponerse a quienes lo hacían en griego. En aquel tiempo las corrientes culturales helenísticas invadían Roma; muchas familias patricias, incluida la de los Escipiones, se dejaron llevar por el influjo estético e intelectual llegado de Oriente. Estos círculos postulaban un refinamiento de la sociedad, la admiración por la belleza y una apuesta clara por la filosofía vital de los grandes intelectuales de aquella tierra que vio nacer las formas democráticas y civilizadas. Ante un griego, un romano parecía un bárbaro, y Catón se rebelaba por ello. Sus textos se publicaban en latín por esta razón, y recibió el privilegio de ser considerado el «padre de las letras latinas». Poco se ha conservado de su legado escrito, tan sólo un tratado de agricultura y algunos párrafos de sus obras, aunque se sabe que produjo una extensa obra literaria que abarcaba discursos, ensayos y, sobre todo, una enciclopedia histórica sobre los orígenes de Roma. Su sabiduría comprendía conocimientos en medicina, agricultura, estrategia militar… Todo un erudito al servicio de la Roma más enraizada en las tradiciones ancestrales, un defensor de las costumbres netamente romanas y detractor de las tendencias extranjeras que pudieran contaminar su amada ciudad.

Catón mantenía una forma de vida austera; nunca acumuló más riqueza que la necesaria para vivir modestamente, y eso favoreció sus continuas victorias en las urnas. Es cierto que no gozaba de mucha simpatía entre la clase política y la plebe, pero todos lo reconocían como un romano íntegro, incorruptible, alguien a quien no se podía sobornar con dinero o argumentos banales.

Su oratoria era seca, contundente y llena de una ironía que en ocasiones rozaba el sarcasmo. Era el dedo acusador de los desmanes cometidos por una población que se empezaba a dedicar a la molicie, víctima de la abundancia llegada desde las provincias conquistadas.

Catón, posiblemente, fue de los primeros en percatarse del hipotético futuro que le esperaba a Roma de seguir las cosas por el camino que se había iniciado. Advirtió, con encendidos reproches, que Roma y el universo creado por ella debían prevalecer antes que injustificados cultos a valores superficiales e inocuos. Por ejemplo, criticó con severidad en 184 a.C. que no se pidieran cuentas a los Escipiones sobre su actuación en tierras de Oriente. Este asunto acabó con la carrera política de Escipión el Africano, un héroe admirado y respetado por la ciudadanía romana desde su victoria sobre Aníbal. Pero ello no fue óbice para que Catón afirmara de forma airada que antes era Roma que sus héroes. Catón fue alguien odioso que acumuló cientos de enemigos, pero nadie le rechistó públicamente porque en el fondo todos intuían que algo de razón llevaba, no en vano uno de sus apelativos más populares fue el de «censor», nombramiento que obtuvo en 184 a.C. y desde el que ejerció una presión total sobre la inmoralidad que se vivía en la ciudad eterna.

El triunfo sobre Cartago en la segunda guerra púnica no fue suficiente para él, por ver en la potencia africana a un irreconciliable enemigo. Durante años animó al Senado para que emprendiera una guerra definitiva sobre Cartago. El propio Catón visitó esta urbe, comprobando horrorizado su resurgimiento. Finalmente estalló la tercera y definitiva guerra púnica, justo antes de la muerte de uno de sus mayores instigadores. Catón murió complacido sabiendo que las legiones marchaban sobre Cartago para destruir hasta sus cimientos. Eso provocó, seguramente, su última sonrisa en este mundo.

Pero volvamos a los tiempos en los que Catón había sido elegido cónsul de Roma. Regresemos por tanto al año 195 a.C., para ver cómo el flamante cónsul recibe la encomienda de viajar a Hispania para sofocar, en la medida de lo posible, las continuas agresiones íberas. Con él se trasladaron los pretores para ese año: la provincia Ulterior recibió el gobierno de Ap. Claudio Nerón, mientras que la Citerior recibía al pretor P. Manlio, quien actuaría como ayudante del cónsul en esta provincia, más levantisca al parecer que la meridional.

Los efectivos militares que acompañaban a los dirigentes romanos eran esta vez muy numerosos, dado que a las dos legiones de reglamento para las correspondientes provincias se añadían las otras dos legiones que conformaban el contingente consular.

Por tanto, el ejército romano que iba a operar en la península Ibérica constaría de unos 60.000 hombres (algunas fuentes lo reducen a 52.000, otras lo elevan a 70.000). En todo caso, una máquina demoledora para las dispersas tribus autóctonas.

En el verano de ese año, 25 naves cargadas de legionarios llegaban al puerto de Rhode (Rosas). Con presteza, las columnas romanas desembarcaron y se dirigieron a Emporion (Ampurias), donde se entrenaron a conciencia para la misión que debían asumir en aquel territorio tan hostil. Algunas tribus, como los ilergetas, por entonces muy debilitados, quisieron negociar ventajosas alianzas. Sin embargo, Catón, decidido a dar un escarmiento definitivo, hizo oídos sordos a las propuestas nativas y tomó algunos rehenes para impedir cualquier ataque a traición. A las pocas semanas el ejército romano estuvo dispuesto para enfrentarse a los rebeldes; la batalla se libró cerca de la misma Emporion, y la victoria fue para los latinos. La estación estival sirvió además para llenar los almacenes de aprovisionamiento. Con el excedente se enviaron naves a Roma que llevaron no sólo el preciado grano, sino un claro mensaje de Catón: «La guerra se alimentará de sí misma». Con esta frase el cónsul quería decir que su permanencia en Hispania no sería gravosa para Roma y que, mientras durase, se abastecería del propio terreno enemigo.

El avance hacia Tarraco debió de ser tan espectacular como convincente para la mayoría de tribus locales, ya que muchas quisieron aliarse con Roma sin presentar oposición alguna. No obstante, algunas entidades, como la de los bergistanos establecidos en las actuales comarcas de Solsona, Cardona y Berga, presentaron batalla aprovechando su favorable orografía. Catón respondió con la contundencia habitual, y los bergistanos fueron barridos del mapa.

Mientras tanto, los turdetanos de la Ulterior se habían levantado en armas contra Roma. Su abundante riqueza les permitió contratar a miles de mercenarios celtíberos, con los que pretendían expulsar a los romanos del valle del Guadalquivir. Catón acudió con su ejército y convenció a los celtíberos para que retornaran a sus tierras. Esta acción diplomática impidió una guerra generalizada en el sur peninsular. Bien es cierto que el ejército romano regresó a la Citerior atravesando la Celtiberia en una demostración de fuerza hacia las tribus del interior. Los romanos tomaron Seguntia (Sigüenza) y merodearon Numantia (Numancia).

Esta vistosa ofensiva fue el primer contacto romano con la Celtiberia, y, como veremos, no sería el último.

Finalizando el año y por tanto su mandato, el cónsul Catón tuvo que regresar a Roma para rendir cuentas sobre su expedición a Hispania, con un resultado óptimo. El botín rapiñado fue impresionante: 25.000 libras de plata, 1.400 de oro, 123.000 denarios y 540.000 monedas de plata
(argentum oscense)
. El Senado, conmovido por tanto brillo, no tuvo ninguna duda a la hora de otorgar el triunfo a un Marco Porcio Catón que, por cierto, no se quedó con nada de lo recaudado, siguiendo su personal e inamovible forma de entender la vida romana.

El historiador referencial Livio nos explica en síntesis la actuación de Catón en Hispania: «Estableció grandes tributos de hierro y plata por cuya institución la provincia fue haciéndose cada día más rica».

Catón grabó a fuego la que sería la actuación de Roma en Hispania. Su crueldad y despiadado modo de tratar a las tribus nativas nos habla de la potencia dominante que avasalla a sus resignados tributarios. Las directrices del cónsul se mantendrán a lo largo de cinco décadas, en las que Hispania sufrirá un control absoluto por la presión de las armas, la explotación intensiva de sus ingentes recursos minerales y el establecimiento de un
glacis
protector o frontera defensiva contra los pueblos bárbaros, como lusitanos o celtíberos.

Las provincias Citerior y Ulterior quedaron pacificadas en su casi totalidad, mientras que las marcas fronterizas eran delimitadas con la participación de numerosas tribus aliadas. Podemos decir que desde Catón, y con el sempiterno control de la
nobilita
senatorial, los territorios conquistados en la Península se entienden como homogéneos y sin molestas bolsas de irredentos al poder de Roma. Cabe comentar que la República siempre afirmó librar guerras defensivas o, lo que es igual, Roma iniciaba campañas bélicas por el simple hecho de evitar un hipotético ataque del enemigo.

La conquista de Hispania se produjo por ese motivo: un contacto inicial para defenderse de los cartagineses y, luego, ante las magníficas perspectivas económicas, una suerte de ofensivas para librarse del incordio de la presencia aborigen. En fin, son las ironías que nos ofrecen veladamente los grandes imperios de la historia. En cuanto al romano, debemos aceptar que su fortaleza se incrementó a golpe de espada en la mayoría de los casos, y de diplomacia cuando se podía.

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